Una casa verde con jardín de rosas

JUANA DANGL
Una casa verde con jardín de rosas

Juana Dangl

Nació en Puerto Aysén, Chile, paraje del sur cordillerano. Juana ha vivido desde 1964 en Argentina, y desde 1995 escribe poesía y narrativa entre Caleta Olivia (Santa Cruz) y Córdoba.

"Mi padre, Juan Dangl Vitral, era un "chilote capitalino" (Ancud fue la capital de Chiloé, en el mapa antiguo) y descendía de autríacos-alemanes, de profesión relojero. Su madre Juana Francisca Vitral Castanget, era de rama francesa. Nacida en Uruguay y criada en Punta Arenas. Mi madre, Clorinda Duamante Andrade, también era de Chiloé, pero de las islas, de familia lugareña que vivía de siembras, crianza de algunos vacunos y aves de corral, cuyo pan provenía de su propio molino" (JD).

Una casa verde con jardín de rosas

Una señora grande en edad y talla era doña Pancha. En mis cortos años nunca le vi las piernas. Sus blancas enaguas y el refajo en punto pavo real daban abrigo y señorío a esa falda larga que colindaba con sus zapatones.

Uno de los atributos de su edad lo marcaban esas trenzas que ataba bajo la cintura, un pañuelo de seda doblado que sujetaba sobre su cabeza dejando en libertad su frente, y completando su atuendo, un infaltable delantal, quizás herencias del 1880.

Doña Pancha tenía una casa lustrosa, verde y empinada sobre una loma. Por unos tablones resbaladizos cruzábamos el zanjón que crujía al compás del canto de los renacuajos. Ese paseo con mi mamá era mi favorito.

Me fascinaba contemplar el paisaje ribereño a través de los angelitos a crochet, y antes de volver a mi casa correr al W.C. que estaba al fondo del patio, y luego jugar entre los arcos de rosales mezclados con frutos de la arboleda.

Ella abría la puerta de par en par. Después de los abrazos, nos invitaba a sentarnos detrás de la cocina y ponía más leña para avivar el fuego y el calor.

Enseguida colocaba su colosal tetera sobre la plancha. Luego en una asadera vieja desparramaba granos de café y unos garbanzos en horno apurado. Cuando el aroma impregnaba la casa, sacaba la asadera para rociarla con un fino baño de azúcar. Al dorarse, los granos pasaban por el molinillo, ya molidos iban a parar a la bolsa de la cafetera, con trocitos del café de higos que adensaba la infusión.

El gran comedor de doña Pancha era cálido como ella. Nosotras tres perdidas en aquella inconmensurable mesa degustábamos ese momento. Una rosa enlozada se perdía bajo el pan casero. Para completar el festín aparecían los dulces de grosellas, frambuesas, murtas y mosquetas producidos por el juego de sus manos. Terminado el rito, ellas comenzaban a hablar de "sus cosas", entonces mis ojos se perdían dentro del canasto que guardaba el tiempo manual de esa "encantadora dama".

Ella vivía sola, sus hijos ya habían partido a lugares extraños. Por eso deambulaba en silencio por aquellas habitaciones y después trabajaba en la huerta., su viejo canasto contenía los recuerdos, allí descansaba el huso con su panza de lana. Redondeles de telas coloridas a los que zurcía en los bordes y tiraba del hilo, después estos se convertían en alfombras, cojines o acolchados.

Mi niñez no entendía por qué doña Pancha entretenía sus días así. Hoy que abrimos las puertas al 2000, recién comprendo aquel empeño. Los años también pasaron para mí y hace tiempo que vengo tejiendo cuadraditos a los que llamo "matatiempos". Quizás acuñé la herencia de aquella abuela prestada, la única que hubo en mi vida, en cuya casa todo me parecía tan grande.

Los tejidos de mi tía Lala

Mi tía Lala estaba llena de años. La recuerdo rucia, huesuda y larga. Compartir horas con ella era sentirse pan casero al que untaba con su afecto. Sentada a tu lado ella era cómplice de tus ocurrencias aunque fueran tonterías. Te hacía sentir importante.

La baquelita de sus agujas entretejía historias igual de amarillentas que su memoria; ella tejía los tiempos en punto "arroz con leche".

