4. La doble vida del Medioevo en San Francisco de Asís
En 1882, el mismo año de la publicación de la novela naturalista La tribuna, Emilia Pardo Bazán publica la biografía novelada San Francisco de Asís. La autora intenta moverse en un difícil terreno entre la historia y la ficción, y de nuevo va a mostrar, como veremos, una actitud ambivalente hacia el Medievo. Es cierto que es ésta una novela temprana y que, como observamos en el capítulo primero de esta monografía, la autora no parece tener una actitud favorable hacia la novela histórica, pero tras esta obra continuará rondando las lindes entre ficción e historia en algunos cuentos, y muchos años después de su San Francisco extraerá algún fragmento de su libro para transformarlo en relato, en concreto, la parte dedicada a Colón, que se convierte en A las puertas del monasterio (ya comentado antes) (36).
En 1879, cuando comienza su obra, Pardo Bazán procede como cualquier escritor de novela histórica erudita, es decir, lee para documentar su libro crónicas viejas y apolilladas, comentando en su diario que, a través de estos interesantes documentos, el siglo XIII se desarrolla ante sus ojos (Simón Palmer, 1998), en un eco de la propuesta de Taine. Esto en principio nos llevaría a pensar en una arqueológica aproximación al Medievo, pero, como veremos, no siempre es éste el caso pues la autora hace entrar con frecuencia el mundo de lo maravilloso. Por otro lado, este mismo año mencionado había publicado Pascual López, de tema contemporáneo, decidida a encaminarse por los rumbos que seguía la novela "moderna". Y antes de publicar su biografía medievalista, en 1881, sale a la luz Un viaje de novios. Estos vaivenes se podrían atribuir a una cierta vacilación de la autora a la hora de establecer su escritura, pero también podemos achacarlos a la riqueza perspectivística y la querencia ambivalente hacia el Medievo que muestra durante toda su obra Pardo Bazán.
El asunto que escoge la escritora interesa en Europa durante toda la segunda mitad del XIX y se extiende hasta el campo de la pintura, pues ya en 1866 tenemos el cuadro del pintor académico Benito Mercadé, Traslación de San Francisco de Asís, que parte de Giotto para la realización de su obra (Gómez Moreno, 1990: 83). Por otro lado, Emilio Castelar compondrá una vida de San Francisco, San Francisco y su convento en Asís, criticada en su libro por Pardo Bazán, pues incluye al santo entre los precursores de la democracia moderna. La autora además se quejará de que en la obra de Castelar, pese a la imaginación lozana, calor y poesía que posee, San Francisco se reduce a ser un profeta social y su Orden a considerarse hermana de los fraticelos (para doña Emilia, hay muchos lados flacos en su refulgente síntesis hegeliana [Pardo Bazán, 1882, II: 221, n62] (37)). Los tintes socialistas que no gustan a Pardo Bazán aparecen en otros compañeros de su generación, por ejemplo en Blasco Ibáñez, pues el franciscanismo podía fácilmente destacar como posibilidad vital en un momento en que los problemas sociales, fruto de la Revolución Industrial, acucian. Desde ese punto de vista se acerca a la figura del santo el escritor valenciano, que muestra su admiración destacándolo como una especie de mártir laico: «¡Alma grande y generosa, atormentada a todas horas por la visión de la desigualdad social, de la miseria involuntaria en que gimen la mayor parte de los humanos!» (cit. en Alborg, 1999: 985) (38).
Por el contrario, el interés modernista se decantará por el lado estético del aura supuestamente ingenua y espontánea de la filosofía franciscana. En Francia, esta corriente se pondrá especialmente de moda a finales de siglo: Paul Sabatier publica Vie de Saint François d’Assise en 1894, con nueve ediciones el año de su publicación, que en España comienza a traducir Clarín en 1897 (Litvak, 1980: 198); antes de acabar la centuria, en 1899, Jules Lemaître señala que entre los más cansantes snobs se encuentran los entusiastas de este santo (véase Dakyns, 1973). Y cuando Pardo Bazán traduce en 1889 los Fioretti de San Francisco, fuente fundamental de su biografía, su interés coincidirá con el espíritu modernista español, que se apasiona por el franciscanismo desde lo que L. Litvak (1980: 198-199) llama retorno a la madurez moralizante del Medievo.
