Pasaporte a la memoria
DELIA NEUMAN
Pasaporte a la memoria
Delia Neuman
Nació en Córdoba en 1929, en barrio San Vicente, donde vivió su infancia y comienzo de su adolescencia. Es médica pediatra, madre de seis hijos y catorce nietos. Los presentes trabajos forman parte de una saga mayor titulada "Pasaporte a la memoria".
"En busca de mis orígenes recorro caminos antiguos, desconocidos. Navego por la savia de mi árbol queriendo llegar a sus más profundas raíces. Me siento lejana en el tiempo. Lejana, en el oriente milenario, en la tierra árabe de mis ancestros, en aquella Siria bendita, cuna de mis antepasados" (DN).
Pasaporte a la memoria
Mi hermana negra
Los seis hermanos sabemos cómo fue la historia de nuestros nacimientos. Responsable de ello es la narradora y protagonista de los hechos: Mi madre.
Por sus relatos sabemos también que la historia tiene un prólogo referido a lo que ella padeció previo a su primer embarazo. Mi mamá era una niña de 14 años cuando contrajo matrimonio con mi padre el 27 de febrero de 1927. Faltaban casi tres meses para el 15 de mayo, día en que cumpliría sus 15 años.
Pasaban los meses y la niña no quedaba embarazada. La familia, como buenos árabes, comenzó a inquietarse pues sospechaban que la pobre era estéril. Se creó un clima tan cargado de preocupación, conjeturas y ansiedad, que los mayores decidieron deliberar acerca de la conducta a seguir para resolver tan grave, importante y acuciante problema. Concluyeron aprobando por unanimidad que debía ser el doctor el único responsable de dictaminar el fallo.
Así fue que la suegra, y la madre de mi madre, la llevaron al consultorio del médico de la familia para plantearle el problema y pedirle que diagnosticara si la niña era estéril o no. Por supuesto que la única que podía expresarse, mejor dicho, hacerse entender, era mi Tete María, su madre, con su particular lenguaje mezcla de árabe y español mal pronunciado. Mi Tete Hafiza, como ya sabemos, nunca habló "la castilla".
En medio de las dos se encontraba mi pobre madre, muerta de susto y vergüenza, paralizada y enmudecida.
El sabio facultativo, después de examinarla prolijamente, se compadeció de la niña y como con lástima dijo a mis abuelas "¡vayan con esta criatura, aún no está madura para el embarazo!".
-¡Pero si ya le baja sangre, Doctor Barrilete! – replicó mi Tete María con tono exigente, volviéndole a decir "Doctor Barrilete" ya que nunca pudo pronunciar con propiedad su verdadero apellido que era Doctor Barilari.
El doctor le explicó que el hecho de menstruar no garantiza el embarazo. A veces, dijo, como en este caso, se necesita estar madura, o sea que los órganos deben estar listos para la fecundación.
-Entonces, doctor, ¿no puede tener hijos? – preguntó asustada mi Tete.
-Por ahora no. Esperen que su matriz madure – respondió el doctor, y continuó – ya verán que los hijos vendrán en abundancia, tantos que no podrá parar de tenerlos.
Así fue que, el 15 de mayo de 1929, el mismo día que mi madre cumplió 17 años, nació su primer hijo, fue mujer, y como ya sabemos, era yo. Delia, me pusieron de nombre.
Dos años después, el 3 de octubre de 1931, nació su segundo hijo. También fue mujer. Se llamó Julia.
Los árabes se desesperaron por un heredero varón. ¡Nunca entendí porqué aman tanto a los varones!, y por qué se decepcionan tanto cuando nacen mujeres.
Mi hermana Julia nació con pelo negro, a diferencia del mío que fue rubio. Cuando las abuelas, que presenciaban todos los partos, la vieron, exclamaron en árabe con tono despectivo: "¡Es otra mujer! ¡Y es una negra!". Desde entonces le quedó el sobrenombre Negra. Es la única que lleva apodo.