Cuando Lala era niña, vivía con sus papás a la orilla de un río muy "estúpido", ya que en cada primavera se unía a los deshielos y juntos arrasaban árboles, ganado y pedregales. Los troncos y las vacas boyaban en la corriente, entonces se comía la ribera derecha, una y otra vez hasta llegar a la casa de los padres de Lala. Ellos no tuvieron más remedio que levantar la vivienda sobre unos troncos, y las yuntas de bueyes tiraron por horas hasta dejar la casa diez cuadras más arriba. Al cumplir doce años, el padrino de Lala trajo un sillón oscuro y lustroso, ella siempre estuvo orgullosa de aquel obsequio.

En mis primeros años, los días domingo me llevaba a misa, y al volver de la iglesia me sentaba en un banquito y desarmaba mis trenzas frente a su sillón mientras me peinaba con un peine cuadrado de hueso. Entonces ella cantaba:

"Que linda, que linda es la rama,

la fruta, la fruta se ve.

Si lanzo una piedra,

tendrá que caer.

No es mío,

no es mío, ese huerto

no es mío, lo sé

pero yo de esa fruta, quisiera comer".

Cuando terminaba de revolver mi cabeza ya era la hora del almuerzo. En tiempos de frutas corríamos el sillón bajo el ciruelo, y cuando ella iba en busca de su tejido yo me trepaba a las ramas altas a degustar los amarillos frutos. Ese maravilloso momento duraba hasta que se me destemplaban los dientes, era la hora de volver al suelo.

De sus recuerdos mi relato preferido era ése de la orilla del río, el que ella siempre accedía a repetir:

"En la casa de la calle Simpson había un rosal, yo era muy miedosa. La mamá siempre me decía "no vueltas tarde", pero mis jugarretas no me dejaban volver antes de caer el sol. Pero una vez que estábamos corriendo a nuestra sombra en la orilla nos alejamos hasta que se la llevó el agua. Había oscurecido. Al llegar a mi casa aquel rosal con dos lunas por ojos me resoplaba chispeante. Sus ramas parecían un puerco espín y del soplido salían piedras pequeñas. No pude abrir el portón, su cadena no me respondía y grité tanto que mis primas, un par de casas más allá, vinieron a socorrerme y entramos a casa. Al día siguiente salí a mirar y allí estaban las piedritas de colores con las que el Cuco me había asustado. Lección aprendida hasta que otros juegos me hicieron olvidarla".

La tía Lala fue muy especial, además me inculcó el arte de tejer alegrías aunque fueran muy ásperas aquellas madejas.

La mesa

Ella es un cuadrúpedo de madera. Las cualidades de su lomo y pelaje dependerán de quien la posea.

La mesa de mi casa estaba hecha de tres tablones de cigüello muy cepillado, así resaltaban su brillo y vetas rosadas.

Alrededor de ella, papá, mamá y yo pasamos lo mejor de nuestras vidas. Ahora que está al caer el día del padre, aquella mesa pasa a tener otro valor y otros recuerdos.

En los tiempos de la escuela elemental papá era mi silabario humano, además de ser mi dibujante de árboles, de vacas, caballos y mapas, ésos con el sur que abunda en recovecos.

En la escuela secundaria fue mi oreja para la historia. Mezclábamos lecciones con programas radiales, y así las clases del profesor Brousain: "Cuando la tierra se iba achicando, se iba condensando..." se entremezcla con "La hora alemana" o los valses vieneses. A los griegos o a los romanos mi papá los nutría con su mazamorra de leche con azúcar y sal, aprendida de su madre.

Mi mamá no nos acompañaba en el festín, esa no era comida de su agrado. Ella, por su crianza campesina, hacía su mazamorra con manzanas "camuestas", fruto silvestre de sus pagos. Pero en cualquiera de los dos casos la "harina humedecida" era la protagonista en acción.

En los inviernos mi papá traía a la cocina sus "enfermos", sobre la cálida tabla curaba sus dolencias. Con la lupa en el ojo la cirugía era perfecta. Al eje quebrado le arreglaba la renguera. ¿Rubíes rotos?, los reemplazaba con otros mejores, ¡todo tenía mejoría entre sus pacientes, era un relojero que trabajaba con amor!.

Y así, a los problemas caseros, quizás por efecto de su educación en el seminario, los desmenuzaba con palabras.

Tiempos que han quedado atrás, pero aquella ternura que enarbolaba mi padre, aún flamea en el frente afectivo de mi casa.