Pardo Bazán, compañera de generación de Blasco Ibáñez y Castelar, enfocará el franciscanismo desde una dialéctica que hemos encontrado en otras ocasiones, y lo tratará desde un doble rasgo estilístico, con selección de vocabulario realista y modernista para tratar la realidad que representa en su escritura. Si, por un lado, su gusto por los milagros del santo y por una estética ensoñada y preciosista se acerca a lo que será la prosa de muchos autores finiseculares, por otro, seleccionará una realidad cotidiana y miserable que la aproximará a la estética naturalista.
También en cuanto a las reflexiones ideológicas se aleja bastante doña Emilia de los autores mencionados de su generación. Pardo Bazán, con su gusto por la polémica, desbrozará un prólogo que desorienta al lector por su longitud, donde la escritora, sin fijar ideas inflexibles (muy en su línea de dejar abierta la cuestión), recoge temas candentes como la consideración positiva o negativa de la Edad Media y de la Iglesia; defiende entonces tanto a la una como a la otra sin dejar por eso de apuntar problemas (la misma existencia del prólogo sugiere que hay una consideración problemática del asunto): de hecho, el feudalismo no fue tan mal sistema y la Iglesia, al fin y al cabo, cubrió la falta de educación (véase Pardo Bazán, 1882, I: lvi). Podríamos encuadrar esta actitud dentro del carácter apologético que, según Abellán (1989), tiene la filosofía y el pensamiento católico de estos momentos, que se ancla en el último cuarto del siglo XIX en una actitud defensiva (39).
De este modo, la autora logra que la censura eclesiástica apruebe con entusiasmo su libro, y que alabe su ortodoxia en tiempos de ataque a la Iglesia (Pardo Bazán, 1882, I: iv). No obstante, al leer el libro, y el prólogo en particular, la defensa de la Iglesia no parece ser el principal móvil de la escritora para interesarse por la obra franciscana, pero es que a doña Emilia le gusta polemizar, y contentar a su lector, a quien tantea primero. Pardo Bazán se declara en toda su obra en oposición a la herejía y profundamente católica, pero a la vez desliza una crítica a cierta parte del clero y a los escritores conservadores, de modo que, aunque el elemento místico y trascendente sea ciertamente una constante en su producción (de ahí esa religiosidad soterrada que aprecia Paredes Núñez [Pardo Bazán, 1990, I: 18]), y su espíritu religioso sea el que la encamina hacia la novela rusa, no hay que perder de vista la necesidad de los autores, especialmente si son mujeres, de adaptarse al discurso oficial de la época (40).
También a su condición de mujer atribuye la autora explícitamente su imposibilidad de realizar una más completa búsqueda erudita de información sobre el protagonista de su obra (41). En total, realizó una labor de documentación que le llevó a escribir la obra en dos años (no nos encontramos con los extremos de Flaubert y su Salammbô).
En su prólogo, Pardo Bazán defiende la importancia de la Edad Media, achacando la opinión contraria a los mezquinos o vulgares, en este caso, los clasicistas.
Si todavía no faltan autores que, arrastrados por ciega parcialidad, califiquen la Edad Media de época de tinieblas, de feto monstruoso, los doctos y reflexivos, exentos de las vulgares y mezquinas preocupaciones del buen sentido y del siglo XVIII, columbran al través de esas tinieblas luz clarísima (…). [Pardo Bazán, 1882, I: xvii]
Pardo Bazán tratará el Medievo mostrando los diversos claroscuros: para la claridad y el idealismo usará un estilo romántico pero también próximo a lo que sería el modernista (con su gran carga de simbolismo); para los oscuros, su escritura se hará principalmente naturalista. Es decir, su prosa nos enseña una vez más las estructuras a partir de las cuales se leyó la Edad Media en la segunda mitad de siglo y cómo se experimentó en el campo del Medievo con elementos nuevos traídos de los distintos movimientos, por ejemplo, con lo fisiológico o lo simbolista. Aunque la Edad Media tenderá a presentarse como extraña, la diferencia radicará en la selección de términos, provenientes ya del mundo médico, por ejemplo, ya de un universo de cuentos de hadas. En algunas ocasiones, por otra parte, la autora acercará muchísimo el Medievo a nuestros días.
