1. El pasado como elemento problemático durante el Realismo: la polémica de la ficción histórica y Emilia Pardo Bazán

Como ya señalé en Sanmartín Bastida (2004), en la segunda mitad del siglo XIX se discute prolongadamente en torno a la literatura de recreación histórica. En un momento en que se impone la estética realista y el relato reconstructor del pasado que lleva a cabo la historiografía intenta aspirar a un método científico, los escritores se preguntan por el sentido de ficcionar el ayer, tal cual fue, con la imaginación. H. A. Taine había proclamado la imposibilidad de realizar este intento, y la Historia comenzaba a darse cuenta de sus muchas limitaciones pese a los utópicos intentos de Leopold von Ranke de reflejar el pasado con estricta y escrupulosa minuciosidad. La pasión erudita y el positivismo de archivos ya no pueden aceptar la metodología del historiador J. Michelet, que intentaba recuperar el pasado a través de la intuición. Esto llevará a un proceso que desembocará a finales de siglo en una crisis tanto de la concepción de la ciencia historiográfica como de la mímesis novelística. El callejón sin salida conducirá entonces a una subjetivización de la historiografía, que echará mano de motivos míticos y de la autorreflexión para gestionar su continuidad, mientras que la novela histórica se recreará unívocamente en su función formal.

Un momento clave en la vida del género narrativo será la crisis que sufre la novela histórica romántica a partir de mediados de siglo. A medida que aumenta la demanda de historicidad del lector se hace más difícil para el novelista conjugarla con la ficción prosística. Sin duda, los peligros fundamentales eran el anacronismo (resultaba imposible presenciar el pasado "como si estuviera ante los ojos", según la propuesta de Taine, que acabará por relegar la historia a la ciencia historiográfica, negando su vigencia narrativa) y la creación de caracteres estáticos, estereotipados, terreno éste en el que resbalaron especialmente las novelas folletinescas y de tesis, y que se rechaza durante un realismo literario que busca personajes verosímiles. También la distancia con la compleja riqueza del pasado, inaprehensible, impedirá a la novela arqueológica el reflejo adecuado del mismo que la escuela de Von Ranke echará de menos. Por otro lado, a las exigencias del género se mezcla un medievalismo cada vez más desarrollado (con la consecuente especialización y codificación que aleja el Medievo de los lectores medios) y que cuenta con crecientes detractores, sobre todo a partir de las sombrías visiones de Michelet de este universo. Muchos novelistas de ficción histórica dirigen sus miradas entonces hacia otras épocas, más recientes (como Galdós en sus Episodios Nacionales) o más lejanas (como Flaubert en Salammbô). Recordemos las palabras de F. Nietzsche (2000: 273) en Más allá del bien y del mal, refiriéndose al sentido histórico propio de los hombres decimonónicos: «El europeo (…) necesita evidentemente un disfraz, y los estudios históricos le permiten satisfacer esa necesidad al ofrecerle todo un guardarropa de disfraces. Se da cuenta, claro está, [de] que ninguno le sienta bien, por lo que se va probando uno y otro». La escritura de la novela histórica medievalista sería, desde este punto de vista, un episodio más de la gran «mascarada estilística» (273) que recorre el siglo XIX.

Durante la segunda mitad de esta centuria, en España la existencia de la escritura de ficción histórica se jalona de debates que se centran en la elección entre la exigencia de fidelidad absoluta al pasado, forzada por el positivismo, o una actitud conciliadora con el uso de la intuición para la ficción histórica, que tiene mucho que ver con ese logro romántico de primar la imaginación frente a la imitación (Sanmartín Bastida, 2004).

Si la novela histórica vive desde el principio la gran paradoja de mezclar lo ficticio con lo considerado "real", en la segunda mitad del siglo XIX dos tipos de escritores se ocupan de su cultivo: los folletinistas, que narran las peripecias de un héroe sobre un fondo difuso de sucesos históricos, sin preocuparse de una cuidada reconstrucción del pasado, y de los que Manuel Fernández y González será su principal adalid; y los autores que se toman el género de una manera más arqueológica, quienes procuran documentarse bien a la hora de componer sus historias (véanse Ferreras, 1976; Penas, 1996; Mata Induráin, 1998). Esta segunda tendencia, la "seria" y documentada, la componían novelistas como A. de Escalante, A. Cánovas del Castillo, E. Castelar, F. Navarro Villoslada, J. Paredes o A. Campion, varios de ellos discípulos declarados de Walter Scott. Estos escritores, aunque hayan recibido la consideración de "rezagados" (Mata Induráin, 1995), responderán con su estética a algunas de las inquietudes del momento.

