Lagunilla
ALBERTA BACELLS
Lagunilla
Alberta Bacells
Nació en Pilar, provincia de Córdoba, y ejerció la carrera docente. Hija de padres españoles, vivió y cursó su escuela primaria en diversos pueblos del interior: La Lagunilla, Pilar, Villa María. Parte de ese recorrido y experiencia está reflejado en su obra.
Lagunilla (Pilar – Córdoba)
Aquí me siento tímida y pensativa por el tema que quiero abordar. Ubicarme en aquel escenario feliz de mi infancia. Lugares y tiempo que me absorbieron tanto.
Durante años creí que allí empezaba y terminaba el mundo.
Aquellos caminos bordeados de poleos, piquillines y chañares que enmarcan los sembradíos de maíz, trigo, maní y girasol con sus enormes flores amarillas que siempre miraban el sol. Cuando salíamos temprano sus flores, siempre en posición ceremoniosa, miraban el suelo. Al volver, después del mediodía, ya estaban orando, mirando hacia el cielo. Aquel cielo que cubre la bóveda celeste entre Lagunilla y Pilar, cielo de nubes entrecortadas.
(Segundo, un peón que estaba en el campo, un día miraba consternado hacia el oeste, casi sobre la hora del ocaso y me dijo: mirá esas nubes que se desarman como algodón, por allí, en ese lugar, hoy ha muerto alguien.
Pasando los años supe que no había muerto una persona sino millones, pero aquel sentimiento quedó imborrable en mi corazón. Quizá a Segundo se lo había contado alguna abuela, para mitigar algún dolor, tal como lo hacemos con un niño cuando pierde un ser querido).
Aquel cielo que miré y que creía que era único y que era mío cuando contemplaba las estrellas.
Y la luna, que era la morada de San José, la Virgen María y el Niño que iban sobre su burro –al contemplarla veía sus formas-, tan distinta de aquella otra luna roja, que salía del horizonte y me aterrorizaba, y que veía muy diferente a la que alumbra las noches, cuando está en plenitud.
Allí donde se perfumaban los campos, con gratificantes olores a hierbas silvestres, se veían los animales que pastan tranquilos desde el amanecer. Allí estaba la enorme casona que me vio nacer y crecer en mi primera infancia, rodeada de eucaliptos, de aves que hacían sus nidos en los aleros, mariposas que revoloteaban luciendo sus colores, abejas que trabajaban para obtener la miel más transparente y pura, y que cuando caían al estanque, junto con mi hermana Irene, pasábamos horas realizando el salvamento. No queríamos que murieran ahogadas.
Allí en el estanque donde caía el grueso y traslúcido chorro de agua, cuando la rueda del molino giraba.
Bajo ese mismo cielo que entonces era mío, estaba la escuela que compartía esa parte de esa vida. La escuela de galería larga y piso rojo, bordeada de grandes arcos. En el centro de uno de ellos estaba el escudo de la identificaba "Escuela Fiscal de la Provincia".
Los ladrillos de esa escuela se fabricaron en mi casa, atrás del parque de paraísos, más allá del alambrado. Allí vi trabajar el barro, convertirlo en rectángulos, armar el horno que los quemó durante varios días hasta cocinarlos.
Por las noches era placentero ver las llamas que cambiaban de color, mientras que los ladrillos pasaban del rojo incandescente al rojo dorado.
En el colegio, sobre el piso brillante, jugábamos a la Payana, al Ta-Te-Ti, y en sus patios nos dedicábamos al Mantantero Li Ru La, al Martín Pescador, al Panadero, Bajo el Puente de Aviñón y otros juegos inocentes que tan felices nos hacían, éramos niños despreocupados y tranquilos.
Los ojos de nuestras maestras velaban por nosotros. Aquellas heroicas maestras a las que siempre he recordado, y creo que hasta algunas veces he imitado por el respeto y la admiración que por ellas he sentido.
Porque no brindar, entonces, mi homenaje escribiendo sus nombres: María Angela Peñaloza, que se trasladaba año tras año desde La Rioja, Elena Fons de Arroyo, oriunda de Córdoba. Recuerdo sus letras y hasta sus firmas.
Sé que no existen ya, pero si las pudiese ver las reverenciaría de rodillas. Pasando los años cada vez valoré más su labor. Ellas nos dieron mucho, nos dieron todo y no cobraron desarraigo.
