Introducción
A partir del reconocimiento de la invención de la fotografía en la vieja Europa (Francia 1839), nació también otra forma de contemplación y logos narcisista en la historia de la cultura occidental. Como es sabido, en un inicio la mirada fotográfica se dirigió hacia cosas o eventos exteriores, cual un registro o documento de sucesos cotidianos con un denotado interés de probar la técnica novel. Así se captaron imágenes de paisajes, de un fragmento de arquitectura, o la llegada de un tren. Luego vinieron los experimentos en estudios y la consiguiente exploración de materiales de soportes y técnicas de impresión (el metal, el cristal, el papel, la plata sobre gelatina, el Betún de Judea, el coloidón húmedo, etc.). Hasta que la confianza en la fotografía como documento de lo real fue hecho manifiesto, entonces pasó a instituirse como negocio y posteriormente como nueva expresión del arte. Surgieron miles de estudios fotográficos por todo el mundo y el último tercio del siglo XIX, se vistió de gala para dar la bienvenida a la nueva era de la reproducción fotográfica. Era que ha contribuido a la instauración de su propio mito sobre la admiración del cuerpo.
Retratarse o tomar otro cuerpo como modelo o referente, lleva implícito la acción contemplativa. Esto no supone, que toda creación fotográfica que utilice el cuerpo humano como motivo, ya sea en su totalidad o a modo de fragmento, tenga como fin una mera intención estética – expectante. Más bien que, el creador, en su acto íntimo de decidir sobre la instrumentación de un cuerpo en una obra, ya posee la noción elemental de que está realizando una propuesta de contemplación y disfrute propia, para la contemplación y disfrute ajena (de un público heterogéneo y mixto). Así, la multiplicidad de miradas sobre el cuerpo mostrado, expandido, fraccionado, sublimado, vejado o cualesquiera que sean las determinaciones discursivas que se tengan sobre la imagen misma, se hace eco de un reflejo centuplicado y colectivizado. Es como si el espejo donde nos estemos mirando se rompiera de repente y en cada pedacito de vidrio veamos aquella imagen completa que veíamos al principio, y no una versión deformada de la misma; siguiendo contra la lógica común, un supuesto principio de clonación y no de fragmentación.
Adpero, la fotografía desde su reconocimiento como medio de expresión artístico y desde su total generalización en una cultura occidental de la reproducción de la imagen (recordemos que fue en Europa, a finales del XIX y después de ganarle el debate a la pintura, de la cual se creyó que iba a ser su verdugo), ha funcionado como aquel lago primario que devolvía fidedigno el reflejo del Narciso mitológico. Pero en este caso, a diferencia del referido personaje griego y su historia, la imagen del cuerpo que devuelven las placas de plata sobre gelatina de la modernidad, son adaptaciones pasadas por la imaginería e ingeniosidad de cada hacedor. En consecuencia la imagen duplicada muestra un cuerpo ora metamorfoseado, ora metaforizado. Aunque sí será siempre una imagen concebida desde segundas o quizás terceras intenciones, sin tener en cuenta su nivel de probidad a la esencia narcisista de la contemplación.
La era de la reproducción fotográfica ha anulado ese intimismo de la auto mirada eximida, propia de la tradición escolástica del arte ha desplazado la exhibición del yo privado por el excentricismo de la particularidad. Mostrar un cuerpo en una foto, ya sea físicamente el del artista o el de otros, se ha convertido en la llave del estrellato del ego. Sin pensar por demás, en que el grado de veracidad que inspira (ese no tener dudas de que lo que se muestra es real), se ha convertido en un excelente ejercicio público de autorreconocimiento.