En primer lugar, sus obras se encuentran muy documentadas y se aproximan a una concepción "arqueológica" del género novelístico. Así, la novela histórica, bajo la influencia del Salammbô de Flaubert, acabará compitiendo en la reconstrucción del pasado con el historicismo científico impulsado por Leopold von Ranke y tantos otros pensadores del siglo XIX (véase Olmos, 1993 y 1995). Estas obras se constituyen en una especie de prolongación o sustitución de los estudios históricos y de ahí que el crítico Manuel Amor Meilán (1886) se pueda quejar de que la narración de Rafael de Nieva sobre Juan Rodríguez del Padrón permanezca inédita porque iba a «arrojar sobre la vida de nuestro héroe unos torrentes de luz».

El detallismo que se observa en la descripción ambiental habla, asimismo, de un influjo del movimiento realista, aunque en este tipo de novela predomine un espíritu idealista y exaltado que lo aleja del positivismo. Por ejemplo, en Navarro Villoslada el Alto Medievo aparece retratado como una época de heroísmo espontáneo y de virtud sencilla, de acuerdo con su ideología tradicionalista. No obstante, de sus obras dirá Gabino Tejado (1879) que son más verdaderas que la misma Historia y este tipo de novelas "serias", recibirán, en este sentido, mejor crítica periodística que las folletinescas, aunque la tendencia ideológica de sus autores pudiera provocar el rechazo de los habituales reseñadores (1).

Ya en el Romanticismo se comienza a reclamar un estudio más profundo del pasado y fidelidad a las circunstancias históricas, es decir, un rechazo progresivo del anacronismo. Y es que durante la primera mitad del XIX, y sobre todo a partir de 1830, asistimos a un continuo disertar sobre la novela en la prensa periódica. Pero es en la segunda mitad de siglo cuando la novela histórica se alza como género principalmente problemático. Las contradicciones que presenta son múltiples y los autores perciben un confuso concepto del género, que mezcla movimientos y los dos subtipos de novela histórica mencionados, lo que lleva a los escritores de entonces a dejar constancia de la problemática acuciante en la ficción sobre el pasado. De hecho, la polémica en torno a la novela histórica se mezcla en numerosas ocasiones con el cuestionamiento del género novelístico pues durante largo tiempo fue el principal modelo de novela que se cultivó en España. De este modo, cuando a mitad de la centuria los escritores se replantean el canon y se preguntan por el sentido de la literatura (y especialmente la poesía se ve afectada por este replanteamiento de los géneros) las respuestas en lo que concierne al modelo novelístico son diversas.

Unas cuantas opiniones sobre la ficción prosística recuerdan una serie de factores condicionantes en la época. Primero, la pasión que tanto la novela como el folletín histórico despertaron en los lectores de entonces (Hernández Girbal, 1931: 103 & 161); segundo, la discutida vigencia de los géneros, a los que se gusta de articular y posicionar en listas según su importancia, donde la ideología cobra un papel fundamental; y, tercero, el nacionalismo recalcitrante que acompañará todas las opiniones de los escritores ochocentistas sobre el estado de la literatura en esos momentos. Hay una obsesión permanente por establecer el valor de lo que se lleva a cabo, y una actitud entre pragmática e idealista hacia lo que se considera esencia de la ficción histórica.

El hecho es que la euforia novelística se encontraba con el problema de aceptar el espíritu mercantil de la novela de folletín —que hacía perder prestigio al escritor, aunque el género fuera defendido por autores como Julio Nombela (1867: 131; 1870: 386)—, así como su falta de fidelidad al pasado. La supuesta degeneración y decadencia de la novela histórica se reflejará en las críticas y en las burlas que se hacen del folletín, que se prolongan hasta comienzos del siglo XX (en obras como Guzmán el Malo, de Timoteo Orbe, de 1904). No obstante, hay que tener en cuenta que también se hicieron a mediados de siglo imitaciones burlescas de las "orientales" en poesía y éstas continuaron existiendo durante toda la centuria con la misma vigencia que en el Romanticismo e incluso se renovaron con el Modernismo.

