3. La ambigüedad del cuento medievalista de Emilia Pardo Bazán

Vega Rodríguez (1997) y Ávila Arellano (1997) señalan cómo en la segunda mitad de siglo muchos términos se referían a nuestro actual concepto de la voz cuento: anécdota, fantasía, relación, leyenda, novela, episodio, historia, romance, etc. A partir de los repertorios de Hoffmann o Grimm se produce entonces toda una boga del cuento literario, aunque éste ya se publicaba en colecciones en el siglo XVIII, colecciones que reeditarán incluso cuentos de la época áurea (Vega Rodríguez, 1997: 153-154). Ahora bien, hasta el siglo XIX el cuento vivió principalmente en este tipo de agrupaciones sin editarse de manera autónoma e independiente, y fue precisamente el auge del periodismo el que otorgó al cuento toda su difusión. La proliferación de publicaciones periódicas favoreció su desarrollo porque puso al alcance de los escritores un cómodo vehículo para llegar con facilidad a los lectores. Y condicionó la forma de estas narraciones, pues sus dimensiones se ajustan a las limitaciones de espacio que ofrecía la prensa. Es entonces cuando el cuento deja de estar subordinado a la novela y pierde el modelo de exemplum de la Edad Media. Tras su publicación primera en revistas o periódicos, luego se reunirá en colecciones (Smith, 1992: 17).

En la primera mitad de la centuria decimonónica se introducen relatos cortos de procedencia francesa, inglesa y alemana, muchos de carácter fantástico. Pero ya en los almanaques españoles de 1828 y 1829 se combina la publicación de cuentos fantásticos y de misterio con los orientalistas y costumbristas. El cuento romántico se continuará nutriendo de argumentos foráneos hasta mediados de siglo, aunque al tiempo se confeccionen narraciones originales. No obstante, varios relatos publicados anónimamente o firmados por un traductor pertenecían todavía en la segunda mitad de siglo a autores de la talla de Balzac, Irving o George Sand.

Hasta llegar a Pardo Bazán el cuento sigue experimentando un progresivo desarrollo, pero es con esta fecunda escritora cuando se produce el mayor auge de la narración breve del siglo XIX español y el cuento logra su consagración oficial (Baquero Goyanes, 1949 y 1992; Pardo Bazán, 1990, I: 5; Sanmartín Bastida (2002: 261).

Los cuentos de Pardo Bazán resultan un compendio revelador de las diversas tendencias estéticas que se mezclan en el XIX, menos contrapuestas de lo que en general se ha defendido. En la escritora gallega se refleja la tensión propia de su siglo entre lo sacro y lo profano (Cuentos sacroprofanos); el problema de la mujer; y las polémicas religiosas y sociales, unidas a su amor al franciscanismo y su lectura de L. Tolstoi (a quien dedica tres de sus Cuentos sociales). A veces la autora busca expresar un carácter patológico y otras se decanta por un personaje de corte estereotipado en medio de una narración de corte infantil. También la pasión por el folclore, extendida en la segunda mitad de siglo, afecta a la autora, que fue presidenta de la Sociedad del Folklore Gallego, pero, a diferencia de Trueba, Pardo Bazán opta por recrear personalmente el cuento folclórico, y muchas de sus narraciones vienen precedidas por un cuentista que desarrolla, a la manera popular, el argumento, a veces de manera no muy diferente a cuando el marco de la historia viene definido por un autor-transcriptor (caso de La Borgoñona, por ejemplo) (28).

Tanto los cuentos de acción como los más estáticos desarrollan la posibilidad de una lectura a la vez estética y didáctica. La autora se mueve así en el difícil campo dialéctico entre búsqueda estilística y búsqueda moral que divide a los partidarios del idealismo y del realismo en la literatura, y lo mismo sucede con su elección entre subjetividad y objetividad, inclinándose por la apariencia de esta última. Pese al aspecto positivista de su relato (la supuesta imparcialidad científica), no deja de estar influenciada por su educación romántica, y esto se muestra especialmente en las vetas legendarias de su escritura. Si Baquero Goyanes (1949: 211) señala una disminución de las leyendas a medida que avanza el siglo y los cuentos fantásticos de V. Blasco Ibáñez, publicados en 1887, suponen para él la despedida de un género (224), la obra de Pardo Bazán parece desmentir estos postulados del crítico (29).

También el cuento fantástico será privilegiado por la escritora, siguiendo la herencia de Hoffmann y Poe, pero dentro de esta línea Pardo Bazán tenderá, a medida que avance el siglo, a usar de lo maravilloso con una estética simbolista. Hay que señalar, además, que la alegoría es una de las claves de su lectura de la realidad , según se aprecia por el uso de personajes como el Tiempo, el Año Nuevo y Viejo, los siglos, las horas, las hadas, la Vida y la Muerte, la Eternidad, etc., protagonistas de los Cuentos de Año Nuevo (30). En otras ocasiones la narradora usa el procedimiento clásico del sueño (El Santo Grial) o recurre al misterio que mantiene en vilo al lector hasta su desciframiento último, hasta su explicación racional (en varios cuentos que siguen la estela de Alan Poe). En general, la estructura de los textos gira en torno al desenlace, aunque existan cuentos sin "final", que más bien parecen retazos de novela o simples apuntes de delectación estética (31).

