Recuerdo

NOEMÍ MAGDALENA MARGARITA ALTINA
Recuerdo

Noemí Magdalena Margarita Altina

Nació en 1953, en el departamento San Justo, provincia de Córdoba, más precisamente en Alicia, colonia piemontesa por excelencia. "Por supuesto, me crié en una familia piemontesa. Crecí en una chacra hasta que me casé. Cursé estudios terciarios, y ahora, en esta etapa de mi vida, me encuentro rescatando memorias familiares. Y me encanta saber que algún día mis nietos van a decir: mi abuela es autora de libros" (NMMA).

Recuerdo

La bolsa de pan

Cuando el jueves fui a comprar el pan me di cuenta de cuán anónimo es hoy ese menester y vino a mi memoria la bolsa de pan de la nona Margarita.

Era una bolsa de hilo color beige oscuro, tejida al crochet en red , que remataba una argolla de metal (que a mis siete años me parecía pesada).

A eso de las nueve y media o diez de la mañana la nona llamaba: "¡Chita ven si!, Va a catetme l´pan!". Me ponía dentro de la bolsa la liberta de tapas de hule negro, me hacía el pedido ("una varillita entera y dos bollitos" o " dos varillitas"). Después, ella, me ponía una camperita de lana si hacía frío y allá partía yo.

Salía por la alta y estrecha puerta del patio, de rejas pintadas de verde, y enfilaba hacia la panadería, por las anchas veredas de ladrillo húmedas de rocío, llenas de hojas secas y con un musgo tierno y resbaladizo que subía de las cunetas y se apoderaba de sus bordes. Yo iba brincando y revoleando la bolsa. Luego de caminar veinte o treinta metros giraba a la derecha en la esquina, bordeando el terreno de los nonos, y pasaba por la salida de las jardineras de la panadería de don J. Después, pasando frente a la mercería de doña I, la casa de los C y la tienda de J llegaba a la otra esquina. Cruzaba el "pasillo" de hormigón -que atravesaba la calle de tierra y que muchas veces era la única senda transitable cuando llovía-, pasaba frente al almacén de Y, giraba a la izquierda, cruzaba otro "pasillo" y llegaba a la panadería.

Cuando abría su puerta, el calor y el aroma me robaban el alma. Olor a pan horneado en hornos de leña, con crostita dorada y crujiente. Olor a blanditos panes de leche y roscas azucaradas.

Quizás después de esperar un rato, me atendía doña V, mujer joven, con lentes y cabellos cortos y rizados por la famosa "croquiñol". Seca y apurada me decía: "Vos, che, ¿qué querés?", lo que me daba fastidio. Ella era también la madre de mi querida amiga M con la que compartí años de serena y dulce amistad, pero ni una de sus dulces golosinas.

Su padre, por ahí, se aparecía con su gorro blanco, mandil blanco mangas arremangadas, manos en los bolsillos, cara enharinada. Serio y sin palabras, nos miraba y se iba.

Después de que me devolvían la libreta de anotaciones del caso, y me daban la bolsa con el pan, yo me entretenía con ratito con M, retomaba mi ruta y volvía a casa. Despacio, con la bolsa, ahora, colgada de uno de mis brazos, cargada de panes sabrosos que, por supuesto, no dejaba de ir probando a lo largo de todo el camino –esto fue siempre motivo de reprimendas que nunca hicieron efecto en mi-.

Uno de esos días, mientras volvía muy tranquila a casa, casi llegando a la esquina, me quedé paralizada y asustada: justo ahí, frente a mí, a pocos metros, estaba T, la más mala, perversa y espantosa niña de la escuela, a la que todas le temíamos. Ella era laque nos desataba el moño de los guardapolvos, nos tiraba el cabello, nos rayaba los cuadernos, y nos robaba lápices y gomas de borrar.

Estaba parada con los brazos en jarra, y me miraba... sólo me miraba... Algo de apoderó de mí en ese momento -¿rabia?, ¿miedo?, no sé-. Corrí hacia ella, le apunté con la bolsa y le di en la cabeza, justo con la argolla, con tal fuerza que cayó en la cuneta llena de barro. Y con el mismo impulso que puse en la acción, seguí corriendo hasta la casa, sin mirar atrás.

Y por ese día, por ese único día, fui una santa. La nona Margarita no tuvo que salir a rastrearme por el vecindario para que fuera a la escuela.

En realidad, la santidad me duró varios días, porque tenía miedo de cruzarme otra vez con T, pero nunca más tuvimos conflictos.

Y con el correr de los años, una vez volvimos a vernos. Recordamos juntas ese encontronazo. Ella dijo riendo: "¡ Que bolsazo que me diste!". Y yo, aunque me reí también, me puse toda colorada.

Recuerdo

El tiempo en que anduve desviada de la buena senda

Por la gracia de Dios, nací en el seno de una gran familia y mi residencia en la tierra fue una chacra en la pampa gringa cordobesa. Crecí sin tener responsabilidades ni miedos, rodeada de mimos, ya que era una nena entre varios primos varones, mayores y también menores.