En nuestro caso, durante el Realismo la novela histórica comienza a sufrir variaciones en su estética motivadas por las nuevas exigencias del movimiento artístico vigente. Los escritores del Realismo, que impondrán un nuevo canon a los géneros, piden un intento de fidelidad al pasado que faltaba en las novelas de folletín, demasiado centradas en explotar el lado melodramático. Lo importante no es sólo captar el alma de la época en la estela de Michelet, sino también, bajo la nueva influencia de Taine (que proponía perseguir el detalle del pasado y, por ello, dejar la historia para la ciencia), la cotidianidad del ayer (Dakyns, 1973). Así, Carlos Mendoza (1885), uno de los más acérrimos partidarios del Realismo, realiza una completa alabanza de Nuestra Señora de París porque hace comprender al lector el espíritu de la Edad Media frente a otras fallidas novelas recientes. Para él, Víctor Hugo obró en su novela una verdadera resurrección, pero sobre todo resalta que no haya historia formal y suficientemente "pesada" que dé como ella una idea tan clara de lo que era la vida a finales del siglo XV. Según Mendoza, hay que procurar la reproducción veraz del pasado, a la manera de Taine, pero, en caso de que ésta no pueda alcanzarse, lo preferible es que la historia se resucite sólo como intuición, en la estela de Hugo y siguiendo la herencia de Michelet.

Por otro lado, es en la segunda mitad del siglo XIX cuando los conflictos sociales aparecen como motivo de ficción por primera vez. Se aprecia ahora una preocupación por las relaciones entre las clases, tema candente en las décadas realistas, frente a la narrativa de la primera mitad de siglo, cuando López Soler o Larra muestran predilección por la exaltación individualista del héroe frente a cualquier colectividad. Desde el lado conservador, si una novela como La campana de Huesca, escrita en 1852 por Cánovas del Castillo, quien ostenta en esta novela un medievalismo semejante al modelo melancólico victoriano (Chandler, 1970), sigue dando de qué hablar a finales de la centuria, es porque en la segunda mitad del XIX cunde una cierta nostalgia por los períodos anteriores de la historia, cuando la relación entre las clases era menos conflictiva, y la obra de Cánovas, como historiador, escritor y político, busca recrear esa sociedad que se plantea idealmente (a veces con pruritos nacionalistas).

A partir de un punto de vista "conservador" como el de Cánovas, el pasado, con su supuestamente armónica distinción de clases sociales, será siempre mejor, y por eso esta obra no se encuentra lejos del Past and Present de T. Carlyle ni de las nostálgicas miradas a lo pretérito que plagaban el resto de la literatura europea. Carlyle anhelaba una vuelta a la Old England lamentando la pérdida de convicción religiosa y comparando constantemente el pasado con la situación presente, mientras defendía, con paternalismo doctrinario, que aquellos tiempos tuvieron mejores hombres (2).

En otra dirección se mueve, en la segunda mitad del XIX inglés, el paradigma de novela histórica de W. Morris, por ejemplo en su The House of the Wolfings o en A Dream of John Ball, con un tipo de una novela histórica "progresista" (3). En España no existe un corpus semejante al de este novelista que buscó reflejar la vida de las clases trabajadoras del pasado, con su ideal regulador de la fellowship. Morris quiere buscar los antecedentes históricos que puedan proporcionarle modelos para la situación contemporánea (4). El autor describe en la segunda novela mencionada a los habitantes de Kent de finales del siglo XIV: cómo reparan sus instrumentos, comen y beben, se congregan en el mercado, saludan a los amigos y familia, se reúnen para la batalla, y después luchan y lloran a sus muertos (5).

Pero la novela histórica española empezará también a hablar del pueblo anónimo en nuestras décadas, y en los relatos breves no dejarán de hacer su aparición los parias de la historia, como los judíos, desde una postura de crítica social, ejemplificada en algún relato de Pardo Bazán.