En la confluencia de estos aspectos, los cuentos de Emilia Pardo Bazán se presentan con argumento contemporáneo o histórico en tandas casi sucesivas, mostrando cómo a la autora le interesaba tanto el ayer como el presente. Y, dentro del ayer, conforme a lo que sucede en toda la centuria decimonónica, privilegia el imaginario medieval, al que la escritora se referirá de manera más o menos directa o explícita.

Centrándonos ahora en la Edad Media de Pardo Bazán, me gustaría comenzar exponiendo cómo ésta se configura en una Otredad al que la escritora, bajo la influencia de diferentes corrientes artísticas, decide acercarse o alejarse. Doña Emilia parece sentir una ambivalente querencia hacia el Medioevo, que se dibuja como reino contradictorio en su prosa de ficción. Las dos tendencias que marcan el tratamiento que de la Edad Media ofrece en sus cuentos son (sin que se quiera marcar un orden cronológico), primero, la de transformar lo Otro, la Edad Media, en algo reconocible, bajo el influjo del Realismo; y, segundo, la de alienar el universo medieval, hacerlo más Otredad, siguiendo la herencia romántica y la nueva postura ante la misma del Simbolismo.

Hay que recordar que la labor realista, en cuanto a los siglos medios, consistió en aproximar los hombres medievales a los decimonónicos, en esa búsqueda de la "normalidad" que era una de las premisas estéticas del movimiento artístico, a lo que indirectamente ayudó una revisión historiográfica de espíritu positivista. Desmitificar la Edad Media significaba quitarle capas de asunciones (su existencia como algo lejano, perfecto, tenebroso, diferente o mítico) en un intento de familiarizar una época que el Romanticismo había enfatizado como extraña. Este movimiento de atracción del pasado hacia el presente (al cual justifica) se plasma también en una proliferación de artículos sobre anécdotas y costumbres medievales. En general, hay un intento de acercarlos a la contemporaneidad, frente al proceso de distanciación y de magnificación mitológica que llevó a cabo el Romanticismo.

De modo que aunque por un lado todavía nos topamos en estos cuentos con cristianos que cortan cabezas de moros y peregrinos idealizados que viven el franciscanismo medieval, con venganzas de honor, heroínas vírgenes, trovadores lánguidos, y con una Isabel la Católica de definición romántica, las reiteraciones melodramáticas desaparecen cuando, por otro, el Realismo trae complejidad psicológica a los personajes y desidealiza las costumbres de aquellos tiempos, bajo el influjo de las lecturas de Michelet o Taine (Pardo Bazán era una experta conocedora de la literatura francesa).

También sabemos, como expliqué en Sanmartín Bastida (2002: 599-604), que la visión "científica" y desmitologizadora del Medievo desemboca en el Modernismo cuando adquiere una cierta teatralización y un "manierismo" de imágenes descontextualizadas donde lo que menos importa es la veracidad histórica. En el universo literario finisecular el Medievo puede concebirse como modelo de orden racional y civilización o como paradigma de barbarie y de ensueño, pero es la alteridad y lo grotesco lo que resulta particularmente atractivo. A medida que se pierde la confianza en la dirección teleológica de la historia y en la idea del progreso, que tiende a enfatizar las conexiones posibles a través de los siglos, se ensalza la percepción de las diferencias, que atraen desde un punto de vista estético (mientras que antes se esbozaban para resaltar las ventajas de la civilización contemporánea o el estado infantil en que vivían los antepasados).

En esta mirada hacia el Medievo se pierde la conexión entre su universo y el mundo moderno, y la reivindicación de lo extraño, lo irracional y lo marginal aparecerá con su legado de connotaciones románticas (cf. Freedman, 1995). Así, las últimas décadas del XIX pasan de una optimista decodificación del pasado a una reapropiación de su Otredad, en una vuelta diferente a la fascinación romántica por el medievalismo. Pero la Edad Media pudo volver a ser considerada de nuevo en su alteridad porque en los años del Realismo no consiguió abandonar su carácter irracional, extraño, pese a los muchos intentos de desmitificación que se produjeron entonces.

En Pardo Bazán, la tendencia hacia la familiarización de los siglos medios se manifiesta, bajo la corriente estética naturalista, en la atención que la escritora presta a los aspectos médicos y mentales de personajes del Medievo; a la crueldad, la miseria y la muerte; a la situación social de la mujer. Por el contrario, la alienación de la Edad Media se circunscribe más a lo infantil y lo milagroso, un mundo armónico en clave simbólica donde el idilio tiene connotaciones oníricas. Por otro lado, el medievalismo familiarizador tiende hacia un posible mensaje de carga social, mientras que a la Otredad medieval, llena de aliento poético y esteticista, se la adorna de un ambiente místico y trascendental que la aleja de asuntos terrenales. La segunda mitad del siglo XIX define así sus propias contradicciones a través de las visiones que la escritora otorga del Medievo, visiones que se mezclan con frecuencia, como mostraré.