¡Mi querida hermana Negra!. Todos la queremos, familiares y amigos, pero muy especialmente sus innumerables sobrinos y sobrino nietos. Los primeros, en su mayoría, hoy convertidos en madres y padres de familia, son depositarios de su amor, de su entrega y su generosidad. Ella, siempre atenta a las necesidades e inquietudes de sus sobrinos, ha sabido buscar la manera de ayudarlos a crecer mediante su apoyo, su comprensión, su consejo, su tiempo y sus ahorros.
Con mi hermana Negra crecimos juntas. Nos encanta evocar nuestra infancia. Los juegos, las peleas, nuestras fantasías, los dichos y palabras que inventábamos. Eran nuestros códigos. Sólo a nosotras pertenecían, y aún nos pertenecen. Su uso sigue vigente. Hoy nos causan la misma sensación de complicidad que sentíamos cuando niñas, sólo que ahora ya abuelas, nos provocan risas con sabor a nostalgia. ¡Éramos tan pequeñitas!.
Mi hermana Negra y yo compartimos el dormitorio hasta el día que me desprendí de mi hogar paterno para empezar a construir el mío propio, el 11 de enero de 1958.
Toda una vida durmiendo, una al lado de la otra, compartiendo nuestras camas gemelas. ¡Tardábamos tanto tiempo en quedar dormidas!.
Todas las noches, después de acostarnos, mi madre -infaltable- se acercaba a nosotras, se inclinaba hacia nuestra frente donde nos persignaba y nos bendecía. Luego nos despedía con el tradicional "hasta mañana si Dios quiere", escuchaba nuestra respuesta, apagaba la luz, y recién se iba de nuestro dormitorio. No podíamos dormir sin que ese rito se cumpliera. Pero nunca nos dormíamos inmediatamente, pues al quedar a oscuras, nuestra imaginación y nuestra mente revoloteaban dando lugar a charlas llenas de fantasías. Nuestras historias, contadas según la ilusión de cada una, nuestros inventos, nuestras discusiones, nuestras peleas y nuestras risas se iban apagando a medida que el sueño nos iba venciendo.
Recordar las aventuras de nuestra infancia es, para nosotras, un motivo de alegría. Relatarlas a los nietos es, para ellos, motivo de asombro, risas y diversión. A los niños les cuesta creer que alguna vez fuimos igual a ellos, por eso se asombran, abren grande sus ojos y escuchan.
"Delia, ¿te acordás cuando organizamos la primera función de teatro en la casa de San Vicente?, no tendríamos más de 7 y 9 años –comenta mi hermana Negra-", y un poco yo y otro poco ella, vamos relatando entre recuerdos y risas aquel suceso, nuestra primera obra de teatro, cuyo talentoso elenco estaba formado por el binomio "Negra-Delia" como únicos artistas. Tuvimos que trabajar mucho, confeccionamos montones de tarjetas de invitación en las que figuraba muy clarito "valor de la entrada: 5 centavos por persona", los que debían ser abonados en la entrada del teatro, cuya dirección era nuestra casa.
Con una semana de anticipación repartimos tarjetas a todas las chicas y chicos amigos del barrio. El día de la función se llenó de niños el patio recién baldeado, acondicionado con bancos y todas las sillas que teníamos a mano, a fin de brindarle la mayor comodidad al público asistente. Tuvimos la satisfacción de lograr un éxito rotundo, el que resultó ser un potente estímulo para continuar con nuestra actividad "artístico-cultural".
Así fue que, siempre con el mismo sistema organizativo, proseguimos con una exhibición de patinaje obteniendo igual éxito, a pesar de que contábamos con un solo par de patines nuevitos, regalo de Reyes, para compartir entre las dos. Nos ingeniamos de tal modo que nos lucimos haciendo mil piruetas, cada una con un solo patín calzado en el pie derecho. El pie izquierdo nos resultó muy útil para tomar envión y alcanzar gran velocidad, y también para demostrar con orgullo nuestra habilidad para crear hermosas figuras que daban mayor gracia y brillo al patinaje.