Esta nueva inquietud social se verá en la novela de Juan B. Paredes, Los caballeros de Játiva, de 1878, donde se aprecia un cuestionamiento de la relación señor-siervo, que se encuentra lejos de estar idealizada, como en otras novelas. A partir de la óptica humanitaria que domina el liberalismo del Ochocientos, el autor reconsidera la crueldad de ciertos comportamientos. Ahí está el personaje de Azadrach, que, aunque con connotaciones negativas, mantiene unos principios firmes en la estela de la revolucionaria Rosario de Acuña y su drama Rienzi el Tribuno: la herencia de sangre no debería tener valor ni vestirse de nombres pomposos los crímenes de los reyes (véase Paredes, 1878: 142 & 156) (6). No obstante, el epílogo de esta obra muestra todavía el ideal del caballero cristiano, que vive feliz y patriarcalmente con su mujer e hijos, ocupándose de todo, querido y respetado por servidores y vasallos; es decir, se busca un ideal social armónico (311-312).

Con todos estos cambios acuciando a la novela histórica del momento, los críticos de la generación realista no dejan de debatir sobre el tema y sus opiniones son especialmente relevantes porque fueron ellos los que impusieron el canon que después se mantendría durante muchos años en la historia de la literatura (cf. Jakobson, 1992: 158). Y a pesar de los cambios mencionados en la novela histórica, fruto de la nueva sensibilidad vigente, este género no acaba de convencer a los realistas. Entre los que más debatieron el asunto se encuentra Juan Valera, que defenderá una postura ambigua, defensora de los valores didácticos (de enseñanza de la historia) de la novela histórica aunque también señalará el callejón sin salida en el que se encuentra un género al que cada vez se le pide más fidelidad minuciosa hacia el pasado (7). Valera resalta que a la novela histórica se le exige «mucha preparación y mil estudios previos, sobre todo hoy, que se hila muy delgado en lo tocante a indumentaria y a otros condicionamientos arqueológicos que han de prestar color exacto y tono conveniente a los pormenores y más ligeros toques y perfiles del cuadro» (Valera, 1886: 17-18).

Este autor criticará el supuesto desprecio que Pardo Bazán (1970: 165-168) había mostrado hacia la novela histórica, pues para él ésta aún tiene vigencia (8).

Yo no quisiera suponer asertos atrevidos y erróneos en doña Emilia Pardo Bazán, a fin de impugnarlos fácilmente; pero creo que, por su afán de dejar despejado el campo para el advenimiento triunfal del naturalismo, arroja de él la novela histórica, como fuera de moda. Si piensa esto, me parece que se equivoca. Flaubert acudiría a protestar con Salammbô en la mano. La novela histórica no puede pasar de moda. Ni aún para los más preocupados de las cuestiones sociales, religiosas y políticas del día. Todo se repite, todo tiene sus antecedentes en otras épocas, y quien las estudia tal vez da mayor luz a las cuestiones que más recientes parecen. Lo que impide que se escriban muchas novelas históricas, es que tal vez el naturalismo requiere que escribamos lo que vemos, y no las cosas pasadas. En éstas la imaginación tiene que trabajar mucho, y ya sabemos que el autor naturalista, o debe carecer de imaginación, o debe emplearla poco. [Valera, 1886: 17]

Aunque, como mostraré seguidamente, la escritora gallega sí dejó implícito en La cuestión palpitante un cierto rechazo del género, estas críticas no dejan de tener algo de injusto, pues Pardo Bazán, pese a este rechazo teórico de la ficción histórica, también se dedicó, como tantos otros escritores realistas, a cultivarla en cuentos y en novelas (e, incluso, como veremos, en poemas). Su interés por el Medievo, puesto de manifiesto en San Francisco de Asís, desmiente que exista una postura cerrada de la autora sobre el tema; de hecho, aunque cada vez se incline más hacia la prosa naturalista, doña Emilia no abandonará por ello, especialmente en relatos breves, la recreación del pasado; simplemente, incorporará los rasgos estilísticos del nuevo estilo a los temas que la interesan, según veremos.

