El entierro
ADELAIDA SUSANA OYARZÁBAL SAVID
El entierro
Adelaida Susana Oyarzábal Savid
Nació en Córdoba, donde vive actualmente. La herencia del amor a la tierra, heredad de sus antepasados vascos-españoles, está presente en sus anécdotas que se desarrollan en las sierras de Córdoba. Paisaje y naturaleza son protagonistas insoslayables en sus relatos.
El entierro
Teté avisó a las siete. Nos levantamos y preparamos todo para asistir al entierro. El coche se desplazaba triste por la carretera lluviosa.
Lluviosa como ese día que los cinco hermanos patinamos toda la siesta bajo la lluvia. Seguro que cuando mamá se despertara nos pondría en penitencia. Rosita quiso borrar la travesura secándole la ropa a Guillermo, y le asentó la plancha caliente en el muslo sobre el pantalón mojado.
Era joven todavía, no era tiempo de morir. Vivió amando la tierra, sacándole sus frutos y atado a los recuerdos del pasado.
Sí, fue en las sierras, en Salsipuedes, ensillaban los caballos para una cabalgata. Teté se paró frente al Tarzán y cuando lo cincharon, mordiéndola la levantó por la panza, todavía tiene la cicatriz de la dentadura del Tarzán. Yo era la menor y todos me mimaban, me hacían regalos y les encantaba sacarme a pasear. Era como un juguete para ellos.
Si le habré pedido juguetes al Niño Dios los 24 de diciembre, nunca me traía lo que yo pedía. Me quedaba despierta esa noche todo lo que podía para ver al niño, hasta que cansada me quedaba dormida. Nunca pude verlo, pero cuando me despertaba a la mañana siguiente encontraba regalos para mí, aunque nunca lo que había pedido.
Estos momentos son íntimos, de recogimiento, de reflexión y de encuentros. En los entierros te encontrás con gente a la que nunca ves, y prometés visitarlos pero en el fondo sabés que no los verás hasta el próximo entierro.
Llegó Guillermo, siempre comía de pie, junto al aparador, en penitencia. Lo hacía enojar a papá. Era el más travieso, creo que el preferido de mamá. Corría carreras de caballos contra la voluntad de papá, contestaba, no comía lo que le daban y se empacaba si encontraba un trozo de cebolla en la comida.
Bueno, él ahora estará tranquilo, se encontrará con papá y mamá. Habló Rosita de Estados Unidos. Ella está lejos. Que horrible es estar lejos cuando pasan estas cosas. A mí me gusta estar con todos, vernos, llorar juntos, abrazarnos, aunque nos duela la ausencia, pero juntos, viéndonos... hablando... recordando....
Quisiera que estuviéramos todos juntos aquí.
Juntos como cuando veraneábamos en las sierras. ¡Esos sí que eran veranos!. Papá comenzaba a preparar los víveres para tres meses. Y los ponía en grandes cajones de madera: harina, porotos, polenta, azúcar y todo lo que precisábamos. Allá se conseguía caro y en ese tiempo no había supermercados, por eso sería que se compraba con tanta anticipación. Mucha azúcar.
Cuando don José llegaba con la fruta en ollas y baldes nos llamaban a todos para pelarlas, para hacer dulces y mermeladas, y allí mamá nos contaba cuentos. Me acuerdo de uno que contaba de una señora que se enfermó, y la amiga que iba a cuidarla, a hacer la comida, regar las plantas, planchar, le hizo un gran favor... terminó robándole el marido. Al finalizar el cuento mamá nos dijo: "entre Santa y Santo pared de calicanto" y "el hombre es fuego y la mujer estopa, viene el diablo y sopla". Así nos enseñaba, con cuentos.
Papá guardaba duraznos en almíbar en el ropero para comérselos solo, un día se le llenaron de hormigas y no contó nada.
Llegamos al cementerio, el sacerdote le da la bendición.