Concurrían a la escuela los hijos de las familias Martínez, Peretta, Picatto, Demaría, Druetta, Marano, Jacob, Jiménez, Camaraza, Aguirre, Margalef, Monzó (nuestros vecinos más cercanos y nuestros compañeros diarios de juegos). Sé que no menciono a todos, otros muchos pasaron por la escuela, pero no quiero dejar de mencionar a la Tocha, la hija de la maestra.
Aprendimos a leer y escribir, las cuatro operaciones –esto implica las tan temidas tablas-. Nuestras maestras supieron tener la paciencia y empeño necesario. En esa época no existía la exigencia de maestras particulares, además eran muchos los padres totalmente analfabetos, pero ellas tuvieron la voluntad suficiente para obtener los logros que en este momento no se ven en los colegios.
En estos recuerdos no quisiera olvidar a los medios de transporte que utilizábamos para trasladarnos al colegio, y unidos a ellos las travesuras que a veces cometíamos.
Había algunos alumnos que vivían más cerca de la escuela y se iban caminando, otros llegaban a caballo y algunos utilizaban el sulky, entre ellos estábamos nosotros.
En mi casa eligieron para atar el sulky un caballo viejo que ya no servía para otras tareas. Por sentimentalismo no habían querido enviar al caballo al frigorífico, recordando que había sido un caballo tan bueno y servicial. Se llamaba Pangaré, tal como se les dice a los caballos de color anteado y de hocico blanco amarillento.
Salíamos diariamente los hermanos camino a la escuela. Con nuestro sulky, Pangaré que hacía lo que se le daba la gana, el día que quería caminar, caminaba, el día que se le antojaba trotar, trotaba, y había veces que nos hacía reír durante todo el camino porque con sulky y todo galopaba. Quién conoce de caballos comprenderá que sólo a Pangaré se le podía ocurrir tal originalidad.
Pero Pangaré quedó en la historia no sólo por eso, sino también por otras particularidades. ¡Pobre!... como estaría de cansado que del portón de la escuela no pasaba, si alguna vez hubiéramos querido seguir el viaje más allá era imposible, y cuando estábamos en el lugar exacto de cada día, al llegar se acostaba con sulky y todo, y con el toque último de campana se levantaba, y en cumplimiento de su deber, estaba listo para partir hacia la casa, jamás hubiese ido para el lado contrario.
Un día a Pangaré lo venció el cansancio. Entonces seleccionaron entre otros animales uno de confianza. Era una yegua jaspeada que se llamaba Sarca, tenía un ojo de cada color, a eso se debía su nombre.
La Sarca era buena yegua, tenía un solo defecto, cuando se le adelantaba otro sulky conducido por un animal más veloz, no se quería quedar atrás y se apuraba sin que se lo ordenara. Todo iba muy bien... hasta el día que una de las chicas Monzó llegó a la escuela con un sulky muy liviano preparado para correr carreras. Tenía ruedas de bicicleta y el caballo estaba adiestrado para esa tarea. Cuando el sulky salió de la escuela, la Sarca se sintió en competencia. Eso fue terrible, los dos animales comenzaron a correr, el caballo de carrera omitió el camino que le correspondía, su conductora había perdido la autoridad, lo mismo que nosotros. Y los dos animales corrieron intentando ganar.
Alertados en la casa de Monzó y en la nuestra, sin entender bien qué pasaba, salieron cruzando campos para acortar camino. Sufrimos desesperadamente, pero llegamos al pánico cuando cerca de nuestra casa, doblando por el último camino, el sulky de carrera se enganchó en un árbol. Saltaron las ruedas hacia un lado, el asiento hacia otro y su ocupante rebotó hacia cualquier lado, pero los animales no cedieron en su competencia hasta que llegaron al patio de la casa.
Allí se quedaron como los caballos más buenos del mundo. Socorrida la damnificada, apareció el alivio, estaba ilesa, ni un rasguño, ni un moretón. A partir de ese momento la historia pasó a ser una anécdota risueña.
Así son los mil recuerdos de esa porción de mundo que marcó mi infancia.
Ahora la escuela está remozada, ampliada, funciona un CBU. Hace un tiempo, cuando me detuve para observarla, sentí que la piel se me erizaba y que los recuerdos surgían unos tras de otros. Los árboles aún están como testigos mudos. Los eucaliptos que alguna vez plantamos y regamos con latas de aceite que tenían una manijita de alambre.
Si un árbol se secaba, los 11 de septiembre, día del maestro y del árbol, los varones hacían un pozo, y en ceremonia junto a las maestras poníamos otro árbol para reemplazarlo.
¡Cuántos recuerdos! Siento que mis ojos se empañan, y un no sé que me hace un nudo en la garganta.