Ello no obsta para que en La cuestión palpitante deje caer una serie de opiniones que nos muestran cómo para Pardo Bazán el terreno novelístico debe centrar su foco en el mundo contemporáneo, donde la imitación pueda tener más visos de "verdad". En su recuento de la situación de la novela en España, Pardo Bazán señalará que frente a las imitaciones de Walter Scott que se daban a mediados de siglo, la prosa de Fernán Caballero fue más real, «más sincera», con más sencilla inspiración que «la de casi todas las novelas de pendón y caldera, capa y espada, o cimitarra y turbante, que se estilaban entonces». Y por eso Trueba no alcanza la talla de Fernán aunque su prosa tenga un sentido en un país «idólatra de sus propias tradiciones y recuerdos» (Pardo Bazán, 1970: 167). De Selgas, asimismo, dirá en el mismo capítulo del libro que su atractivo «es haber comenzado a estudiar la vida moderna en las grandes ciudades, dejándose de guerreros, moros, odaliscas y castellanas» (168). En cuanto a Alarcón, su público no es «aquél que devora con bestial apetito entregas y tomos de Manini» (169), pues sus cualidades son «ajenas al romanticismo» y descuella, como Pardo Bazán, «en el cuento y la novela corta, variedad literaria poco cultivada en nuestra tierra» (170).

Por otro lado, autores como Pérez Galdós señalarán también obstáculos para esa recreación de la realidad pasada que pretende la novela histórica: la artificialidad y la retórica de su lenguaje, lleno de exclamaciones del tipo "Ira de Dios" y "Pardiez" (Pérez Galdós, 1992: 62). Otro problema de la novela histórica provendría de su consideración generalizada como romántica (ya hemos visto el comentario sobre Alarcón de Pardo Bazán), que llevaba a escritores como A. Palacio Valdés a rechazarla en aras del Realismo; además, su cultivo mayoritario por parte de los folletinistas desprestigiaba supuestamente su valor narrativo (Dendle, 1998: 269). En este sentido, tanto Palacio Valdés como Pardo Bazán rechazan la producción de autores como M. Fernández y González (9). Para esta última, el folletinista, que pudo ser «rival del autor de Ivanhoe» con sus dos o tres primeras novelas, malgastó su ingenio en «mesas y bancos de lo más común». Pardo Bazán (1970: 166) rechaza sus «entregas interminables, por tomos vendidos a ínfimo precio, por obra de baja ley, escritas pro pane lucrando».

"Orlando", crítico literario afamado de la generación realista, rechaza la vaguedad histórica de los relatos de época, llenos de estereotipos, melodrama y manidas repeticiones (Orlando, 1884). Para M. Menéndez Pelayo (1888: 104), la novela histórica debía seguir todavía la propuesta de Michelet, la resurrección de una época a través de la imaginación sentimental y de la intuición. Y rechaza «una pobre y triste concepción de la novela», que destierra «todo elemento poético y toda savia tradicional», hasta dejarla reducida a «documento experimental». No obstante, defenderá un producto literario por su fidelidad al pasado, pues «a mayor grado de exactitud histórica, corresponde también mayor grado de evidencia poética» (Menéndez Pelayo, 1882: 312-313).

Pero, sin duda, las opiniones más definitivas sobre la novela histórica provendrán de otros dos críticos de esta generación: L. A. Clarín y M. de la Revilla (10). Revilla (1883a: 109) considera que la novela histórica romántica, escrita bajo la influencia de Walter Scott, no fue capaz de fundar un género nuevo y que este modelo se corrompió cuando irrumpió en el panorama el folletinista M. Fernández y González (coincidiendo con Palacio Valdés y Pardo Bazán), pues relegó la ficción histórica a las clases más bajas dando paso a las entregas ilustradas y a sus «desdichados» imitadores (110-111). Frente a ellos, la aparición de Pérez Galdós supondrá una renovación pues no apela a lo inusitado para producir efectismo ni traspasa lo ordinario ni se pierde en el idealismo romántico (Revilla, 1883b). Lo que Revilla exige con fuerza a la novela es la fidelidad histórica, y esto lo podía lograr el modelo de Pérez Galdós al fijarse en la historia de su tiempo, la única de la que era posible dar cuenta.

