La máquina de coser
STELLA MARIS YOBE
La máquina de coser
Stella Maris Yobe
Nació en Santa Fe de la Vera Cruz. Partió hacia la provincia de Córdoba después de casarse y se instaló a orillas del lago San Roque, donde tiene su hogar junto a su marido y sus dos hijas. Fue profesora de Ciencias Biológicas. Comenzó esta aventura literaria indagando en el pasado de sus padres y en las historias que rodearon el encuentro entre ellos.
"Largos caminos recorrieron mis raíces, llegando hasta aquí por dos líneas distintas pero entrelazadas en el tiempo. Una en caravanas errantes, revoloteando entre las dunas y saltando entre las norias del Oronte, escapando a las crueldades de la guerra, cuando mi padre vino de Siria. La otra línea maduró tardes bajo la sombra de los olivares, al compás de las castañuelas, y me encontró al trasmitirse de generación en generación a través de mi madre catamarqueña, descendiente de españoles. Soy fruto orgulloso de esta fusión de culturas que quiero trasmitir en mis relatos y describir reviviendo anécdotas de antaño. Actualmente estoy escribiendo un libro sobre la inmigración árabe" (SMY).
La máquina de coser
Iris sacó un brazo fuera de las frazadas y, moviéndose con mucho cuidado para no despertar a su esposo, dio la que sería –pensó- la duodécima vuelta de esa noche. Ya llevaba varias así: a las 6:30, cuando el despertador sonaba en la habitación de su hija, deslizaba los pies en sus pantuflas y daba por terminada otra noche de insomnio.
Todo había comenzado hacía casi un mes cuando el cartero entregó, junto con la correspondencia, aquel aviso del estudio del abogado. La nota era perentoria. Había una cuenta impaga en el banco desde hacía dos años y tenían un plazo de treinta días para cancelarla. El monto era elevado para el estado de sus actuales finanzas. En tres días debían pagar.
En todo ese tiempo Iris había agotado sus recursos para solucionar el problema. Ella estaba segura que no existía tal deuda, ya que con su esposo eran muy cuidadosos, pagaban siempre antes de los vencimientos y guardaban todas las boletas y recibos. Pero a pesar de tantas gestiones y de presentar comprobantes, no pudo hacer nada.
El problema surgía, le explicaron los abogados, por una tarjeta de crédito a la cual habían dado de baja hacía dos años. En su momento, el empleado bancario había roto los plásticos delante de ellos y les había asegurado que estaba todo listo, que la tarjeta estaba cancelada. En lo que no repararon fue en solicitarle el comprobante de cancelación y, al parecer, el deshonesto empleado estuvo usando la tarjeta para compras telefónicas, tras cambiar el domicilio a donde llegarían los resúmenes. Nunca se enteraron de nada hasta la citación judicial. Ahora su casa corría peligro si no conseguían el dinero adeudado y sus intereses.
Por la mañana, Iris recordó que esa noche había tenido sueños muy raros. Había visto claramente el frente de su casa con un cartel de remate, pero al instante era la casa de su mamá, allá en Santa Fe. Soñó que entraba y la veía cosiendo en la vieja máquina Singer. El rítmico ruido del pedalear parecía persistir en sus oídos. En el fondo la voz de su madre la instaba a ordenar su habitación. ¡Qué mezcla! No entendía nada.
Se aseó y tomó el desayuno, y al entrar nuevamente al dormitorio comprobó que los libros y papeles se habían ido acumulando con el pasar de los días sobre la cómoda. Decidió ordenar un poco, de pronto apareció ante su vista: era una cajita de cartón en la que para Navidad le habían llegado las tarjetas de los pintores sin manos que había solicitado; la tapa, labrada en azul se encontraba aplastada por el peso de los libros.
La abrió convencida de que allí encontraría las fotos familiares antiguas que había estado buscando para el trabajo sobre memoria familiar. Como le pasaba ya hacía un tiempo, su memoria le había jugado una mala pasada, las fotos no estaban.
Con la uña fue levantando los papeles y cosas que se encontraban allí. Un papel doblado en cuatro atrajo su atención, el color era amarronado, y en las marcas del doblez aparecían unas manchas marrones más oscuras, lo abrió y lo primero que vio sobre su margen superior izquierdo fue una S de borde doble de color rojo con unas palabras inglesas escritas en negro en su interior. Era una S muy particular, creería que gótica y recordaba haberla visto muchas veces tallada en madera y forjada en hierro. En el centro una estampilla de aduana se mantenía intacta.