Los años pasaron y esas responsabilidades llegaron al tener que ir a la escuela. Y también llegó el miedo de tener que separarme de mis padres, ya que vivíamos en el campo, a algunos kilómetros del pueblo, donde estaba la escuela y también mis nonos Juan y Margarita. En ese tiempo, no se iba todos los días al pueblo, por lo que yo debía permanecer de lunes a viernes con ellos. Fue duro para mí. Pero sobre todo o más que todo, para la nona, ya que de algún modo tenía que ocupar el lugar de mi mamá... cosa que no parecía nada fácil.

Mi "experiencia áulica" no era de ningún modo exitosa. El lápiz tenía vida propia y mi mano no lo dominaba, los renglones no acertaban a contener mis letras, y estaba rodeada de caras nuevas. Además, por esa época nació mi hermano, y saber que mis adorados padres estaban lejos y con ese hermanito que todavía no me decía nada, sólo aumentaba mis desgracias.

Fue una larga temporada de añorar mi casa y la libertad de hacer y deshacer a mi antojo, y extrañar a mis padres. Con sabiduría la nona manejaba el tiempo, sabía que con paciencia todo se encausaría, y así fue.

Empecé a descubrir los encantos del pueblo, que ¡vaya si los tenía!. Claro está, que había que cumplir ciertas normas pero eso no era tan difícil para mí. Descubrí, por ejemplo, la lectura y el nono me condujo hábilmente por ese terreno, escuchándome cuando leía mis libros y añadiendo de su cosecha relatos y cuentos. Hice amistades, buena cantidad de ellas, algunos del pueblo y muchos otros chicos como yo, que estaban en la casa de sus nonos para ir a la escuela. Iba al cine, a los parques de diversión que acertaban pasar por allí; también al circo, fascinante mundo que me llenaba de admiración y de consternación. Por supuesto, también iba a todas las misas, procesiones, novenas y rosarios que se rezaban y en los que invariablemente me quedaba dormida sobre la falda de la nona.

Ya no extrañaba a mis padres y el pueblo se había convertido en mi mundo familiar. Hacía los mandados a la mañana, iba al mediodía a la escuela, y a la tarde hasta la caída del sol era la reunión con los chicos y chicas del vecindario.

Alguno de ellos me prestó una revista de historietas, no me acuerdo cual fue la primera, sí me acuerdo del interés y la pasión que despertó en mí. Le pedí a mi mamá que me comprara algunas, ¡y sí! Me trajo, pero era una, era de vez en cuando "¡y no más!". Y yo no tenía medios para comprarlas por mi cuenta. Las únicas monedas de que disponía eran para comprar las estampillas que pegaba diligentemente en mi libreta de ahorros.

Un día, seguramente que por aburrimiento, o curiosidad, o porque estaba sola en mi casa, se me cruzó por el camino algún ser misterioso y malicioso, que me llevó a que metiera la mano en el bolsillo de un abrigo del nono, que estaba colgado en la puerta de su habitación. Y me encontré con una buena cantidad de dinero, no de monedas sino de ¡billetes! Y... tomé uno y me lo guardé.

Al otro día, sin titubeos ni miramientos, fui a la confitería más cercana, compré una gran cantidad de golosinas y me las comí sentada en la vereda, gozando profundamente su sabor y el solcito de la tarde.

Volví a casa sin remordimientos... y nadie dijo nada.

Otro día me dieron ganas de repetir la encantadora experiencia, y otra vez el pícaro ser hizo que todas las cosas estuvieran preparadas para que yo volviera, como quien no quiere la cosa, a meter la mano en ese bolsillo que para mí era la copa de la abundancia. El abrigo, esta vez, estaba guardado en el ropero, pero yo ya sabía donde buscarlo. Tomé otro billete y pasé nuevamente un día fantástico, pero ya no sola, sino compartiendo el botín con mis amigas.

De nuevo, al regresar a casa, nadie advirtió ni dijo nada. En el abrigo del nono seguía estando esa buena cantidad de billetes... ¿Por qué no, también, comprarme unas revistitas, de esas que tanto me habían gustado y que no podía adquirir por mis propios medios?. Y me traje dos o tres de ellas. Y otra vez, nadie dijo nada.

Entretanto, mi audacia crecía conjuntamente con mi popularidad entre mis amigos, a los que yo pródigamente repartía golosinas y prestaba revistitas.

Sin embargo, finalmente, el fabuloso bolsillo se agotó. Esperé a ver qué pasaba... y no pasó nada.

Después de unos días sin mis golosinas y revistas empecé a padecer "síndrome de abstinencia" y el ser maléfico, que esperaba por mí, hizo que por casualidad, una noche pasara por el escritorio del nono justo cuando él guardaba unos billetes rojos dentro de su libro de contabilidad. Todos mis sentidos grabaron ese gesto en mi memoria. Y en cuanto tuve la oportunidad, ya con premeditación, sigilo y con completa conciencia de lo no permitido, volví a tomar un billete y continué mi vida dispendiosa.