Podemos empezar a analizarlas observando un magnífico ejemplo que combina este uso mítico y desmitificante del Medievo. En el cuento La Borgoñona ambos aspectos están conjugados sabia y bellamente. Este relato, ambientado en el siglo XIII, narra las hazañas de una joven que se hace peregrina imitando el ejemplo de un franciscano que pasa por su granja (una figura de penitente-modelo que adquiere ambiguas connotaciones demoníacas), y que es objeto de tentaciones en su peregrinaje (32). En los ojos de la Borgoñona, que mira con arrobado éxtasis al peregrino al comienzo de la historia, y en el de la narradora que transcribe su aventura, se plasma un medievalismo idealizante, recreador de su belleza estética. Mientras que la mirada del padre, que considera al penitente un «mendigo desharrapado y loco» y se niega a tenerlo en su casa (Pardo Bazán, 1990, I: 362), podría revelarnos los ojos desmitificadores que emplea a veces el Realismo para observar el Medievo.

Por otra parte, aunque la narradora se nos presenta como transcriptora de un supuesto texto medieval, lo cierto es que no hay serios intentos de imitación de la prosa y el estilo del Medievo. A la vez, se da un alejamiento consciente de la tradición romántica pues la Borgoñona no es la joven inocente, pasiva y sin decisiones a la que nos tenía acostumbrados el movimiento estético anterior, sino una mujer emprendedora que se lanza a conseguir lo que desea. El mundo medieval que la autora familiariza se nos dibuja a través del deseo del penitente, con sus referencias explícitas a «las blancas y mórbidas espaldas» de la protagonista, cubiertas por la madeja de pelo rubio suelto (364).

Si a la Borgoñona la tienen por un jovencito lindo es porque «el sayal grueso ocultaba la morbidez de sus formas» (364). El forastero franciscano que llega, que no es todavía el peregrino simbolista, rehuye mirar a la joven, que adivina hermosa. El talento de la autora se detiene en los pequeños detalles sensuales porque sabe sugerir la atracción física. Nos describe los movimientos del joven causados por el deseo contenido hacia la muchacha a medio vestir, de cabello suelto: las palmas amoratadas de sus manos, las facciones pálidas y demudadas, los ojos húmedos, las uñas casi clavadas en el pecho, las piernas entrechocándose. En otro momento del relato, hay mucha sensualidad en la descripción de la comida que se ofrece a los ojos del guapo penitente-galán, con el que la Borgoñona debe compartir cama. Ella le desea, pues ahora está más hermoso, con sus rizados y largos cabellos y su energía sensual, y cuando la mano de él se posa en la suya, un escalofrío y un temblor le suben desde las yemas hasta la nuca (entonces la joven está a punto de caer, de pedirle que la tome por mujer o por esclava). En su descripción del joven, Pardo Bazán realiza un nuevo intento de acercamiento a una realidad que el Romanticismo había establecido como lejana (33). Recordemos que Pardo Bazán escandalizó a su época con sus nada ambiguas expresiones de reconocimiento de la belleza masculina (que le valieron el reproche de que quería escribir como un hombre) y que en Insolación defiende del derecho de la mujer a decir lo que piensa sobre el atractivo masculino (Pardo Bazán, 1991: 59; cf. Pardo Bazán, 1993: 133, n5). En La Borgoñona, si él es tentado por la belleza de ella en la primera parte, como solía suceder en las historias convencionales, en la segunda, la que es objeto de la tentación es la protagonista, a quien le cuesta resistirse a los encantos del hombre. Además, se añade un elemento novedoso para la literatura, no sólo medievalista, de entonces: la insinuación de homosexualidad en el deseo físico que el galán siente por la muchacha, a quien el mundo (ejemplificado en la vieja posadera) toma por un jovencito lindo.

Por otro lado, dentro también de ese proceso familiarizador del Medievo, trata Pardo Bazán el tema del aburrimiento, estado en el que se encuentra al comienzo la Borgoñona, como tantas heroínas contemporáneas de Pardo Bazán.

¡Qué solitaria era aquella granja, Madre de Dios! ¡Qué aire tenía de miseria y de vetustez! ¡Nunca se oían en ella risas ni canciones; siempre se trabajaba callandito, plantando, cavando, podando, vendimiando, pisando el vino, metiéndolo en los toneles, sin verlo jamás correr, espumante y rojo, de los tanques a los vasos, en la alegría de las veladas! [360]

Asimismo, el detallismo descriptivo nos acerca el universo medieval. Cuando la Borgoñona decide hacerse penitente, la narradora-transcriptora aclara, refiriéndose a su vestido, que en el siglo XIII «pocas personas usaban camisa de lino» (363). Este tipo de anotación minuciosa lo aleja de esos cuentos de princesas que veremos posteriormente, pues existe un intento de representación mimética de la realidad. No obstante, lo más llamativo de esta familiarización del Medievo es la casi naturalista descripción que encontramos en el episodio de la selva de Fontainebleau, donde se nos narra el entierro de un ahorcado: cuando al abrigarse bajo un árbol, los pies péndulos del muerto le rozan la frente, la Borgoñona «descolgó el cadáver horrendo, que tenía la lengua fuera y los ojos saliéndose de las órbitas, y estaba ya picado de grajos y cuervos, y mal como supo, reuniendo sus fuerzas, lo enterró» (365). Esta realidad desagradable se observa también en las calles sucias, torcidas, estrechas y sombrías de París o en las gentes que, en una atmósfera casi costumbrista, visitan la casa de la Borgoñona, con su escalera carcomida. Por supuesto, este ambiente mísero se circunscribe a las dimensiones reducidas del cuento: hay que tener en cuenta que en el género breve el costumbrismo debe sujetar su natural tendencia a la prolijidad en la descripción.