Miró detenidamente el papel y leyó "SINGER SEWING MACHINE COMPANY". Era un recibo fechado en la Ciudad de Salta el 24 de enero de 1933 a nombre de la Srta. Francisca Robles por la compra de una máquina de coser "Singer" estilo 15-30MA, por valor de trescientos pesos moneda nacional. En el último renglón había una firma.
Ella no recordaba haber oído nunca ese nombre. Giró el papel y allí, escrito a mano decía: "Este recibo ha sido abonado por la Sra. Ramona Allende de Yódice. Salta 24 de enero de 1933", con la misma firma que en el anverso y un sello ovalado en tinta azul.
Ese nombre puso en alerta todos sus sentidos, era el nombre de su madre que había muerto hacía ya más de un año, justo el día que cumplía 92. En ese momento recordó cómo había llegado ese papel a sus manos.
Cuando con sus hermanas reunieron fuerzas para recorrer la vacía casa paterna y comprobar qué cosas había en los cajones y muebles que las habían visto crecer, una de ellas le dijo: "Tomá, esto llevalo vos, ya que tenés la máquina, es el recibo" y le tendió el papel que guardó cuidadosamente. Iris no se acordaba cómo había ido a parar en aquella caja. Pero lo que sí recordó en esos momentos, fueron todas las anécdotas que su madre le había contado sobre los comienzos de su matrimonio y lo que la máquina significó para ella.
La compra de esa máquina había sido un lujo que su madre se había permitido después de haber luchado durante seis años con la vieja máquina de coser a lanzadera, que también era marca Singer, y que se la habían recibido como parte de pago de la nueva. Tenía tantos adminículos que con ella se podían hacer ojales, vainillas, festones y dobladillos. Se podía bordar y coser en zigzag, siempre que uno supiera qué aparato agregar en el pie de la máquina. Como el pago de la diferencia entre las dos máquinas había sido al contado, le ofrecieron asistir a un curso gratuito para aprender a manejarla.
Ramona había nacido en 1909 y el recibo tenía fecha de 1933, o sea que al momento de la compra ella tenía veinticuatro años. Tan sólo veinticuatro años pensó -sosteniendo todavía el viejo recibo en la mano – la misma edad de su hija mayor, que aún vivía con ellos y a la que muchas veces esperaba con la comida servida cuando venía del trabajo. Volvió a sacar la cuenta por si se había equivocado. No, era así nomás. Es que no podía creer que su madre a los 24 años hubiera vivido tantas cosas y pasado por tantas situaciones nuevas, saliendo airosa de todas ellas.
Se había casado muy joven con un hombre mayor, dieciséis o diecisiete ella y él alrededor de treinta, o tal vez algunos más; todo un abismo. Tuvo que dejar en su ciudad natal sola a Rosalía, su madre (era única hija y su padre había fallecido al poco tiempo de nacer ella) para trasladarse a otra ciudad, es más, a otra provincia, Salta. Él tenía un gran almacén de ramos generales en el que vendían artículos de tienda, bazar, comestibles, forrajes y productos para el campo. El lugar se llamaba San Antonio de los Cobres, y cuando Ramona lo nombraba a Iris le parecía que estaba en el confín del mundo.
Guardó el recibo, se dirigió al living y comenzó a hurgar entre viejos casetes que hacía mucho tiempo no escuchaba, hasta que por fin encontró lo que buscaba. La etiqueta decía "narraciones de mamá en San Antonio de los Cobres", lo tenía muy escondido, porque sabía que era una etapa de su vida que su madre no contaba muy a menudo, es más, casi la guardaba como un celoso secreto, a tal punto que ella sospechaba que algunos de sus hermanos no sabían de su existencia.
Colocó el casete en el grabador, se recostó en el sillón y al apretar el play, la voz se deslizó ondulante e inundó su ser, con esa vocecita suave y dulce, que obligaba a inclinar la cabeza para oírla mejor, pero que los hacía temblar cuando eran chicos y estaba enojada.
..."en la pieza trasera del negocio había una máquina de coser a pedal, de esas de lanzadera. Yo por supuesto no sabía cómo se usaba ni mucho menos coser, la máquina estaba allí desde la época en que una mujer hacía los pantalones y las camisas de trabajo para vender en la tienda, pero después se enfermó, se fue a la ciudad y ya nadie más la usaba. Desde entonces, la ropa de trabajo se compraba en las grandes tiendas de Bs. As., como por ejemplo "ombú", y la ganancia que dejaba era mucho menor.
