Recuerdos de la llegada
SUSANA CAMPOS DE VISINTIN
Recuerdos de la llegada
Susana Campos de Visintin
Susana Campos nació en Córdoba. Es profesora de letras y docente de nivel medio. Ha publicado libros de cuentos e integrado publicaciones colectivas. Recibió la mención especial de la faja de honor de la Asociación de Escritores Argentinos (1990) y el primer premio de poesía de la biblioteca José Ingenieros de Deán Funes.
"Bucear en los recuerdos infantiles ha sido toda una experiencia. Frustrante a veces por no haber hablado más con los abuelos y no haber prestado atención. Maravilloso al ver que la memoria atesora palabras e imágenes que uno cree olvidadas. La risa fresca de las abuelas, cuando se juntaban, una española y otra italiana aún resuena en mis oídos. Los retos y los sermones también. Chocábamos porque éramos muy parecidas, recién ahora me doy cuenta. Ahora comprendo lo que han sufrido, el desarraigo, la añoranza, la pobreza" (SC).
Recuerdos de la llegada
Una de mis abuelas, Isabel era Española de la zona de Murcia, exactamente de un pueblito llamado Lorca, en el sur de la península.
La otra abuela por la parte materna, la nona Bernardina, era de Gorizia, Udine, al Norte de Italia. En el momento en que ella partió de Europa, la zona pertenecía a Austria después de la guerra. Actualmente corresponde a Italia.
A ambas les decíamos "nona" a pesar que el vocablo es típicamente italiano.
Cuando en mi infancia se reunían las dos nonas con nosotros, sus nietos, les pedíamos que nos contaran historias.
Y allí empezaba la fiesta.
- Isabel, contale lo de los documentos, le pedía Bernardina.
La nona Isabel titubeaba, y ahora a la distancia, pienso con cuánta emoción se sumergía en los hechos, qué inmenso dolor le producirían los recuerdos.
Cuando vinimos de España, teníamos una hija de dos años y yo venía embarazada. Junto con mis hermanos y sus esposas nos radicamos en Brasil, en San Pablo y trabajábamos como campesinos. Lo hacíamos de sol a sol, con un calor infernal, sacándoles los yuyos a las plantas de café y de tabaco. Yo, al igual que los demás, llevaba los niños al campo, los hacíamos dormir en pequeños canastos a la sombra de algún árbol.
Pasábamos el día entero, nos cocinábamos y ésa era nuestra vida.
El peor momento, era cuando los bichos se nos metían debajo de la piel. Se llamaban tábanos y parecían moscas gigantes. Era necesario hacer un cortecito debajo de la piel y sacar el bichito. Los mejores momentos era charlar y bromear con los hermanos y otros inmigrantes.
Como no aguantábamos las condiciones de vida, durísimas, y se corrían rumores de Argentina, de su buen clima, de extensiones de tierra sin cultivar, decidimos emigrar.
Viajamos sólo nosotros, tu abuelo Tomás, tus dos tíos, Josefa de tres años y Pedro de dos meses. Se quedaron allí todos mis parientes.
Nunca los volví a ver, lo mismo que a mis padres en España.
El trayecto lo hicimos en barco, breve si lo comparamos con el otro, pero al llegar a Buenos Aires tuvimos un contratiempo. El barco no llegaba bien al desembarcadero del puerto, por la profundidad del Río de la Plata. Un puente hacía de pasarela con dos sogas a los costados. El puente se movía y yo traía en brazos a Pedro, un bolso y un petate de ropa. Tomás, el nono, cargaba a Josefa y un gran bulto con todas las cosas que podíamos transportar. No sé qué pasó, aunque he pensado mil veces en ello. Si tropecé, si resbalé, o fue un mareo por el movimiento del barco; la cosa es que caí al agua con el bebé y los bultos.
Por supuesto que no sabía nadar, no era común en esa época aprenderlo y menos las mujeres. Entre el griterío de la gente, el mareo y el frío del agua, sólo recuerdo que solté los bolsos, apreté el niño, me sumergí profundamente tragando mucha agua. Volví a salir y Dios me puso una soga o un hierro, no sé qué era, pero me tomé con toda mi desesperación. Unos guapos marineros se lanzaron al agua y nos salvaron la vida. Yo tiritaba y sollozaba de frío y de terror.
Así fue mi llegada a Argentina: Fría y dolorosa. Pero también solidaria y esperanzadora.
Los otros inmigrantes que viajaban en el barco y que habían presenciado azorados la escena, no titubearon en abrir sus pobres pertenencias y obsequiarme con ropas para mí y para el niñito y así brindarme consuelo a mi desamparo.
En ese difícil trance, se perdieron todos los documentos de la familia, que nos trajo menudo jaleo con la aduana y las autoridades. Nos llevó largo tiempo recuperar el papeleo.
Mientras los nietos miraban asombrados, la abuela Bernardina se aprontaba para contarnos su vida.
Bueno, lo mío es más simple, empezaba la nona. Llegamos a la Argentina cuando yo tenía 18 años y el nono Luis 20. Éramos recién casados y huíamos de la guerra y del hambre. Habíamos pasado tantas necesidades, que cuando ustedes me dicen que la comida no les gusta, que aquello tampoco, yo les digo: A coro la interrumpíamos para cantarle: "cuanto pore quisieran".
A pesar de los años que llevaba hablando castellano, le costaban las rr y algunas consonantes.
La nona se reía y asentía con la cabeza.
Si hubieran estado en la "guera" -por guerra-, primero comíamos los zapallitos, después las hojas y por último las flores.
Anduvimos por muchos campos como peones o como medieros. Tuvimos muchas privaciones y también muchas alegrías, entre esas los nueve hijos que Dios nos mandó.
El nono murió bastante joven y yo quedé a merced de los hijos. Un tiempito en cada lado, para no cansarlos.
- Contanos de los sapos en la leche.
Bueno, como no había heladeras, a los tachos de leche les poníamos un sapo para que no se corte y se coma los bichitos.
La nona Bernardina era una pionera de las mujeres modernas. Fumaba como una chimenea y armaba sus propios cigarros. Primero de tabaco y papel. Cuando estos escaseaban, chala y yerba. Hacía una sopa tan aguada que todos la cargábamos, se enojaba y nos decía: Al que no le guste que se cocine y sino que vaya al restaurante, sin tantas vueltas, sin tanta sicología.
Una vez, ya era anciana, estaba visitando a su hija en el campo. Como tenía dentadura postiza nueva y le molestaba de vez en cuando, se la sacaba. La dejó en un banquito y un perro se la llevó. Lo corrió y no lo pudo encontrar. Estuvo días y días escarbando y siguiendo a los perros, pero no pudo recuperarla. El hecho provocaba las risas de todos nosotros.
Allí donde estén, queridas nonas, éste es un pequeño recuerdo en homenaje a tantas caminatas que hicimos juntas. Yo era la guía para que ustedes no se perdieran.
Con Isabel veinte cuadras hasta la casa de la hija, donde siempre me encomendaba, que cuando muriera no me olvidara de rezarle y hacerle misas.
Con Bernardina cuatro kilómetros al alba, para tomar el ómnibus que iba a Córdoba, desde la chacra. A veces, nos traía algún lechero en el carro, pero las más las caminábamos despacito.
Allí donde estén, recuerden que no las olvido y que a pesar de tantos años transcurridos, ahora que soy abuela, les digo algo que nunca les dije: ¡Fueron unas abuelazas y las quiero mucho!.