Lenguas de fuego
FABIANA LEÓN
Lenguas de fuego
Fabiana León
Nació en Oncativo y reside en Villa María desde 1988. Es licenciada en Comunicación Social por la UNC, ejerce el periodismo y la docencia a nivel terciario desde hace una década. Actualmente prepara la publicación de su primer libro de poemas "Bocado infinito". Algunas de sus poesías fueron publicadas en diarios y revistas literarias de Villa María. Participó en la "Antología Plural", editada en 2002 por la Sociedad Argentina de Escritores Villa María.
"Tuve el enorme placer de participar en el Taller de la memoria familiar organizado por la Casa Balear de Villa María, coordinado por Rafael Sucari. Allí acudimos, buscando el amparo de la tribu para seguir construyendo muestra propia historia" (FL).
Lenguas de fuego
La llamaron Rosa y había nacido en septiembre. El 8 de septiembre de 1917, Cándida Ciriacci fue madre por primera vez. Se había casado muy joven con Aldovino Zanotti, un italiano venido de Europa que ancló su esperanza en plena pampa cordobesa, en la zona de Colonia Almada. Era la segunda mujer de una familia integrada por otros siete hermanos y una madre inmensamente poderosa que desborda autoridad desde la fotografía partida por un capricho niño que me acercó su nieta.
Aldovino se dedicó al campo, como dueño de unas tierras promisorias donde sembró trigo. Por esos años, el trabajo se hacía a mano, en contacto directo con el barro y el guano de las vacas, aunque no había muchas en el suyo: sólo las necesarias para el alimento familiar, para los desayunos portentosos, con salame casero, pan horneado por ellos mismos y esa deliciosa mermelada de duraznos que tan bien cocinaba Cándida. Pureza que arde, dice el nombre de la bisabuela, y es el oxímoron un verdadero desafío para esta bisnieta curiosa que intenta en vano hacerla presente, sacarla de ese retrato oval compartido con su esposo, hace tantas guerras, y acercarla a este mundo mío, lejano y mío. Eterno. Nuestro.
Lo que no fue
Probablemente Aldovino no imaginó nunca que esa hija argentina, Rosa, y el más pequeño, Tito, no lo verían viejo.
-Cuando sea grande usted me va a ayudar con la cosecha- le decía al varón cuando caía la tarde, y fuera de la casa precaria miraba un horizonte inmenso, extraño a sus ojos italianos, incapaces de concebir tanta extensión sin montañas ni peñascos.
Y Entonaba viejas canciones en su lengua para nombrarse y designar al hijo. Para recordar por qué había llegado desde tan lejos, para reconciliarse con los fantasmas de su sangre que le demoraban el sueño. Adentro, Cándida tejía medias a cuatro agujas para Rosa y pensaba en los hijos que concebiría la niña. Seguramente imagina a sus nietos y se veía pródiga en caricias, más sabia y paciente que ahora:
-Si la primera es una nena, le pondrás Cándida- decía a la pequeña mientras le ataba moños en el pelo renegrido. Tal vez, el pelo de la abuela se detuvo en esas caricias, anhelando la mano de su madre, el calor de esa fuente primordial y tan efímera.
Cuando murió, sólo tenía unas pocas canas y el corazón atado con un hilo de tanto dolor acumulado.
El espejo
Cuando murieron los padres de Rosa, a ella y a Tito los llevaron a Córdoba, a un orfanato: -Esa era la ley-, cuenta mi madre, quien nunca supo por boca de Rosa ese detalle desgarrador. La niña tenía cuatro años y el varón sólo dos.
Cuántas tazas de leche en soledad y amargura, cuántas noches sin sueño esperando a sus padres. La tristeza de saber que no vendrían. Pero llegó la abuela, la madre de Cándida, y los llevó con ella a continuar la vida imparable.
Estoy frente al ropero que Rosa heredó antes de tener conciencia. La bisnieta de Cándida y Aldovino, en 2002, mira los bordes marcados por el tiempo de este espejo que condensa todas las miradas. Ve a Rosa jugando con su hermano, el que nunca se casaría. Tito sin hijos, Tito despojado de sus padres a los dos años. Y de toda posibilidad de construir una familia propia, como la que le arrebató la desgracia. El terror de no poder sostener mujer y niños lo dejó estancado en una soledad interminable. Trabajó toda su vida como peón de campo. Con el tiempo, pudo construir una casita en Colonia Almada. Siempre tenía una broma para hacer.
Mi tío Tito murió en Oncativo, en 1991, a los 72 años. Estaba solo. Sus sobrinos habían salido. Les dolió esa circunstancia, sumada a las dudas por la impericia médica. Nadie esperaba ese desenlace.
Y ve a Rosa joven y espléndida, felizmente casada con Juan Alfieri, el segundo hijo de Adelina Deangelis, nacida en Macceratta, y de Juan Alfieri padre, oriundo de Como, región de Lombardía.
Juguetes
Entre los juguetes con los que juegan mis hijas, está la muñeca que me regaló la abuela. Tiene el pelo rubio apelmazado y la cejas dibujadas con fibra. Pronto tendrá 25 años y está desnuda. Rosa me la dio cuando cumplí 15. Lo mismo había hecho con Alejandra, mi hermana mayor. En ese momento, me pareció un poco extraño el obsequio.
Por esa época, era costumbre regalar cadenas, medallas, ropa... Sin embargo desde hace un tiempo me resulta más claro. Creo que ella quiso regalarme una metáfora sobre la maternidad y pensó también, aunque no supo, en Delfina y en Sarah, las lenguas de sangre que me continúan. O tal vez, simplemente, proyectó su deseo incumplido de jugar cuando era tiempo, antes de tanto trabajo, de tanta pobreza. Antes de golpear con sus puños el ropero heredado y preguntar por qué.
La muerte
Cuando el médico y escritor musulmán Al Razi escribió el tratado sobre viruela que lo haría famoso en el mundo islámico y occidental, once siglos atrás, no imaginó que deberían pasar más de mil años para que la enfermedad fuera erradicada del planeta, en 1979.
Menos pudo pensar que en este lado del mundo, en el nuevo milenio, una mujer argentina recordaría el hecho. Abu Bakr Muhammed Ibn Zakariya Al Razi descubrió por primera vez la enfermedad que mató a Cándida y a Aldovino y se llevó al tercer hijo no nacido. Era 1921 y en el país gobernaba Hipólito Irigoyen. Rosa supo, entonces, que después del invierno el frío podría ser interminable.
Rosa caminaba torcido porque su pierna izquierda la tenía a mal traer. Era un fuego noble que siguió ardiendo después de que Juan la abandonara, cuando la hija mayor, mi madre, se había casado.
En silencio, lavó para otros ropa de cama. La suya siguió vacía. También cosía. Hacía pantalones perfectos con una Singer del siglo pasado que su nieta conserva todavía como una promesa de otras prendas para sus hijas.
Un fuego entrañable que volvió en un sueño sólo porque dije que la amaba. Para abrazarla. Dicen que sonreía. Era un fuego sereno. Arde todavía.