Objetos perdidos
BEATRIZ LAURA CESIRA DEGIOVANNI MENCHETTI
Objetos perdidos
Beatriz Laura Cesira Degiovanni Menchetti
Nació en la ciudad de Río Cuarto, aunque la mayor parte de su vida ha transcurrido en la ciudad de Río Tercero.
Sus orígenes familiares muestran un claro ascendiente italiano: sus abuelos paternos provenientes de Cavour y Bibiana, sus abuelos maternos de Ancona y Macerata. Reside desde 1995 en La Serranita, Córdoba.
Objetos perdidos
Todavía recuerdo la caja con huesitos de costillas de asado que guardaba entre mis objetos preferidos.
En el año 1948, y durante algunos años más, vivía en Río Tercero, podíamos disfrutar de nuestro hermoso río Ctalamochita, un balneario muy poco tocado por la mano del hombre.
Los sauces crecían a la orilla de su cauce, sus ramas se mecían por la suave brisa y tocaban el agua cristalina que bajaba entre las piedras y formaban los "rápidos", como nosotros le decíamos. Su música continua nos invitaba a colgarnos de sus ramas y balanceándonos nos tirábamos al río.
Todos los veranos nos visitaban los tíos con sus familias. Los tres meses de vacaciones estábamos acompañados, a tal punto que cierto día una vecina le preguntó a mamá si teníamos casa de pensión. Hacía poco tiempo que nos habíamos mudado de barrio. Tres de mis primas se instalaban en la casa, y aunque sus papás regresaran, ellas se quedaban con nosotros disfrutando el verano. Con mis dos hermanas formábamos un grupo de seis niñas.
Mis padres junto con mis tíos se turnaban para llevarnos al río. Recuerdo la coupé de tío César. Felices nos sentíamos cuando paseábamos en ella, con los pelos al viento, nos divertíamos tanto. Todas íbamos amontonadas en el asiento de atrás.
Las tardes de río siempre culminaban con un asado. Los improvisados asadores, dos grandes piedras, sostenían la parrilla que traíamos de casa, y quien hiciera el asado debía estar bien entrenado para tal fin.
Papá nos había enseñado a comerlo y dejar las costillas limpias, blancas como él decía. Para nosotras era un orgullo cuando lográbamos dejarlas así.
Cierto día se me ocurrió guardar un huesito por cada asado que compartía con mis primas. Tenía una caja donde los recogía y anotaba en un cuaderno el acontecimiento.
Por supuesto que cuando ellas partían el huesito ya estaba en la casa, y en el cuaderno el recuerdo de mis lágrimas. Nunca me gustó que la gente se fuera, lloraba siempre, no entendía por qué debían irse. Cuando yo viajaba a visitarlos me sucedía lo mismo, no quería volver a casa.
Continúo contándoles la historia de mis queridos huesitos. Había guardado muchos, no sé cuántos, porque a cada ser querido que nos visitaba lo agasajábamos con un asado. Yo, sin que nadie me viera, guardaba un huesito.
Cierto día, y ya tenía más de veinte años, regresaba de mi trabajo, era secretaria de gerencia en Atanor. Cansada y con ganas de recuperar energías para recibir a Kuky, hoy mi esposo, porque ese era "día de visitas", mi mamá me increpó: "¿Y esa porquería? –había encontrado mi tesoro, la caja con huesitos-, ¿por qué guardas esto?".
"Pero mamá eso es mío, ¿por qué me lo quitas?". Le respondí.
"¿No te parece que ya sos grande y podés dejar las cosas de la infancia a un lado?". Fue su respuesta.
No contesté, lloré un largo rato, sentía invadida mi intimidad... pensé mucho, mucho. Con el correr de los días decidí desprenderme de tan preciado tesoro. Sin que nadie me viera, junto con el cuaderno, los arrojé al fuego que papá estaba preparando para hacer un nuevo asado. Fue como despojarme de momentos felices de mi infancia, de las inolvidables vacaciones que junto a mis primas disfrutábamos tanto.
La mesa de cocina
La mesa de cocina de mi casa paterna era de madera muy blanca y de grandes proporciones, 2.50 x 1.20 de ancho. Reposaba sobre anchas y sólidas patas que papá había pintado de color gris muy claro. En el medio tenía un cajón de unos 60 cm., donde mamá guardaba los libros y recetas de cocina.
