Identidad
MARTA SUSANA VÁZQUEZ
Identidad
Marta Susana Vázquez
Nació en Córdoba, el 12 de noviembre de 1949. En sus orígenes se mezcla la sangre criolla con la española. Eligió ser médica por vocación y farmacéutica por curiosidad. Es esposa de Densio Bollati. Madre de Germán, Pablo y Soledad. Abuela de Ivo y Agustina.
Quiere aceptar el desafío de celebrar la vida a través de la palabra escrita.
Identidad
En la Granada de 1889 refulgía la influencia mora. La joya arquitectónica de La Alhambra seguía siendo una perla engarzada en las elevaciones de la Andalucía de antaño.
En ese maravilloso ambiente, Modesta y Antonio Robles discuten una vez más: ¿Dejar el terruño o seguir allí luchando contra la adversidad?.
El espíritu pionero de ella y la sed de aventuras de él toman la iniciativa.
Se irán hacia América, esa tierra de seductora riqueza que empalaga sus oídos con sólo mencionarla.
En la decisión hay un riesgo adicional: María, la primera de una prole que será generosa, tiene pocos meses.
La pequeña es preciosa, con ojos verdes como los mares por descubrir y una piel blanca y sedosa que descarta cualquier impronta morisca en su sangre.
Alejados del continente, en La Orotava, hermoso valle de la Isla de Tenerife, se tejen historias parecidas.
Justa y Domingo López están abatidos. La labranza en esa tierra, por momentos generosa, se ha vuelto difícil. El clima no ayuda ese año. El cultivo de las uvas y el tabaco no ha dado buenos resultados y quien sufre las consecuencias es el labriego, no el dueño de la tierra.
Los dos hijos, Matías y Victoriano, niños acostumbrados a una vida de limitadas posibilidades, ayudan en las tareas agrícolas. Son delgados y altos para su edad. El sol, en su regreso del desierto africano, les deja en la piel la impronta de una herencia sarracena que acompaña al perfil y la estampa. Los ojos de Victoriano tienen un brillo profundo que resalta el poco común pardo verdoso que engalana su mirada.
La pareja de isleños quiere ofrecer a sus hijos algo más, y por ello deciden embarcar hacia la tierra de la que varios vecinos comentan pero que ninguno conoce. América será su nuevo hogar.
El destino inicia la trama de futuras historias. Los primeros lazos están tendidos. La vida se desliza suavemente hacia una nave, un viaje, encuentros y desencuentros.
Ambas parejas embarcan con sus hijos y escasas pertenencias, lo imprescindible. Conviven con otros muchos inmigrantes, algunos ricos, otros menos; aunados todos en esa búsqueda poco clara de horizontes imaginados en sueños de abundancia y ventura.
María, tan niña aún, no comprende la importancia de este evento. Victoriano, todavía chiquilín, sólo aprecia las travesuras que genera con su hermanito, para hacer más llevadera la prolongada travesía.
Las dos familias, envueltas en un remolino de experiencias novedosas, caras desconocidas, diferentes dialectos y mucho de temor, no hacen contacto entre ellas.
Sin embargo, Victoriano y María serán, cuando la marea del tiempo se aquiete, nada menos que mis abuelos maternos.
La foto
Transcurre el año 1906. La familia Robles ya vive en la zona de Ferreyra. El padre, don Antonio, decidió instalarse en la ciudad. La vida en Quilino era difícil, áspera y dura para todos.
Con mucho sacrificio ha logrado levantar un almacén de ramos generales. Los seis hijos ayudan de acuerdo a la edad. Las cuatro niñas, ya mujeres, son espléndidas.
Ha llegado el momento de retratarse. Es una costumbre de la época. Se pondrán las mejores galas. Ropa oscura pero con detalles elegantes. María es, sin dudas, la más agraciada. Su cutis, de porcelana pura, resplandece al recibir los tibios rayos de sol otoñal. Su porte es elegante, su talle de bailarina destaca con la gruesa cinta de raso negro.
Con dedicación cubren sus mejillas con polvo de arroz. Está muy lejana la moda del bronceado.
Modesta, la madre, las reprende con rigurosa persistencia. No es fácil criar a tantos hijos, incluso con la ayuda de María, la mayor de las jóvenes. Luego de idas y venidas dicen estar preparadas para el evento. Hay una encantadora emoción en sus rostros juveniles. No es frecuente el viaje al centro. Y tiene sabor a fiesta. Lo disfruta cada cual a su modo, con gran inocencia, entre risas y alborozo. Finalmente están en la dirección buscada: Rivadavia 82. Allí los recibe el propio dueño, don Antonio Casas.
Luego de cansadores minutos de prueba, de poses y de gestos, se logra la foto. Aparecen las cuatro hermanas Robles: María, Antonia, Modesta y Francisca. Del futuro de María dependerá mi existencia.