Coexistiendo con estos aspectos, se dan otros varios momentos en que la autora se preocupa por mantener la idealidad del universo medieval. Por ejemplo, cuando el peregrino profiere el discurso que explica la ideología franciscana, o cuando la Borgoñona desarrolla su elocuencia extraordinaria y vaga por un mundo más bien idílico. En el prólogo de la primera colección en la que se publica, La dama joven, de 1885 (luego lo publicó en los Cuentos sacroprofanos, de 1894), comenta la autora:

Al consultar los libros indispensables para mi San Francisco de Asís, encontré el asunto de La Borgoñona, con otros muchos semejantes, que se destacaban de la monotonía de las crónicas, lo mismo que las letras mayúsculas de color descuellan sobre los negros y uniformes caracteres góticos de un viejo libro de coro. Ya es una doncella prometida a Dios, a la cual obligan a tomar marido y al ser conducida al altar se cubre de lepra; ya la momia de una abadesa muerta en olor de santidad, que se levanta del sepulcro y viene a presidir el rezo de maitines; ya una cortesana que se convierte ante el cadáver de su amante cosido a puñaladas; ya un fraile que trueca las zarzas en rosas con el contacto y la pureza de su cuerpo… A ese tenor pude recoger un rosario de leyendas hagiográficas, apiñadas como flores en vara de azucena, y embalsamadas con el vaho de incienso que comunica La Borgoñona a este profano libro: aroma del éxtasis y de la bienaventuranza, despertador de las mismas ideas ultraterrestres que el claustro franciscano de Compostela, donde todo es paz y silencio. [Pardo Bazán, 1994: 12-13] (34)

No obstante, aunque insista aquí Pardo Bazán en aspectos del medievalismo estético y en el marco de transcripción de su texto (que la salvaguarda de posibles críticas), aparece también un Medievo desmitificado y la imitación lingüística de la prosa medieval es escasa (salvo por algunas expresiones como «Bajábase»; «hallábase» [Pardo Bazán, 1990, I: 360]), llamativa si la comparamos con otros intentos eruditos de autores de su época. Así las cosas, Paredes Núñez resalta el tono sensual y colorista, el "exteriorismo" religioso del que la acusaban Clarín y Giner de los Ríos y que atribuye a la escenografía «a lo Chateaubriand» que adopta la autora (489). Algo de esto queda patente en su propia confesión al inicio del cuento, cuando comenta que se le aparecían las aventuras de la heroína

como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores caprichosamente iluminadas, o a modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista, para empezar diciendo: "En el nombre del Padre…!" [359]

Pero este parlamento nos habla no sólo de Chateaubriand, sino también de una sensibilidad posterior, la del Modernismo simbolista y su Medievo estetizante, amante de vidrieras y miniaturas. Recordemos cómo Darío (1973: 139) en Los Raros reclamaba volver a los hagiógrafos y las bellezas del latín del Medievo. El caso es que la autora gusta de combinar apunte y miniatura en este relato, y, en efecto, se imagina la historia como en una miniatura, presentando una Edad Media íntima, no ya de caballeros, sino de una joven que hila en la rueca de una granja, hija del cosechero, pero, al mismo tiempo, como en los cuentos de hadas, «moza y linda como unas flores», que rechaza a todos sus pretendientes riéndose de ellos (360). Por cierto, esa aparición de la joven hilando en una rueca nos trae de nuevo a la mente el Medievo simbolista de Valle-Inclán.

Lo interesante es que el prólogo a la primera colección en la que se publicó el relato reconoce ya que ese conjunto de cuentos en el que se incluye La Borgoñona contiene «páginas acentuadamente naturalistas, al lado de otras saturadas de idealismo romántico. Yo sé que todas son verdad (…) Vida es la vida orgánica y también la psíquica» (Pardo Bazán, 1994: 15). Curiosamente, pone el nombre de "idealismo romántico" a lo que es un camino hacia la estética preciosista y simbolista del Modernismo, sin duda porque en aquel momento usa los términos que tiene a su alcance. Por otro lado, aunque seguramente al referirse a los estilos naturalista y romántico piense la autora en la división entre cuentos contemporáneos o realistas y legendarios o infantiles como La Borgoñona y El príncipe amado, en La Borgoñona se da la combinación de naturalismo y esteticismo señalada; y además Pardo Bazán realiza en el prólogo una lectura más inocente de este relato de la que al inicio del mismo sugiere, cuando reconoce temer los malentendidos y que la historia pueda parecer escandalosa a la edad presente.

