La costurera
SILVINA MERCADAL
La costurera
Silvina Mercadal
Nació en Córdoba, en 1971; es comunicadora social, publicó poemas en los cuadernillos Los Nuevos de la SADE, filial Villa María, y en la edición 1998 del Concurso de Poesía y cuento para autores inéditos de la Municipalidad de Córdoba. En el año 2001 obtuvo el primer premio de narrativa en el concurso del Gobierno Balear para las casas de América Latina.
"La memoria, territorio en ruinas, zona destellada y volumen en perpetuo derrumbamiento que sólo un trabajo minucioso puede recomponer. Por eso, esta búsqueda colectiva para rescatar algo del edificio del olvido tiene un sentido constructivo. El origen de los textos es un trabajo artesanal, el espacio de taller que nos brindó la posibilidad de compartir experiencias, hilo de la trasmisión oral que la palabra impresa difícilmente pueda retener, aunque puede iluminar textos de origen. La memoria sujeta"(SM).
La costurera
I
De la rama verde del olivo que cultivaron las sabias manos de Elías, a quien murmuraban hojas perennes tres mil años de mediterráneo. De la mirada con destellos de olivo de Elías. Del custodio de los frutos que pacientemente aguardaba a la joven Nuhad. De la rama verde de Nuhad, que cantaba viejas canciones en árabe y se entregaba a las manos pacientes del joven médico con destellos de radiante olivo en la mirada. De la rama verde del joven médico que custodia los frutos de su jardín mediterráneo. De la verde rama de linaje insumiso de Nuhad.
II
La mirada insistente de Celina atravesaba el salón, se dirigía hacía el joven que fumaba en un rincón y observaba con desinterés a las parejas del baile. -Si no sabe bailar, yo lo voy a guiar- dijo. Esa noche él descubrió, primero en las miradas, luego en el cuerpo de Celina, un imperio desconcertante, la decisión y la persistencia que le faltaban para soportar las amenazas de los hermanos, a los que Nuhad había legado su poderío sobre las mujeres de la casa. Así las hijas fraguaron histerias, matrimonios proscritos, seducciones solapadas y oficios independientes con el único propósito de abandonar el hogar. Celina comenzó a practicar su oficio en la casa, cosía con minuciosidad y obstinación, de la misma manera en que luego lo hizo para vestir a las hijas con un lujo insolente. Con la misma insolencia que ostentaba la primera dama en las ceremonias oficiales, la que había educado su voz enérgica y conmovida en las radionovelas de la tarde.
III
Un cuerpo femenino asume la función de mando, propone los movimientos, decide lo que hacen los pies, el torso, las manos, y sostiene la mirada para evitar el vértigo. El se abandona a la oscilación, la siente respirar con perfumes, intenta concentrase en lo que hacen los pies. Las manos rozan el vestido, reconocen la secreta proximidad de la piel.
IV
Tu boca es como un puerto. Allí quedan amarrados mis sueños y parten hacia otros destinos. Recuerdo la música que suavemente se adhería a mis movimientos, dulce incógnita de la boca que hilaba su respiración. Gerónimo ya no me acompaña, pero el viejo sigue cantando óperas, así como Francesca perpetúa la ceremonia del rosario en las comidas. Bajo la mesa contamos las cuentas que faltan, y yo cuento los días para acercar su dulce hilván. Un desliz, suave desliz falta.
V
Aquí llegan tus sueños y quedan, hasta que el puerto deja salir los tristes barcos de la madrugada. Los hermanos salen a sus oficios, pero antes dejan sus ásperas palabras rondando la casa. Leonor tiene otro vahído, y en la cama permanece toda la tarde, y nadie se explica que luego, con tanta determinación, arregle el bigote del padre. Yo me ocupo de organizar las tijeras que deslizo suavemente por el paño, faltan cinco pantalones y termino mi tarea. Con el prolijo hilván su voz me acompaña, repite mi nombre y lo sostiene en los labios.
VI
Comienza el dulce canto y la memoria vacila. El recuerdo se suspende, pende en la mirada encendida. Reinicia el canto y la hermana la ayuda. Es una canción de amor -dice- la misma que cantaba en el jardín, cuando Ernesto todavía calentaba un costado de su cuerpo. La escuchaba de niña, en verano, cuando festejábamos los últimos días del año. La abuela buscaba el jardín, para cantar serena, con palabras de la lengua materna.
VII
En la casa de los abuelos, mi breves estancias de invierno consistían armar juegos con los materiales de costura. Con mis hermanas improvisábamos una tienda en el garage, con los restos de tela y la colección de botones. El momento lúdico era anterior a la tienda. Cuando la abuela buscaba las cajas, y seleccionaba los géneros, para nosotras desenterraba un tesoro, que luego contemplábamos con curiosidad y dedicación porque en la forma de los botones y en las texturas descubríamos un paraíso en miniatura. Así, la diversión sólo consistía en desenterrar el tesoro de la costurera y seleccionar rarezas en el jardín encantado de los botones.
VIII
Cuando la abuela trabajaba, el aire de la tarde estaba impregnado por el olor seco y ondulante de la tela, con matices que variaban del acento resbaladizo de la seda a la estela rugosa del paño, que estimulaban las agujas de la máquina de coser. En el aire de la tarde también asomaba el sonido de las tijeras que se deslizaban sobre la mesa. Luego de armar los moldes con papel y de trazar con tiza el destino de una prenda, las tijeras seguían con precisión el camino sobre la tela.
IX
Y alguna vez, en la máquina de coser con la que la abuela armaba los vestidos del invierno y del verano, aprendí a deslizar moldes diminutos para vestir muñecas. La cocina era el taller, que se armaba en medio de la tarde, cuando Ernesto salía al trabajo. La cocina era el centro cálido de la casa, de la cocina salían sacos, vestidos de novia, manteles bordados; y la comida, el hilván que reunía a la familia.
X
El centro de la casa es ahora refugio de las horas muertas y de ausencias que vibran en el aire espeso de la siesta, depositadas como el polvo sobre el estante con el sombrerito mexicano, que recibía los objetos de mano de las visitas. Y mi abuela se sienta la tarde sobre todas las ausencias, y repasa lentamente los lugares vacíos de la casa que antes estaban llenos.
XI
La cocina fue altar cotidiano para los oficios de la tarde, y centro de todas las mutaciones. En las primeras horas de la mañana territorio de tránsito para la limpieza de los demás órdenes de la casa y al mediodía la pira humeante de las cacerolas, hasta que se desplegaba el mantel azul y se repartían los platos sobre la mesa. Luego de la siesta la costurera armaba el taller, la máquina se desplegaba cerca de la ventana y la mesa se cubría con las telas que se sometían a principios de variación de acuerdo a cuerpos dóciles. La gramática oficiosa de la costura hacía su trabajo de hilván, pespunte, sobrehilado, punto de lado y escondido, frunce y ojal.
XII
En mi sueño la mujer cosía sobre bordes diurnos. Así como en el sueño, lejos del día que me separa de mí, me aleja de mí, de mi suelo más fértil. El don diurno, pequeño paraíso arrancado y disolvente. Ella surge de la inmersión nocturna y hace el pliegue. Ella, mi abuela, la que dejó como herencia de su obstinado trabajo femenino una colección de sacos que han resistido todos los inviernos. En la memoria de las prendas no hubo descanso porque fueron pasando de las hijas a las nietas, como las cuentas de un antiguo collar que cambia de manos.