La Piedra Fundamental
Al llegar 1910, María Robles y Victoriano López decidieron casarse, juntando esfuerzos y voluntad. No pasó mucho tiempo y ya estaban contribuyendo generosamente a poblar su nueva patria.
Su prole: María Elena nace en 1911, Margarita al año siguiente, luego llega el ansiado varón, lo llaman Víctor. Más tarde, en 1915 hace su aparición Teresa, mi queridísima tía Lila. Por último, en 1918, nace Antonia, mi madre.
La estructura familiar es absolutamente matriarcal. Mi abuelo, Victoriano, más corazón que carácter, tiene un almacén. No le es fácil decir no a quienes le compran al fiado. Siempre dispuesto a dar la yapa, no es capaz de negar una ayuda al más necesitado. Estas características no suelen ir de la mano con la prosperidad.
María, mi abuela, se dedica de lleno a la difícil tarea dirigir el hogar. Su físico, menudo y delicado, contrasta con su fortaleza y tesón. Ella es quien toma las decisiones, es ella quien apuntala la estructura familiar. A pesar de las dificultades logran criar a sus cinco hijos en un ambiente de principios firmes y moral intachables.
Las cuatro hijas estudian y se reciben de maestras, profesión que ejercerán con denodado esfuerzo y verdadera vocación.
El varón, mimado por todos, sólo atina a disfrutar de la vida y sus bondades. Es al igual que su padre un soñador incorregible. Su corazón de oro puro equilibra las debilidades de su carácter.
Así, entre alegrías y sinsabores, mis abuelos, inmigrantes españoles, hicieron suya esta tierra, sólo generosa para aquellos dispuestos al trabajo y el esfuerzo cotidiano.
Mazamorra
Llueve. El frío me obliga a buscar abrigo entre los almohadones. Interrogo al pasado en las fotos de un álbum. Cada momento atrapado en la imagen abre rendijas que con timidez van iluminando los recuerdos.
Allí está mi abuela, pequeña, menuda, siempre de riguroso luto. Cabellos blancos, rodete impecable, ojos tan celestes como los mares que atravesó para llegar hasta aquí, tan verdes como la esperanza de volver a su Granada natal sólo palpable en relatos transmitidos por sus padres.
Ella cocina. Su ligero paso invade los rincones de la habitación buscando los ingredientes para los manjares de mañana.
Porque mañana será un día de fiesta. La Patria elegida como propia cumple años, otro 9 de Julio es ocasión propicia para el locro. También habrá empanadas. Pero para mí lo mejor está al final, un verdadero postre. ¡Tendremos mazamorra!
En aquel entonces no sabía qué era. Únicamente me dedicaba a disfrutarlo desde el inicio de su preparación, saboreando por anticipado el delicioso gusto de aquellas tiernas cuentas blanquecinas atrapadas en un zumo espeso de leche y miel.
Para mi abuelo sería otro el resultado. Su placer era comerla como una sopa, salada y apetitosa, sumergida en un humeante caldo casero; siendo esta versión conocida con el nombre de Frangollo en algunas regiones de Argentina.
Desde la noche anterior debían remojarse los granos, para que al día siguiente, muy temprano, aparecieran gordos, hinchados, deseosos de escapar de su encierro.
Luego, al fuego, lento, sin prisa, removido a cada rato, en cariñosas vueltas de imaginarias naves, que trepaban las montañas de granizo irreductible, que poco a poco entregaban su espeso corazón a cambio de volverse blando y suculento.
Así llegaba el gran momento de la probadita. Ante mis ojos, el alimento de los Incas se aparecía como el mejor de los manjares.
En cada grano de maíz encontraba la cariñosa entrega de mi abuela. Cierro el álbum. Me dirijo hacia la cocina. Mañana haré mazamorra.
La Mesa de Jardín
En el hermoso y querido patio de mi casa hay una mesa. Es de plástico, sin carácter, con poca o nula personalidad. Sin embargo ella encierra un tesoro de recuerdos muy valioso para mí.
En algún verano, hace poco, mis nietos construyeron con esta mesa, y las sábanas que les ayudé a conseguir, sintiéndome un niño más, un mundo de fantasía e ilusión, que sólo a su edad se puede lograr. Era la casita de las muñecas, el castillo de la princesa y los caballeros con espada, o tal vez el fuerte desde donde se atacaba a los "malos". Y tantas otras cosas, en una sucesión explosiva de imaginación y alegría. Algunas veces era transformada con la colaboración cómplice de la "nona", o sea yo, en sólo Mesa, para tomar la leche, que por supuesto disfrazábamos con algún sabor más agradable, porque no nos gustaba como tal. Esa merienda siempre estaba adornada con alguna golosina que los tres disfrutábamos por igual.
Cuando la necesidad de alimentarse pasaba a un segundo plano, esconder algún juguete, descansar de la fuerza agotadora del sol siestero, escuchar un cuento, eran opciones recibidas con entusiasmo.
Es una imagen feliz, un momento detenido que aferro con algo de nostalgia y genuina emoción. Es la vida que continúa