Pero el último crítico que pronuncia las palabras mágicas para la emancipación de la erudición en la ficción histórica será Clarín, que califica de «trovadores trasnochados» a los compositores del género (Clarín, 1966: 1303), rechazando la novela folletinesca por frívola y artificiosa, y que pide que se busque «en el fondo de la vida real el reflejo artístico que puede servir para grabarse en la placa fotográfica del novelista» (Clarín, 1971: 58). Propone entonces un tipo de novela histórica "realista", en la línea de Revilla, que no se circunscriba sólo al ámbito romántico (11). Para el crítico, ante todo se debe evitar el fácil patriotismo en el que caen tantos de sus coetáneos cuando les toca hablar de tiempos pretéritos. Los Episodios Nacionales de Pérez Galdós se pueden defender como una nueva forma de ficcionar la historia, por la «propiedad y vigoroso colorido» de tipos, costumbres, trajes, paisajes y espectáculos. La novela histórica no debe contar los acontecimientos políticos, de los que ya se ocupa la historia «pragmática», y la trama de una novela debe nacer de «las relaciones privadas», de la vida particular de un individuo bajo un fondo histórico-social (exento lo más posible de «grandes acontecimientos») que le condiciona (Clarín, 1883: 4).

Según Clarín, cuando el historiador comprenda mejor los recursos de la visión poética para dar una imagen aproximada de la realidad, y el novelista penetre más en el fin educador del arte, las semejanzas entre novela e historia se harán mayores. Es decir, reconoce la posible simbiosis o colisión entre una manera de entender la novela histórica y la historia: la historia se poetiza y la novela se historiza (Fernández Prieto, 1998: 112, n105).

De esta forma, el problema que latía intrínseco en el género de la novela histórica para los realistas, la paradoja imposible de la ficción literaria intentando resucitar la imagen exacta del pasado, llevó a un tipo de esteticismo que encontraremos en los últimos cuentos de Pardo Bazán. Al tiempo, Clarín propondrá una solución de emergencia: bautizar a la novela realista como una fórmula de novela histórica en tanto que los hechos hayan sido pasado vivido y cotidiano.

El cansancio que en la segunda mitad del siglo XIX despertó el género de W. Scott y A. Dumas se refleja en la novela de G. Flaubert Bouvard et Pécuchet, publicada en 1880. Flaubert establece entonces un nuevo concepto de novela histórica tras poner, en esta obra inacabada, las cosas muy difíciles a los futuros autores de ficción histórica. Aunque Flaubert impone una escrupulosa labor de documentación, acabará liberando a los escritores de la necesidad de ocuparse de tales labores, al agotar el género con la exigencia de una erudición exhaustiva, abriendo las puertas al puro disfrute estético del pasado. No se busca más la "verdadera" cara de lo pretérito, y se abandona el documentalismo: después del tratamiento libre e impresionista que exhibe La légende de Saint Julien L’Hospitalier, la imaginación simbolista creará un pasado distinto, extravagantemente fantástico y subjetivo, explotado por puros valores estéticos (Dakyns, 1973).

Por otro lado, ya a finales de siglo, filólogos, sociólogos y también historiadores comienzan a demostrar que la objetividad y la pretensión científica de la historia es imposible. Liberada de esa exigencia de fidelidad al pasado, la novela histórica del Modernismo dejará de responder a los presupuestos de la novela romántica scottiana, aunque no abandona elementos de exotismo y aventura que concuerdan con su sensibilidad estética. Pero ya no se persigue la imitación mimética y positivista de la realidad, sino que se defiende el pasado en aras de un refinamiento estilístico donde el imaginario simbólico adquiere total protagonismo (Amado Alonso, 1942).