Pardo Bazán se muestra en repetidas ocasiones contraria a idealizar la época a la manera romántica (aunque ella pueda hacer lo mismo, especialmente durante la infancia y muerte de San Francisco), pero no dejará por ello de componer un universo medieval patentemente estilizado. La autora presenta en su prólogo un mundo cruel donde siervos, campesinos y viajeros temen a los señores feudales; acosados por el tedio, éstos se dedican a ejercer su poder de forma inhumana. De nuevo hace aquí acto de presencia el tema del tedio, que la autora relacionará siempre, por diferentes motivos como la defensa de la cultura en la mujer, con la falta de educación. Eso sí, la situación de la mujer es para Pardo Bazán mejor en la Edad Media que en la época romana, y se nos la dibuja, muy en la línea de la consideración patriarcal de la población femenina de la época, como reducto de espiritualidad. Según la autora, sí existió la caballería y la mujer bienaventurada de la poesía caballeresca: la imaginación de los trovadores no crea ritos sino que da contextura novelesca a una realidad, la epopeya de la Edad Media en sus tres formas: guerra, amor y religión (xvii). En este sentido, el personaje del trovador es considerado de manera ambigua, pues si por un lado no se muestran grandes simpatías hacia este personaje por su atildamiento refinado, por otro, se considera que su existencia ficticia y romancesca ha hecho olvidar su personalidad real, precisamente lo que más le interesa a una escritora heredera del Romanticismo (42).
En la misma línea estilizadora, habla la autora de siglos «de zozobra y amenaza», que «tienden un velo de penetrante melancolía sobre las crónicas, las leyendas y las narraciones todas que de ellos proceden» (Pardo Bazán, 1882, I: lxxiii). En el capítulo que inicia el primer tomo, "Primeros años", da plena cabida a lo maravilloso: cuando nace el santo, se producen fenómenos como eclipses y terremotos. La autora relata los milagros, de corte ingenuo, sin cuestionarse, como en el cuento de La leyenda de la torre, su verosimilitud, dando crédito a las crónicas franciscanas, incluso cuando refiere cosas tan asombrosas como las paredes ocultando el cuerpo de San Francisco a su padre. En este sentido, su relato es ambivalente: ella misma cae en la idealización que ha criticado al reconocer lo crudo de aquellos tiempos, pues acepta lo sobrenatural en la línea de Les Martyrs de Chateaubriand —rasgo que, por otro lado, al autor francés se le criticó bastante—.
Dentro de un imaginario en continua metamorfosis, de un Medievo lleno de fluctuaciones, observamos cómo, sin embargo, en el capítulo tercero del primer tomo, que se dedica al apostolado franciscano, Pardo Bazán se muestra como narradora selectiva: señala que los escritores de la época no mencionan una tradición (San Francisco ordena a un cadáver que deje de hacer prodigios) porque es quizás comentario de la fantasía popular a la obediencia franciscana, y ella así escoge no incluirla en su biografía. Es decir, en este caso plantea lo sobrenatural con distanciamiento, como una historiadora positivista que discierne entre la verdad de sus materiales. En el capítulo cuarto de este primer tomo, por otro lado, la idealización cobra distinta forma, en una dirección que hemos apreciado ya en los versos tempranos de la autora, pues, una vez que San Francisco llega a España, se nos narran episodios de la Reconquista desde una postura nacionalista y adoptando el discurso oficial: la causa de la cruz establecerá en la Edad Media española la solidaridad entre toda clase de hombres y por ello la Península será campo más fecundo para el franciscanismo que Italia. Sin embargo, aunque se postula que el santo fue a Portugal, no cree Pardo Bazán en la leyenda lusitana, que lo presenta con Urraca y profetizando la independencia del país vecino (125). Para esta veta nacionalista, que le hará también destacar la mayor habilidad monárquica de San Fernando frente a San Luis de Francia (Pardo Bazán, 1882, II: 15), se apoya en las noticias de Lafuente y de otros historiadores, estableciendo conclusiones que presenta como propias y ortodoxas. Otra bibliografía mencionada será, especialmente en el capítulo quinto de este tomo -que nos cuenta la constitución de la Orden-, la del socialista Michelet y su Histoire de France, cuya versión acepta complacientemente en los siguientes capítulos, y las Florecillas del santo, ya mencionadas, que hace compatibles con la narración de Michelet, mostrando igual crédito hacia fuentes diversas, aunque del historiador republicano no recoja sus discursos más subversivos.