Un día, hablando con la señora boliviana que tenía para hacer las tareas de la casa, me dijo cómo se enhebraba la máquina y a grandes rasgos cómo se hacía para coser. Recuerdo el trabajo que me dio pedalear parejo y que no se volviera para atrás, -explicaba mi madre, la recordaba haciendo movimientos con los pies como si estuviera impulsando la vieja máquina Singer-, porque entonces se cortaba el hilo, había que empezar todo de nuevo y la costura quedaba feísima. Me pasé practicando dos días seguidos -seguía contando la vocecita en el grabador-. Elías, -así se llamaba su marido- se había ido a Salta a comprar mercaderías, de manera que no se enteró de nada. El próximo viaje sería más largo, tendría más tiempo para practicar pensé, y le dije a Lidia, la boliviana que no contara nada, que era una sorpresa.
La próxima vez que me quedé sola, ya tenía un plan, descosí un pantalón de trabajo de él para usarlo como molde y saqué de la tienda un trozo de tela de una pieza que había para la venta. Y aunque vos no lo creas hice mi primer pantalón, así que me animé y corté algunos más de otros colores, los que alcancé a terminar antes de que él llegara. Lidia me ayudaba a prolijar las costuras y a poner los moldes. Era lo que hacía con la otra costurera.
Iris escuchó su propia voz en la grabadora preguntando:
- ¿Que pasó cuando él llegó?.
Cuando llegó le presenté los pantalones envueltos en papel marrón y le dije que había aparecido una nueva costurera y que los había traído de muestra para ver si los queríamos. Los miró y me dijo "¿Y a vos que te parece?". "Que están muy bien", dije yo, y además nos salen muy baratos. Le dije un precio, porque yo ya había sacado la cuenta del valor de la tela y le agregué unos pesos. No lo podía creer, hasta que al final le dije que los había hecho yo y que todavía salían más baratos porque la tela a nosotros nos costaba menos. Así fue que comencé a coser para el negocio, y después me animé con las camisas. Los ojales daban mucho trabajo y al principio no me salían tan prolijos.
Cuando el relato terminó, los ojos de Iris estaban brillosos por las lágrimas; apagó el aparato y se quedó sumida en sus pensamientos.
El rítmico pedalear de su madre en la máquina volvió a sonar en su cabeza. ¿Qué me está pasando? se preguntó. ¿Por qué la tengo tan presente ahora?.
Recordaba tanto las veces que su madre contaba sobre su infancia, allá en el pueblito norteño, cuando la vestían con los vestiditos con vuelos, lavados y almidonados una y otra vez, y la peinaban con el cabello bien tirante, y le ponían dos grandes moños que su tía Ferminia -hermana de su madre- le había comprado con algunas moneditas, que seguramente habían quedado del último poncho de vicuña vendido y que, a no dudar, le habría llevado mucho tiempo tejer.
Cuando terminaban de emperifollarla, le daban la merienda, mate cocido con leche, o mate cocido solo si no había para comprar leche, y la hacían sentar en una sillita de paja, al lado de su tía, quien hacía volar sus largos dedos sobre la labor. En una mano se envolvía el vellón de lana, de vicuña, de llama o de oveja, y con la otra mano sostenía el huso que con una magia sin igual hacía girar con golpecitos firmes. Mientras el huso giraba, uno veía cómo el vellón se iba transformando en una hebra más gruesa o más fina, según su deseo, y se iba enrollando en el eje del viejo huso de madera liso y brillante por el roce durante tantos años de trabajo.
Ella, sentada en su sillita aprendía a tejer medias con cuatro agujas. Unas agujas muy especiales que su tía le hacía con las espinas de una planta de cactus que crecía en el rastrojo detrás de la casa, a las que les quemaba y limaba las puntas. El rastrojo eran unas hectáreas de tierra donde su madre y su tía, también viuda pero sin hijos, plantaban maíz para "el locrito" -como solían decir- que era su comida habitual, a la que se le agregaba en ocasiones especiales una carnecita de puchero, y en otras más especiales todavía se lo acompañaba con unas empanaditas criollas dulcecitas.
En el rastrojo se plantaban también verduras y había una higuera y dos o tres nogales que se cargaban de frutos. Cuando estaban listos, los mayores golpeaban las ramas con una vara y ella ayudaba a juntar las nueces -que se guardaban en lugar seco para comer durante el año o vender si se daba la oportunidad- y los higos que se comían de postre o se transformaban en riquísimos dulces los que, guardados en frascos, iban a ser el deleite de todo el año, logrando así alimento y disfrute a bajo precio.