Acá, ya la nona advirtió que el número de revistas crecía así como el de cintas, adornitos y lápices de colores, y comenzó a interrogarme. Mis respuestas fueron tan seguras que la dejé conforme. Había comenzado a mentir. Las revistas "eran de tal o de cual", cosa que podía ser, ya que siempre me prestaban. Las otras chucherías, o "las encontraba" o "me las regalaba mi otra nona". Tan bien mentía que se acabaron las sospechas. Y yo, segura de que nada saldría mal, seguía confiando en el ser maléfico, seguía sacando dinero.

Yo era chica y todavía no sabía que " a seguro lo metieron preso" y que "las mentiras tienen patas cortas". En la simple ingenuidad del niño, me atrevía cada vez más a hacer de las mías. Hasta que compré en una tienda vecina dos muñecas; una rubia de ojos azules, toda plástica ella, y otra pelirroja, pelo corto y rizado. Las incorporé al grupo de viejas muñecas... y no pasó nada.

Pero "el que nada no se ahoga" y yo no sabía nada. Mi mamá, rara vez se presentaba en el pueblo a mitad de semana, pero por esa lista de casualidades –que ya no trabajaban a mi favor- llegó ella inesperadamente. La nona la recibió tan bien como siempre y yo, ignorante de mi destino, me fui a jugar. Poco me duró el recreo, ya que al ratito nomás me llamó mi mamá y me llevó a la pieza... Y sin preguntas ni clemencias, me puso sobre su falda, me levantó el vestido y con una chancleta de goma fue poco a poco cortando mis relaciones con ese ser que se había apoderado de mí, de una vez, y para siempre... Gracias a Dios.

Recordando esta travesura con mi mamá, me contó que no se habían dado cuenta de la falta de dinero del abrigo, porque el nono se lo había olvidado allí. Pero habían seguido atentamente mis pasos cuando empecé a sacar dinero de su libro de contabilidad, y sólo esperaban la oportunidad de conversar de esto con ella.

Recuerdo

La mesa

La memoria de una de mis compañeras sobre la mesa de su casa paterna me hizo pensar en la mía, y en que por suerte, todavía está entre nosotros.

La tiene Edmundo, mi primo, en su casa de Santa Fe. Me imagino que no habrá sido fácil acomodar una mesa en la cual se sentaban quince o dieciséis personas. Pero ella predomina, reina, en esa sala. Y en las grandes reuniones vuelve a ser protagonista, como en aquellos días, hace tantos años atrás.

Es una mesa rectangular, de grueso cedro, que estaba cubierta por un hule a cuadros rojos, blancos y con florcitas azules, largo en los costados... Lo que tantas veces sirvió para diversión de algunos maliciosos, porque doblado sobre las faldas formaba una canaleta en la que se echaba vino. Este se hacía circular hasta el candidato elegido. Y el desprevenido, que no estuviera formando la canaleta, recibía el chorro de vino sobre sus piernas en medio de las risas generales.

En nuestra mesa se acomodaron los chicos y los grandes, los de casa y los de afuera, un colorido paisaje humano: avezados políticos, circunspectos sacerdotes, jornaleros de paso, profesionales y comerciantes en plan de negocios, y hasta linyeras, previo pasaje por el agua y el jabón, y a pesar de la sostenida resistencia de las mujeres de la casa.

También fue mesa de juego. Ahí arriba bailó la perinola, se amontonaron las cartas de truco, chichón, "mura", y de "culosucios" jugados por los chicos con sus mamis. Y ¿qué chico no se metió alguna vez debajo de ella, jugando?.

Ella fue testigo de conversaciones tranquilas o acaloradas discusiones; de canciones en piemontés, que después de unos vinos se tornaban picarescas; de silencios cuando el que venía del pueblo contaba que alguien había fallecido. Era la mesa en que se repartía el dinero que las mujeres ganaban con la venta de diversos productos. Y en la que ponían los ruleros, que manos habilidosas enroscaban en alguna melena.

En las tardes hacía de mesa de planchado, primero se apoyaban planchas de carbón, después de nafta blanca o bencina, y por último las eléctricas.

Para los almuerzos y las cenas se cubría con generosas ollas de "bagna cauda", o ravioles, con sartenes con "sautizzas" de cerdo o polenta, que algunos se servían con leche y otros –como yo- con salsa de pajaritos. Fuentes de verduras frescas y hongos recogidos en el campo –que llamábamos "bullé"-, soperas humeantes, fruteras repletas. También se cubría con diversas botellas con vino rosado y tinto, espumantes, vermouths, gruesos sifones de soda.

En definitiva, era el centro de la vida de la casa. Esa mesa es un símbolo del amor y el calor de la familia, entre nosotros, piemonteses, puesto que la comida es una ceremonia valiosa que congrega y que perdura.