En esa mesa mamá amasaba los tallarines que comíamos casi todos los domingos. Eran admirables las enormes masas redondas y muy finas que mamá amasaba, ayudada por un palo de escoba que papá le había preparado para tal fin, debían estar sobre la mesa hasta que se secaran y eran tan largas que colgaban de ambos lados. Era la oportunidad que mi hermanita Susana aprovechaba para esconderse debajo.
La mesa se mantenía impecable, siempre limpia ya que se cubría con hule para las otras tareas. Allí Eve, Susana y yo hacíamos los deberes. ¡Cuántas veces escribíamos con lápiz o con lapicera con plumín, hacíamos dibujitos en el hule y desparramábamos la tinta!, mamá se apresuraba a limpiar para que no se manchara la madera.
También nuestra mesa fue testigo de las tantas mezclas de pintura al óleo que papá practicaba antes de llevarlas a la tela. Utilizaba la punta de la mesa para disponer la caja de pinturas, el florero de boca ancha, hecho con madera de palo santo y repleto de pinceles de distinto tamaño. Allí asentaba la paleta y los trapos para limpiarlos.
El caballete con el cuadro de turno, ubicados a su lado, esperaban pacientemente que la mano del artista se decidiera a trabajar.
Una enorme lámpara con luz de día y una gran pantalla colgaba desde el techo e iluminaba toda la mesa. Cuando papá ocupaba su lugar en la punta, la luz se reflejaba en sus lentes ocultando sus enormes ojos color cielo.
Era la única mesa que había en la cocina. ¡Cuántas veces me enojaba porque hablaban los mayores y no nos hacían partícipes de las conversaciones, "es tema de adultos", nos respondía papá!.
Otras veces, después de almorzar o cenar, papá acostumbraba a leer un largo rato. Se acomodaba la mesa, y mientras mamá preparaba un "tecito" digestivo, papá seguía sentado en el mismo lugar enfrascado en la lectura. Le apasionaban los temas relacionados con los ovnis. Leía la revista "Ocruzeiro" que recibía por correo, también "Selecciones de Readers Digest" que coleccionaba. Era inútil querer interrumpirlo, hasta que no terminaba de leer el tema papá no escuchaba.
Esta mesa también fue escritorio. Cuántos pedidos hechos y rehechos, de cálculos de madera, de raulí, de peteribí, pinotea, pino chileno, roble, araucaria y tantas otras que papá debía comprar para cumplir con los presupuestos dados de muebles estilo provenzal, francés o tal vez algún americano, fileteados, quizá tallados o enchapados. ¡De esas manos de ebanista salían maravillas!.
Por las tardes mamá usaba la mesa para abrir las telas y los moldes se acomodaban sobre ella, mientras los alfileres se escapaban impacientes de la caja que los apisonaba. La tiza corría presurosa alrededor de los moldes cediéndole el lugar a la tijera. Mamá cortaba las telas bajo la mirada vigilante de la nona Teresa. ¡Que hermosas prendas fabricaban!, un guardapolvo, un tapado, quizás algún vestido, no se animaba a cortar pero sí coser. Era tan prolija que nos costaba adivinar cual era el derecho de la prenda.
Disponía la máquina Singer, recuerdo de la nona Cesira, la mamá de mi mamá, al lado de la mesa, el costurero con los hilos en ella descansaban, y allí se trabajaba casi todas las tardes, mientras nosotras hacíamos los deberes.
Otras veces la mesa se cubría con ovillos de lana de hermosos colores. Con un poco de imaginación se podía ver reflejado en ella el arco iris, mamá elegía los colores para comenzar a tejer un suéter y la nona los separaba para fabricar con la aguja crochet los cuadraditos que luego se transformaban en hermosos cubrecamas.
Fue la mesa testigo silencioso de grandes decisiones, confirmamos la fecha de nuestro casamiento, planificamos la fiesta, el viaje de bodas. Compartió alegrías y llantos, noticias buenas y algunas malas. Cuando llegó Sabrina, mi primera hija y la primera nieta, la mesa supo de esa gran alegría, papá la paraba sobre ella y disfrutaba de las gracias que mi niña hacía, actitud que se repitió con cada uno de mis hijos. Al ser más grandecitos, Susana los hacía dibujar, sentados sobre almohadones y al descuidarnos siempre había algunos trepado sobre la mesa, allí se acostaba y seguía dibujando.
Ahora que pasaron tantos años y después de haberla achicado en su tamaño, nuestra mesa, aún útil, espera paciente en el garage de la casa que alguien vuelva a pensar en ella.