Este conflictivo desarrollo estético que se produce durante todo la segunda mitad del siglo XIX aparece muy bien ejemplificado en una escritora como Emilia Pardo Bazán, cuyos cuentos son especialmente reveladores de la confluencia de movimientos que se amalgaman en la representación del pasado. La autora encuentra en el período finisecular una solución última a las exigencias románticas y realistas en torno al género de la ficción histórica, solución muy diferente de la propuesta por Revilla y Clarín con Pérez Galdós. Reivindicando, como ya había hecho en relación a Alarcón, la escritura de relatos breves, la autora reflejará también sus criticados «guerreros, moros, odaliscas y castellanas» (Pardo Bazán, 1970: 168), pero esta vez impregnándoles de una atmósfera irreal y preciosista que les darán un sentido distinto al romántico, o bien envolviéndolos en una desmitificación realista que les otorgará vigencia en un momento en que aún se cree que la verdad puede ser reflejada en el arte. No hay que olvidar que ahora la crueldad y la miseria son recreadas con fruición desmenuzadora y esteticismo, con señores medievales que evolucionarán desde el Hernán el Lobo de Núñez de Arce a los impresionantes galaicos de Valle-Inclán.

En suma, y antes de pasar a descubrir las maneras de doña Emilia de enfrentarse al ayer, podríamos decir que, de una u otra forma, ya sea por una nueva temática social, por un desarrollo psicológico de los personajes, o por su búsqueda del lado "feo" de lo cotidiano, o bien mediante la selección de un nuevo vocabulario, el Realismo ayudará a una evolución del género. El consejo de Taine (quien consideraba a Scott un falseador) y de Renan de meterse en la realidad del pasado como si se viera con los propios ojos se plasma en los cuentos de Pardo Bazán y en los relatos de varios escritores de la época (Sanmartín Bastida, 2002: 322-333). Y en la prosa de ficción se buscará, lo mismo que en la pintura, una fidelidad al pasado desde un cierto grado de erudición histórica, para que nadie achaque al autor, como hizo Revilla (1883a: 131) con Manuel Fernández y González, falta de estudio y de buen gusto. Por otro lado, no hay que olvidar la estrecha ligazón existente entre costumbrismo y Naturalismo, relación reconocida en algunos textos de la época y que también encontraremos como una forma de plantear el Medievo en unos y otros autores. La vida diaria de los personajes del pasado empieza a interesar tanto en la historiografía decimonónica como en la prosa de ficción histórica.

Además, la medicina afecta no sólo al Naturalismo de tema contemporáneo sino también a la nueva prosa medievalista: en San Francisco de Asís encontramos huellas de ese interés naturalista por las enfermedades corporales, otorgando vigencia a la ciencia en un relato de los tiempos pasados.

Ciertamente, la preocupación por la estructura de la sociedad medieval y su división clasista está mucho más presente que en la prosa romántica, como apreciamos en el cuento Los herrados, de la escritora gallega. Claro que se contaba con el claro precedente de V. Hugo, que en numerosas ocasiones celebraría la grandeza de los humildes y miserables, presentes, junto a los nobles, en La légende des Siècles ("Les Pauvres Gens"), pero ahora se produce una profundización en el tema que demuestra una preocupación acuciante de fondo, en un momento en que las doctrinas socialistas no hacían más que proliferar. Incluso novelas que defienden un orden conservador y aristocrático, como Los caballeros de Játiva de Paredes o La campana de Huesca de Cánovas del Castillo, no dejan de reflejar los pujantes malentendidos entre los distintos niveles económicos y humanos del universo medieval (12). Con una nueva concienciación social, el pueblo, personificado en el mentado Azadrach, deja de ser el romántico depositario de unas tradiciones ancestrales para volverse un posible enemigo del orden gubernamental ¾ gustara o no¾ ; y para evitar malentendidos, se buscará sobre todo a partir del 98 que los campesinos retoman el carácter exaltado y sagrado de su tarea cotidiana reflejado también en el pasado (Sanmartín Bastida, 2001). La sociedad medieval, modelo a imitar o ejemplo de lo que se ha superado, sigue copando protagonismo en la segunda mitad de siglo como fundamental eje de referencia.

Ciertamente, serán los cuentos de Pardo Bazán los que se adentren más atrevidamente en la exploración de las nuevas cuestiones que la sociedad burguesa plantea a la hora de mirar hacia atrás (la situación de las mujeres; la esclavitud vigente en Cuba durante muchos de estos años, recordemos ; la falta de cultura que lleva a creencias supersticiosas…). Pero esto es ya materia de otros capítulos; antes pasemos a contemplar los buceos que realizó la autora en la poesía medievalista.