Quizás pudiera provenir de este último el gusto por la descripción del lado más desagradable del Medievo, que se hace presente, por ejemplo, al explicar la autora la alarma que producen el hambre y la peste. Lo interesante es que estas escenas descritas con crudos términos muestran una selección de vocabulario naturalista. Como Echegaray en La peste de Otranto, y desde el atrevimiento en la descripción de lo desgradable que había traído el Naturalismo, no escatima Pardo Bazán las más crudas visiones, por ejemplo, de la de la madre comiéndose a su hijo; una realidad, grotesca en su estilización, que también pudo estar presente en la literatura romántica, pero que ahora pone en órbita términos que no sólo se relacionan con el mundo del terror.
Esta convivencia del hombre con el lobo era frecuente: la fiera bajaba a devorar los cadáveres que quedaban en las calles insepultos; pero el hombre le disputaba el corrompido manjar: en los mercados se feriaban miembros humanos, criaturas abiertas en canal y vaciadas como los corderillos para el asador. Al pálido espectro del hambre se unió su negro compañero, la peste, uno de esos contagios extraños de la Edad Media, cuyos síntomas consistían en despegarse la carne de los huesos y caer podrida y deshecha. [Pardo Bazán, 1882, I: lxxvii]
La lepra también es una enfermedad descrita de manera naturalista, como si de un tratado de medicina se tratara.
Ya era la lepra negra, que abigarra el cutis salpicándolo de manchas y tubérculos leonados o del matiz de las heces del vino; que hace manar del rostro un humor repugnante y asqueroso, que hincha y desfila todas las facciones; que roe el cartílago de la nariz, el pabellón de los labios; que se lleva el cabello (…). Ya la lepra ulcerosa, que va cebándose en la epidermis, en la carne, llegando con su caries hasta la médula de los huesos, haciendo del cuerpo vivo conjunto de viscosa fetidez (…). [38-39]
Y continúa describiendo la lepra blanca que destruye el pigmento, o la elefantiasis que recubre la piel de costras amarillas.
No obstante, cuando no busca alienar o simplemente estilizar la Edad Media, Pardo Bazán sitúa los personajes y los hechos dentro de unas circunstancias históricas sociales determinadas, haciendo hincapié en la importancia del contexto, rebajando un poco la mitificación segura:
Así es que cuando surgen hombres como Dante, como Colón, como san Francisco de Asís, tan pronto parece que sus pensamientos son genuinos, nuevos, únicos, y que nadie hasta entonces los había concebido ni expresado, como estudiando detenidamente la época y lugar en que vivió, las necesidades que remedió su aparición, el movimiento que produce, se advierte que el grande hombre correspondió con una idea general, latente y enérgica en los tiempos y en los pueblos a que pertenece. [cxxv]
A San Francisco hay que entenderle como la fe de un momento. No se trata ahora, como en el Romanticismo, de endiosar al héroe frente al entorno colectivo, sino de fundirlo con él, muy en la línea de los postulados realistas pero también de la filosofía histórica del momento. Y la escritora utiliza para describir al santo un anacronismo muy común en la época, por lo menos compartido con la crítica "menéndez-pelayiana" en su antología de poetas líricos castellanos. «No blasfemaba satánica y desesperadamente, como Byron en sus orgías, ni profanaba los hogares y derramaba sangre en pendencias y duelos, como nuestros Mañaras y Tenorios» (11-12). Pardo Bazán lo aleja así del terreno de la literatura, y recuerda su humanidad: San Francisco no tiene ni mucha sapiencia ni poca cultura, y los primeros años se llenan de vulgar discreción (7). Además, nuestro héroe se deleita con las canciones «eróticas y quejumbrosas» de los trovadores de la Provenza mostrando ser un hombre sexuado (9). No obstante, estos acercamientos del santo se compaginan con una corriente más frecuente de exaltación e idealización del personaje (modelo de pureza), especialmente en el terreno milagroso, que ya he señalado.