"¿Te acordás como compadreábamos ante el público mientras ofrecíamos nuestro novedoso, audaz y nunca visto "Valet de patinaje en un solo pie". Siempre al recordarlo terminamos riéndonos a carcajadas.
Continuamos representando dos o tres obras más, sin que jamás el elenco estable de actores sufriera variación alguna, esto bastó para saciar nuestras aspiraciones artísticas y para decidirnos a cerrar definitivamente la "Compañía Teatral".
Lo que no nos saciaban eran las escapadas en plena siesta veraniega, aprovechando que nuestros padres dormían confiados. Íbamos con los chicos amigos a jugar a orillas del Río Primero, hoy el Suquía, o a las vías del tren sobre las barracas de San Vicente, o a vender mercadería que sacábamos de la tienda de nuestro padre: aros, collares, pulseras, botones, hebillas, etc., que cargábamos en sendas cajas de cartón. Salíamos sigilosamente de casa, recorríamos las calles del barrio tocando los llamadores y los timbres de las puertas de las pobres vecinas, a las que despertábamos de sus siestas para ofrecerles nuestras "preciosas prendas". ¡Nunca pudimos concretar ni una sola venta!.
Nos cocinábamos bajo el sol ardiente. Volvíamos de las escapadas sofocadas, apuradas, dispuestas a dar, según lo acordado camino a casa, una explicación que sonara razonable a fin de mitigar el reto que con seguridad recibiríamos de nuestro padre, si por desgracia ya se hubiese levantado de su siesta.
La mesa de mi cocina
Mi cocina, sin su mesa, no sería mi cocina.
¿Dónde desayunaríamos?,
¿Dónde nos sentaríamos a tomar mate?
¿Dónde envolvería los niños en hojas de parra?,
¿Dónde pondría la tabla
para cortar los bifes o picar la verdura?
¿Dónde me sentaría a repulgar las empanadas?
¿Dónde dibujarían mis nietos?
¿Dónde extendería la colcha de planchar?
¿Dónde ajustaría la mariposa de la máquina de moler?
¿Dónde depositaría las fuentes decoradas y listas, esperando
ser llevadas al "comedor de lujo" para servir
a los "comensales importantes"?.
¿Dónde hubiesen hecho sus tareas escolares mis hijos?
¿Dónde hubiesen comido los seis, cuando los más pequeños
debían sentarse en las sillitas altas?
¿Dónde hubiesen derramado la leche?
¿Dónde me hubiesen contado los adolescentes
sus problemas de corazón?
¿Dónde nos hubiésemos sentado a programar los casamientos?
¿Dónde me sentaría en este momento para escribir
lo que estoy escribiendo?
¿Dónde tomarían la leche mis nietos cuando vienen de visita?
¿Dónde colocaría la frutera?
¿Dónde hubiésemos dejado los papelitos con mensajes
de unos para otros cuando éramos diez?
¿Dónde dejaría hoy mi mensaje para mi esposo,
y donde él el suyo para mí?
¿Dónde nos hubiésemos sentado todos juntos a ver
los planos de la casa?
¿Dónde hubiese firmado las libretas de los colegios?
¿Dónde nos hubiésemos sentado en las noches de invierno
a esperar a Gabriel que regresara de "la nocturna"
para cenar todos juntos una comida caliente?
¿Dónde hubiésemos comido con nuestros pequeños
los asados de los domingos lluviosos?
¿Dónde se hubiese volcado la sopa?
¿Dónde se derramaría el vino?
¿Dónde hubiese cosido, zurcido y remendado la ropa de mis niños?
¿Dónde jugaríamos a los naipes?
¿Dónde apoyaría mis codos para hundir la cabeza entre las manos
y permanecer así, inmóvil, sin tiempo,
sola en las noches, para pensar, meditar,
buscar y encontrar la solución
a los pequeños o grandes problemas de cada uno
o los de todos, que hemos tenido
en estos cuarenta y seis años de familia?
¿Dónde...dónde... dónde?, sino en la mesa de mi cocina.
Ella fue mi cómplice y mi testigo.