Nueve años después del prólogo, la autora incluirá La Borgoñona en los Cuentos sacroprofanos, conjunto donde muestra ya un interés explícito por contrastar el mundo profano (que en esta colección tiende a ser más realista y contemporáneo) y el sacro (que se inclina hacia el simbolismo y el ayer). Y salva maliciosamente su discurso escudándose en que la leyenda «era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos» (Pardo Bazán, 1990, I: 359), es decir, que quien quiera darle un significado pernicioso no goza de la sencillez de los antepasados.

La resolución de La Borgoñona muestra la conjunción de los dos aspectos señalados del Medievo de Pardo Bazán pues el final improbable (tras ver el cortejo fúnebre que lleva al peregrino, la Borgoñona decide vivir como monja disfrazada en el monasterio en el que vivió el penitente, y hasta que muere no se descubre su sexo) quita realismo y desmitologización al relato, pero lo llena de una ironía que ya no llamaríamos romántica.

Tras ejemplificar en La Borgoñona las dos tendencias de presentación del Medievo mencionadas, vamos a ver otras muestras concretas, aunque menos amalgamadas, de esta ambigüedad de la autora a la hora de tratar los siglos medios. Así, dentro de la corriente de alienación del Medievo se encuentran los numerosos cuentos que presentan un corte ingenuo, casi destinado a lectura infantil, próximos al universo simbolista, y con una lectura si no didáctica, moral. Por ejemplo, Cuento soñado, con el tema de la princesa encerrada en un torreón, que finalmente echa de menos la sencillez de un pastorcillo; o El panorama de la princesa, sobre la tristeza de Rosamor disipada con el amor que siente por el ayudante del médico, donde aparece de nuevo la picardía de la autora a la hora de aludir a la belleza masculina del «mozo gallardo» (Pardo Bazán, 1990, I: 347). También en esta línea se presentan La moneda del mundo, sobre el confiado hijo de un emperador; Al buen callar, sobre un joven paje que no puede callarse la verdad; o Vidrio de colores, de aire simbolista, ambientado en un Medievo que se debate con la secta maniquea y que incluye un hecho milagroso. Todos estos cuentos muestran una imaginería alegre y estereotipada, con más preciosismo que aire lúgubre en los decorados suntuosos. Y predomina en ellos el escenario atemporal (aunque parece remitir a un mundo feudal) y sin concreción en su localización geográfica (aespacial), excepto en Vidrio de colores, que muestra coordenadas espacio-temporales y plantea un asunto religioso. Además, en este cuento se emplea el recurso de la alegoría (con la Fe, la Esperanza y la Caridad), fruto del espíritu antirrealista que campa por estos relatos; a este espíritu debemos descripciones de figuras de corte prerrafaelista, representantes de un medievalismo estetizante, como la de Clara, protagonista de Las tapias del Campo Santo (97), o de la virgen Albaflor en La hierba milagrosa (159).

Los personajes de estos cuentos no se caracterizan por su individualización, por ejemplo el del Desencanto, un joven que lee novelas de caballerías (cual nuevo Quijote) y se desengaña al no encontrar a su princesa. También en el relato La rosa la decepción le llega al infante Dionís de Portugal cuando vuelve de la guerra, tras haber dejado temporalmente a su amada para dedicarse a las armas. La rosa, que ella le da teñida con la sangre de sus venas como señal de inextinguible cariño, se convierte en algo arrugado y negruzco que se deshace en cenizas. En general, en los relatos late de fondo un tinte desencantado, una escéptica melancolía que contrasta con el aire alegre de sus decorados, con la suntuosidad de los objetos. El llanto lo protagoniza una princesa que llora por los demás y a la que el mundo de la ciencia (representado en los sabios de la Antropología, Sociología, Moral, Higiene y Estética) la despoja de humanitarios deseos. Y en Los pendientes un hombre arranca los ojos a su amada para poder serle infiel, aunque el ambiente milagroso y el simbolismo de nombres como Floraldo rebaja la carga de crueldad del cuento.

Más decantados por un claro corte ingenuo y popular (y ya sin connotaciones didácticas o morales) se presentan El príncipe amado, Cuentos de Antaño (La leyenda de Don Pelayo) y Sabel. El primero pide explícitamente un público infantil (Pardo Bazán dedica este cuento a lectores de entre siete y ocho años [1990, IV: 365]), aunque la comprensión de su estilo humorístico e irónico exige un receptor conocedor de lo que era el erario público español o las resmas de papel (254, 256). También aparece aquí ese tiempo mítico que es la Edad Media, pero con guiños hacia la época contemporánea (hasta en el lenguaje, los reyes son una pareja de «chochitos» y «bobos» [262]). El humor campa asimismo en la leyenda de don Pelayo, en la que una historia de amores y celos no impide que el «infantico Pelayo» (172) logre salir sano y salvo. La desmitificación de estos personajes, transformados en protagonistas de un cuento infantil, es demoledora.

En cuanto a Sabel, este relato con delicioso aire popular y estructura de romance (enmarcado en la expresión ¡Alabada sea Santa María!) muestra un acercamiento más motivado hacia la lengua del Medievo, pero todo el imaginario es fantasioso, como su final, semejante al del Conde Linos, con los dos amantes muertos transformados en plantas que buscan juntarse sobre las tumbas.