La familia de Ramona era realmente humilde, pero a pesar de ello su madre y su tía la mandaban a la escuela impecable, y así debía continuar siempre, pues ni siquiera la dejaban ir a jugar con los otros niños a la vereda ni a los patios de tierra, "para que no te ensucies ni aprendas malas costumbres" le decían.
Parecía que en sus más íntimos pensamientos la estaban criando para que se diferenciara del resto de sus vecinos, con el objeto tal vez de que su destino fuera también distinto del de todos ellos tan pobre y tan triste.
Y así fue, formó una gran familia con muchos hijos y a todos les dio, además de una infancia sin necesidades, estudios universitarios.
De pronto ya no supo si soñaba o recordaba, lo cierto es que la voz de su madre decía:
Resulta que con el tiempo yo ya me había puesto ducha con la máquina y las costuras y me animaba también a hacer vestidos sencillos. Al principio les hice algunos a la Lidia, luego a sus hijas, después a alguna vecina, hasta que un día llega una señora muy rica de San Antonio de los Cobres, era la esposa del Jefe de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, se la veía muy preocupada, pues su modista se había enfermado y tenía una reunión muy importante. Imaginate -decía mamá-, quería que yo le hiciera el vestido. Traía una revista de modelos y una tela azul, todavía me parece verla, era una tela cara. Le dije que sí. En aquella época no me achicaba ante nada. Lo cierto es que a la noche, cuando me puse a hacer el molde, me fijé bien y el vestido tenía una capita que salía del cuello y caía sobre los hombros formando vuelitos. Casi me desmayo. ¿Cómo se hará esto? pensé y me puse a probar distintas formas con los papeles marrones de envolver. Después de muchísimas pruebas lo logré. Lo cierto es que cosí aquel vestido y la señora quedó tan contenta, que no sólo se hizo clienta, sino que me recomendó con sus amigas. Cuando las ventas caían la máquina nos salvó muchas veces, la máquina nos salvó muchas veces... la máquina nos salvó...
El timbre del teléfono sonó y de golpe la mente de Iris volvió al presente. ¿Se habría quedado dormida?. ¿Por qué su madre repetía tantas veces que la máquina los salvó? ¿Le estaría diciendo algo quizás?.
Guardando el grabador en el mueble, se levantó y fue a la pieza del fondo, donde la vieja máquina de coser estaba semi abandonada. La miró, la acarició como si acariciara a su madre, y de pronto tuvo unas ganas tremendas de revisar sus cajones, esos que había abierto muchas veces cuando arreglaba algún ruedo o cambiaba algún cierre. Todo estaba allí, retacitos de tela del pintorcito de sus hijas, -ahora ya tenían veintitrés y veinticuatro años-, trozos de trencilla, nada del otro mundo.
Abrió el último cajón de la izquierda, el de más abajo y se acordó, al verla, que allí estaba la caja con un montón de adminículos para hacer zig-zag, bastillas, ojales, en fin... creo que se podía hacer todo lo que hoy se hace con una máquina moderna. Iris no sabía usarlos y nunca los había sacado ni se había preocupado por pedir que le enseñaran. Tomar conciencia de esto la sorprendió.
Ella creía haber heredado el empuje de su padre y el tesón y la firmeza de su madre, y se encontraba ahora con un muro frente suyo ante la dificultad planteada con el banco. Tenía allí, ante sus ojos el ejemplo a seguir, se lo había dejado "Ella", no solo con sus actos durante su larga vida, sino con sus palabras en un grabador, por si la memoria le fallara algún día, como parecía que le estaba sucediendo ahora. Amorosamente cubrió la máquina con su funda.
Pasándose la mano por la cara se dirigió al comedor. Como siempre, la presencia de su mamá se hacía sentir en ella, dándole las fuerzas necesarias para continuar.
¡Adelante! – se dijo, e inundada de una reconfortante sensación de paz, se prometió no dejarse abatir, no abandonar su lucha por demostrar que tal deuda no existía, y sobre todo, se prometió escuchar en días sucesivos el resto de las narraciones de su madre.
Epílogo: Ocho meses después de ardua lucha, recibió la comunicación del banco donde se le comunicaba que la situación había sido blanqueada, no existiendo deuda alguna.