Todas las noches le pedíamos la bendición a papá y nos dormíamos tranquilos.
Sí, aquí están todos los que ya se fueron. Ahora comparten estos senderos soleados y llenos de flores.
Me pidieron que leyera una oración, pero sólo pude rezar tres avemarías entrecortadamente...
Ya bajan el cajón, despacio, le echan tierra y flores y lo tapan con una alfombra verde, como si fuera pasto.
Se fue mi hermano mayor...
La botica de mamá
Éramos una familia de costumbre sencillas. Papá, mamá y cinco hijos criados en contacto con la naturaleza, especialmente en los tres meses de verano, en un paraje de las sierras cordobesas llamado Salsipuedes. Veranos de largas siestas calurosas, encerrados porque "la iguana nos mordería los talones y no nos soltaría hasta que lloviera". Hacía desarrollar nuestra imaginación. Una rendija rota en la ventana de madera dejaba pasar la luz, y los personajes de nuestros cuentos se reflejaban en la gruesa pared: el gallo, la gallina, los pollitos, algún perro somnoliento, un gato haciendo piruetas, un caballo suelto.
Calmábamos el calor acostados en el fresco piso de baldosas rojas. Cuando amanecía lloviendo, comíamos fritos y tortilla de grasa hechos en la cocina a leña, y al día siguiente juntábamos hongos debajo de los cocos, entre la paja brava. Papá los ponía a secar al sol sobre un viejo elástico de cama. Después los comeríamos en la salsa de tallarines caseros hechos por doña Guillerma.
Mamá nos decía que esa vida al aire libre nos haría crecer fuertes, creando defensas contra las enfermedades, pero a veces ganaban la batalla, y entonces aparecía mamá con su botica.
"Ya de mojaste con la lluvia y tenés fiebre, te pondré algirol".
El líquido negro como petróleo pasaba por mi nariz, en ese momento sentía que me moría, pero al día siguiente estaba sana.
"Tenés mucha tos, te pondré una compresa de cebada caliente y te meterás en la cama. Pronto respirarás tranquila".
¿Que te duele la panza?, ¡ya comiste el dulce caliente!, te prepararé un té de palo amarillo con azúcar quemada".
Y si algo nos caía mal, dos cucharadas de magnesia San Peregrino del frasco azul que enseguida nos curaba.
"Vení, te bajaré la fiebre con paños fríos en tu frente caliente".
"¡Un balde con tunas frescas y sin tirar las semillas!. Sólo una enema de agua tibia con jabón de lavar podrá destaparte las cañerías".
"¡Lindo porrazo con el columpio! Te pondré un bife de carne cruda en ese ojo morado".
"Tráeme un hilo que te ato ese diente de leche flojo. Cuando te lo saque, lo pones debajo de la almohada y los ratones te traerán regalos".
Nos gustaba masticar el dulzor de los panales, pero las abejas se vengaban en la cara de mis hermanos. El barro los deshinchaba.
Mientras pelábamos la fruta para rellenar los frascos vacíos con mermelada y esa jalea gomosa de membrillos, mamá nos contaba historias trasmitiéndonos consejos y valores.
Calmábamos la sed con el agua fresca de las vertientes que guardábamos en el cántaro de barro. Comíamos los frutos silvestres, piquillines de colores, talas anaranjados, algarrobos, chañares, uvas del campo. También las mojarras que mis hermanos pescaban en el río, fritas y con huevos revueltos. Tomábamos la leche tibia recién ordeñada, los quesillos que se estiraban colgados de las cañas bajo la higuera frondosa, luego saboreábamos la ricota salada que quedaba en la olla.
Largas cabalgatas entre las montañas nos hacían gozar las delicias del paisaje serrano.
En los momentos difíciles acudo a los recuerdos de mi infancia, me devuelven la paz, como cuando le pedíamos la bendición a papá. Ese "Dios te bendiga" serenaba nuestros sueños de niños mientras él apagaba las velas y el sol de noche.