Al lado de estos cuentos que enseñan la tendencia de la autora a plasmar la Otredad del Medievo existen otros teñidos de un realismo que acerca lo que en principio se iniciaba como lejano. En varios de estos relatos aparecen tintes aún más sombríos que en los cuentos estudiados y también la problemática social. Además, es muy revelador que la voz de la autora se alce como interrogante y cuestione la presentación mítica y alienante del Medievo.

Un cuento muy interesante, en este sentido, es El Peregrino, que comienza hablando de una Edad Media idealizada, con un protagonista que se presenta lleno de connotaciones trascendentales. La narradora se refiere a los tiempos feudales al comienzo de este modo: «Muy lejanos, muy lejanos están ya los tiempos de la fe sencilla, y sólo los recuerdan las piedras doradas por el liquen y los retablos pintados con figuras místicas de las iglesias viejas» (Pardo Bazán, 1990, I: 467). A la narradora le viene a la mente esa edad mítica («otros días y otros hombres») al observar a un peregrino que se dirige a Compostela, pero lo interesante es que lucha por zafarse de esa idealización, de lo que había sido el proceso romántico de mitificación de los siglos medios.

Me figuro que los peregrinos de entonces no se diferenciaban mucho de éstos que vemos ahora. Tendrían el mismo rostro demacrado, la misma barba descuidada y revuelta, los mismos párpados hinchados de sueño, las mismas espaldas encorvadas por el cansancio, los mismos labios secos de fatiga; en la planta de los pies la misma dureza, a las espaldas el mismo zurrón (…) [467]

Al final, el peregrino hace penitencia por haber matado a su hermano en una riña amorosa. Aunque los sucesos de esta narración ocurran en época contemporánea el título expresa el imaginario prevalleinclanesco de la autora, con una Edad Media indiferente al paso de los años, acorde con ese medievalismo anglosajón que rememora la supuesta solidaridad entre las clases feudales y, en concreto en este caso, la caridad aldeana (próxima a su ideal de franciscanismo), que también reivindica en el cuento Siglo XIII. En este último relato, las dos realidades del ayer y del hoy quedan fundidas al final de la historia, cuando a los protagonistas

Esperábalos ahí la caridad aldeana, la caridad tosca y sencilla y alegre de los tiempos medievales, que ni se anuncia en periódicos ni se premia en sesiones académicas, entre guirnaldas de discursos y derroche de retórica moral. [Pardo Bazán, 1990, II: 358]

A dos pasos de la civilización está pintada esa «tabla mística, ese hogar franciscano abierto al mendigo» (358).

Otro momento en que la autora reflexiona sobre la cercanía o la lejanía de aquellos tiempos se encuentra en el cuento La leyenda de la torre, que muestra la imagen del hombre bruto y bárbaro del Medievo (explotada ya, por ejemplo, por Núñez de Arce, como señalé en el primer capítulo), que se hereda de la presentación de Michelet y de los poetas republicanos franceses (véase Dakyns, 1973). El señor feudal Payo de Diamonde será asesinado por el vagabundo amante de su mujer, músico de vihuela. La leyenda la cuenta frívolamente un arqueólogo, y la narradora que le escucha se cuestiona si es verosímil o puede ser histórica o verdadera (Pardo Bazán, 1990, III: 171), de acuerdo con la imagen del pensador positivista. El arqueólogo comenta que es cándido creer que entre los siglos XIV y XV, cuando se localiza este suceso, existieran como ahora profundas diferencias entre el modo de vida de poderosos y humildes: por el contrario, la torre donde vivieron sus amores el buhonero y la dama parece que no era demasiado cómoda.

Desde un feminismo que ya se había anunciado en La Borgoñona, el arqueólogo plantea la imagen de la mujer aburrida: vestida de la grosera lana que urdían sus siervas, reducida a escuchar cuentos de dos o tres sabidoras, con el marido ausente, la portuguesa Mafalda, como una antigua Madame Bovary, se aburre, y ésta es la razón, y no otra, de su infidelidad. Hay que dejarse de amores míticos pues

es preciso convenir en que el género de vida que en Diamonde se llevaba, y no pasiones vehementísimas, que no abundaban entonces ni ahora abundan, fue el verdadero origen del drama que dio base a la leyenda. Con afirmar esto, destruiré muchos romanticismos; pero si pudiésemos hoy reconstruir la existencia de entonces, con documentos y observaciones auténticas, veríase que el hombre y la mujer han sido iguales siempre… [171]

Es decir, los nobles no vivían por entonces tan cómoda ni idealmente como nos sugiere el imaginario romántico, y los tiempos, aunque espaciados, son más semejantes de lo que pensamos. Y, por ello, pueden ser descritos empleando un estilo que nos recuerda bastante al naturalista: «En aquel tiempo, como ahora, la mujer que se aburre está predispuesta a emprenderlo todo, con tal de espantar la mosca tenaz, negruzca y zumbadora del fastidio» (171).

También son estimulantes las reflexiones metanarrativas que desliza la autora sobre la posibilidad de contar historias de la manera en que se hacía unos años antes, cuando, con el Realismo, los conceptos de verdad, verosimilitud y de imitación de la realidad se colocaban en primer plano. En este caso, además, no se trata de un cuento temprano que explicaría el cuestionamiento "realista" de la autora, pues se publica en 1912. Pardo Bazán parece debatirse siempre entre la imaginación y la fidelidad histórica.