El anacronismo para describir a San Francisco aparece en otras ocasiones. Se aplica la medida del presente al pasado, y así se explica que la escuela de elocuencia creada por el santo sacuda el yugo de las reglas hasta entonces acatadas, declarándose romántica e innovadora. Como protesta contra la literatura pagana, nacen los dialectos, mientras en el púlpito están todavía bajo las reglas clásicas (en este libro, Pardo Bazán opone al pueblo idealizado, con sus canciones líricas, el mundo cortés y eclesiástico, que sale mal parado por su frialdad retórica). Los mismos modernos parámetros se usan para explicar la filosofía medieval: «si la dogmática es la razón pura de la Edad Media, la mística su razón práctica. Corresponde la una a la ciencia, la otra a la vida, y no las separa la funesta y mortal antinomia que puso en la razón especulativa y la práctica el filósofo de Konisberg» (Pardo Bazán, 1882, II: 297) (43).
Por otro lado, la descripción física del santo es todo un tratado de frenología, con su lenguaje científico. Aunque ya en el Romanticismo se sigue con pasión el tratado de craneoscopia del doctor Gall (algo de lo que se burlará Mesonero Romanos [1993: 301]), cuando llega el Naturalismo es cuando se extiende este tipo de descripción del personaje a través de un vocabulario (y un determinismo) de carácter médico. El cráneo del santo denunciará su personalidad, de acuerdo con la creencia fisiológica de entonces. «Admira y asombra la región frontal por sus dimensiones y amplitud (...) El cráneo de San Francisco en su desmesurado tamaño, es perfecto» (Pardo Bazán, 1882, I: 14) (44). O, como dice más adelante:
El cráneo de san Francisco en este retrato corresponde al tipo llamado braquicéfalo, es decir, más ancho que prolongado: pero lo modifica la grande altura de la frente y la forma ovalada del rostro. Si las indicaciones que se basan en el tipo de cráneo fuesen indiscutibles, podríamos deducir que san Francisco pertenecía a la pura raza etrusca. Pero es muy dudosa la determinación exacta de la raza por la forma del cráneo. [31, n12]
El presente y el pasado se fusionan también cuando Pardo Bazán se ocupa del asunto de la mujer, en el capítulo tercero del segundo tomo. Allí comenta cómo ésta antiguamente no podía estudiar, por lo que se dedica a coser o a la devoción, arrastrada por la corriente de San Francisco. En una postura ambigua entre el discurso oficial y su feminismo, aborda ejemplos de figuras femeninas famosas. Esta comparación entre épocas es defendida por la escritora, lo cual proviene, más que de una incapacidad de la generación realista de olvidarse del presente o de un cierto afán didáctico, de una concepción de la historia reglada por una serie de leyes, que compartían historiadores franceses como Guizot, Quinet o Tocqueville. «Yerro notable es creer que el aproximar los sucesos históricos, y compararlos, valga tanto como identificarlos; y equivocación no menor figurarse que los hechos se dan aislados en la historia, que no los enlaza íntima solidaridad, ni los regula ley ineludible» (Pardo Bazán, 1882, II: 150).
Sea como sea, Pardo Bazán se muestra inserta en este relato en la frontera entre el tratamiento romántico-modernista y el realista del Medievo. La clave no hay que buscarla quizás tanto en los temas o en el abandono de la estilización sino en el vocabulario elegido para afrontar el universo medieval, en la mirada sesgada hacia un extremo u otro, y también en el punto de vista social. La Edad Media de San Francisco se hace así maravillosa y cruel, sin dejar de tener su punto de escéptico y de inmersión en lo cotidiano. El mundo de la medicina se introduce de mano del Naturalismo y el de las leyendas de milagros viene perfumado por el aliento ensoñado que encontraremos tantas veces en los cuentos finiseculares de flores y princesas.