El choque entre pasado y presente aparece también en el cuento simbólico El Santo Grial, ambientado en la época contemporánea pero que retrotrae al pasado a través del arte de Wagner y de la leyenda medieval del cáliz con la sangre de Cristo (35). Este relato tiene su asignatura didáctica en el tedio existencial que sume la vida disipada de Raimundo, quien no puede ver el cáliz milagroso por no tener espíritu religioso. Por otro lado, también pasado y presente se mezclan en el ya mencionado cuento Desencanto, esta vez a través del marco narrativo, pues la historia (explícitamente atemporal [Pardo Bazán, 1990, IV: 307]) del joven lector de novelas de caballerías (es decir, enamorado del pasado ideal y caballeresco) la cuenta un tal Silvio a unos aficionados reunidos en su taller de pintura.

Otro relato asombrosamente actual es El balcón de la princesa, el cual plantea el tema de la mujer (una princesa) encerrada, como nueva «Delgadina» (234), por el padre, que al final acaba yéndose con un herrero, hombre de condición social más baja. No consigue entonces la libertad deseada pues ahora, «andrajosa, ahumada, maltratada», está sujeta a otro hombre «por el miedo y la vergüenza de la degradación» (235). El tema de la mujer sometida al abuso del dominio brutal de un marido aparece también en cuentos de reivindicación social como El indulto. Lo interesante aquí es el contraste entre la descripción modernista del lujo del cuarto de Querubina, la protagonista, y la del lugar de trabajo del herrero, reducto de "realidad"; es decir, el contraste entre el robusto herrero, con «brazos negros de escoria» y «pecho de oso», que se dedica «a su diaria tarea», representante del mundo del trabajo que la autora había tratado en novelas como La Tribuna, y «la gentil damisela» Querubina que se adentra, desde su palacio de mármol y cristal, hacia la morada del hombre «pisando barro y detritus» (235). Como en los primeros cuentos mencionados, se plantea además la problemática social de mujeres (princesas) enamoradas de hombres de clases inferiores.

Dentro de una corriente más realista y también de reivindicación de carácter social se sitúan relatos como El cabalgador, El buen judío, De otros tiempos o Los herrados, donde lo fisiológico cobra relevancia, seguramente bajo el influjo del Realismo. En el primero, Pardo Bazán, con un degustamiento por la estética cruel del Medievo (a la manera de Michelet) que se junta con un aire ya decadentista, refiere cómo un caballero medieval, el Cabalgador, caza para sus hijos las cabezas de los enemigos moros, y la última es de una enorme belleza. Su hija Inés, de diecinueve años, la entierra para que no jueguen con ella. La inquietante atmósfera tiene mucho de tenebroso, pero tiene que ver más con el imaginario barroco de Valdés Leal que con el romántico; a la vez, la historia respira morbosa sensualidad. Pasado y presente se unen otra vez cuando, siglos más tarde, en la actualidad de un pintor que cuenta la historia a la narradora, se encuentran la calavera con una argollita de oro. Inés y la narradora parecen descubrir que, aunque el moro sea "el Otro", resulta un Otro hermoso, como el Medievo que fabrica el Modernismo.

Los herrados plantea la existencia de dos hermanos cristianos de buena estirpe que llevan marcas en su rostro por la esclavitud a la que les sometieron los moros. La desmitificación de la mujer pura del Romanticismo, que en tantas "orientales" se resiste en su virtud a los requiebros del moro que la tiene presa, es aquí muy interesante. Doña Teresa en realidad no se resistió al infiel, como afirma en un principio ante la reina Isabel la Católica, sino que le rindió su libertad por voluntad propia. Reconoce así un tipo de sujeción física y psicológica que la reina no condena, en una defensa del deseo de la mujer.

Por otro lado, dentro de un grupo de relatos de clara tendencia antisemita como Corpus o Al anochecer, El buen judío nos presenta el asesinato de Yesúa (alter ego de Jesús) por dos judíos comerciantes, en una noche lúgubre de los tiempos en que comenzó a susurrarse que su raza sería expulsada de los reinos de Castilla y de Aragón. Menos sombría, De otros tiempos plantea el reto de un castellano que quiere guardar una ciudad hasta que le alcen el pleito homenaje, de modo que incluso la vela muerto. Como en Sabel, se imita el lenguaje medieval, e incluso en este caso se introducen galleguismos, que proporcionan actualidad a la historia. Lo más interesante del relato más que el mito del orgullo castellano, en la línea de un noventaiochismo que también afecta a la autora es de nuevo esa ambigüedad que muestra Pardo Bazán, entre la fantasía y el realismo, a la hora de tratar el Medievo. El hijo del caballero podrá observar la descomposición en el rostro de su padre, que se va volviendo verdoso a trechos, pese a los esfuerzos que se hacen por conservarlo. La descripción es, como la del ahorcado de La Borgoñona, heredera del fisiologismo que introduce en la literatura la corriente naturalista.

Pero lo que atraía como un misterio tétrico a don Alvar eran los ojos abiertos de su padre en que el cuajado vidrio iba disolviéndose en una bruma lechosa. Los ojos se le deshacían en el esfuerzo de permanecer fijos en el cielo, único dosel del cadáver. [Pardo Bazán, 1990, IV: 174]

Finalmente, otros relatos plantean una cuestión política. En el caso de A la puerta del monasterio la autora sigue lo más fielmente posible un episodio histórico, el de la visita de Colón al monasterio de La Rábida. Recordemos que Colón fue todo un símbolo del héroe incomprendido y caído, cual Napoleón, para los románticos; no sólo españoles (que reescribirán la historia de esta figura a lo largo de todo el siglo), sino europeos, y ahí está la pintura de Delacroix para demostrarlo. Este cuento, de 1892 (año del centenario), extractado de su biografía San Francisco de Asís (Pardo Bazán, 1882, II: 21-26), convierte al genovés en un mártir y acaba con una exclamación patriótica en el año del centenario: la narradora anima a los bajeles a bogar pues van a traer la civilización a un nuevo hemisferio.

También tiene lectura política La zurcidora, cuento simbólico pues la figura anónima que nos presenta el relato resulta ser la reina Isabel la Católica, que zurce sin tregua la gloria metafórica de la historia de España. Al final, en el presente de la narradora el tejido se estropea, pero la reina no puede defender su labor porque yace en un regio mausoleo de Granada, con el cuerpo disgregado del que sólo quedan los huesos: esta asunción de lo orgánico nos recuerda que el efectista cadáver romántico cobra connotaciones médicas con el Naturalismo.

Quisiera acabar este repaso del medievalismo en los cuentos de Pardo Bazán con un párrafo en mi opinión bastante revelador de la suerte del Medievo en las postrimerías del siglo XIX (el cuento es de 1899). En Miguel y Jorge los arcángeles no llevan el título san, como si la autora quisiera también desmitificarlos. Miguel se parece a una figura prerrafaelista de Edward Burne-Jones, y, frente a esta delicadeza, Jorge es el caballero fuerte que lleva una armadura casi con orín. La respuesta de Miguel a las quejas de Jorge por la falta de espíritu caballeresco en los días de la autora son las siguientes:

— Tú puedes ya, príncipe, descansar en tu gloria. Para ti, lo más bello del mundo: los recuerdos, las torres góticas con bizarras almenas, las fortalezas que antes rendidas abrasó el incendio, los vidrios de colores donde campea arrogante el heráldico blasón, las ejecutorias en que narran altos hechos el fino pincel del miniaturista, los viejos romances que entonaron los juglares y los troveros, las tumbas silenciosas donde duermen los que fueron invictos capitanes y caballeros sin miedo y sin tacha. (…) Los tiempos de la caballería pasaron (…) [Pardo Bazán, 1990, I: 384-385]

Pardo Bazán, como Flaubert en su Saint Julien (Sanmartín Bastida, 2004: 158), pronuncia las palabras mágicas que van a liberar al escritor de las fuertes exigencias de erudición que le exigía la representación del Medievo durante el Realismo. Sus frases podrían dirigirse también a ese imaginario de los siglos medios que sirvió durante toda una centuria para justificar un medievalismo de fuerte contenido ideológico (especialmente conservador y nacionalista, pero también de signo progresista) de aplicación al presente; un medievalismo que hemos encontrado en los poemas de la autora y que acabó rechazando tras el desastre del 98. Parece que la autora finalmente se queda con un medievalismo que se circunscriba al campo de lo estético, es decir, con la explotación formal y modernista del mundo medieval.

Es posible observar entonces una ambivalencia en el tratamiento de la Edad Media por parte de Emilia Pardo Bazán. Recordemos que en la segunda mitad del siglo XIX, tras una larga mitificación y politización del Medievo llevada a cabo por el Romanticismo, los siglos medios son representados de manera psicologista y arqueológica, descarnada y crítica por el Realismo/ Naturalismo, para, más tarde, con el advenimiento del Modernismo, derivar hacia la más pura recreación gestual: el argumento deja de tener una significación funcional y se convierte en excusa para la presentación de unos valores estéticos o simbolistas, donde predomina el mundo de la ensoñación y la irrealidad. A finales de siglo renace el misticismo del Medievo (frente al omnipresente positivismo) y se admira con éxtasis la pintura primitiva italiana y flamenca, en medio de un renovado entusiasmo por el mundo medieval, al que se adscriben cualidades como la espontaneidad y el primitivismo, que despiertan un entusiasmo general por el mundo del folclore. El Medievo se convierte así en tema formal y en marco de cuentos infantiles y simbólicos, donde lo que menos importa será la trama melodramática o la significación política, o incluso asistir a los hechos del pasado con los propios ojos, a la manera defendida por Taine y puesta en práctica por el movimiento anterior. Lo importante será la recreación estética en la exterioridad o el símbolo del universo medieval.

Los cuentos de Emilia Pardo Bazán muestran entonces ese momento de transición entre dos maneras de mirar hacia el Medievo. De ellas nos hablarán el misticismo franciscano, la mujer maltratada, la desidealización del peregrino o las princesas encerradas en torreones. También, como veremos seguidamente, en su escritura de la vida de San Francisco nos seguirá mostrando ese Medievo bifronte.