Beatrice

BEATRIZ GALLO
Beatrice

Beatriz Gallo

Nació en Bernardo Larroudé (La Pampa). Es médica psicoanalista.

"Los recuerdos y mitos familiares han surgido fuertemente en mí, en el clima de este taller, y he sentido la necesidad de recrearlos en pequeñas escenas, en las que sitúo los orígenes de mi familia y de las fuerzas que han sido el motor de mi vida: los afectos y la búsqueda de conocimiento" (BG).

Beatrice

Mil ochocientos setenta y tantos:

Una tarde soleada en un pueblito del Piamonte, en la que un cura magro y asustado entrega una hermosa infante a una pareja de campesinos atónitos.

¡Qué linda es!, dice la mujer, acariciando con ternura esa manito tibia. Su curiosidad es grande: ¿quién puede haber dado a luz a esta criatura vestida con sedas y puntillas?.

El marido toma la iniciativa de preguntar: ¿Quién se la dio padre?..

¡Ah, hijos!, Eso es un misterio, yo mismo me lo pregunto, porque un mensajero la llevó, en las sombras, a la Iglesia, y me pidió que la colocara.

Yo pensé enseguida en ustedes. Catalina alimenta a Antonio, sólo un poco más grande que esta niña, y querían tener una hija, una mujer.

Catalina dice: somos pobres. (Y piensa: y somos jóvenes, quiero que mis hijos crezcan rápido para volver a trabajar con mi marido en los arrozales, y bailar al atardecer, de vuelta a casa).

-Eso de la pobreza... bueno, si ésa es la razón... creo que hay algo así como una dote para esta niña...

El cura experimenta una creciente urgencia por resolver el asunto.

Hace calor, y esto es embarazoso: endilgarle la criatura a estos campesinos pobres, y ofrecerles dinero... No le suena bien, pero es lo que le han encargado...

¿Me la tienes, Catalina? Tengo que secarme el sudor...

La mujer extiende los brazos y la toma, con la eficiencia de una madre que ha criado varios hijos.

La niña, hambriento cachorrito humano, huele la leche, y su boquita la busca ansiosamente. La tela del vestido se interpone, pero ella sabe que está allí lo que anhela, lo que es para ella cuestión de vida o muerte.

Y llora, llora con una queja estridente, con un berrido de animalito desesperado. Catalina no lo soporta, con un gesto espontáneo abre el vestido y ofrece la teta.

Así Beatrice, (que ése fue su nombre bautismal), ingresó a la familia de los Salto.

El encuentro

I Carlo

La tarde de primavera declinaba.

El olor de jazmines y de paraísos florecidos embrujaba el aire.

Carlo estaba triste, tanta savia, tanto brote, tanto perfume, y él tan solo...

Se acercó al espejo, el pequeño y único espejo en el que se miraba para afeitarse. Lucía airoso sus treinta y cinco, con los mostachos retorcidos.

Ni una cana, y todo el pelo. Un poco bajo quizá.

Decidió recostarse un rato en la angosta cama de soltero, y se sacó los zapatos para no ensuciar la prolija colcha de piqué. Descubrió que tenía un agujero en la media.

¡Triste vida!, se dijo, la de un hombre que no tiene una mujer que le zurza los calcetines con amor...

Mirando el techo, mientras la luz se desvanecía, pasaba revista a las redondas gringas de las chacras: las pocas solteras, muy jóvenes, o muy viejas, o muy desabridas.

Comenzó a escuchar ruidos en la casa; ya llegaba la cocinera, encendía las luces, la fonda iba a ponerse en movimiento.

Carlo se levantó, fue al salón y buscó la lámpara de kerosén.

En ese momento alguien golpeó las manos junto a la puerta abierta.

-¡Entre!

Una mujer con un niño pequeño de la mano entró al salón. En la penumbra, eran un manchón grácil.

Carlo, sin apurarse, encendió la lámpara y la puso sobre el mostrador.

-¿Qué se le ofrece?.

-Trabajo, a cambio de comida y un lugar para mí y para mi hijito.

Era joven, bonita pero demacrada, y su pelo castaño estaba sujeto en un rodete apretado.

-¿Cómo se llama?.

-Francesca y él Ángel.

-¿Francesca qué?.

-Pelosso. Estuve trabajando en la chacra de Marzoratti. Yo podría ayudarle a servir las mesas, don Carlo.

El sintió que una cosa tibia se le movía adentro cuando ella dijo: "don Carlo".

-¿Cómo sabe mi nombre?.

-Marzoratti me lo dijo, me dijo que viniera a verlo.

-¿Por qué dejo de trabajar para ellos?.

-La señora no me quería más...

Una sonrisa le endulzó el rostro a Carlo, cuando pensó: "joven y bonita. La Anita se puso celosa".

-¿Puedo quedarme entonces?.

-A prueba.

-Vaya a la cocina. Ya voy yo a decirle a la cocinera que les dé de comer y le preste un delantal y luego vuelve aquí a tender las mesas.

II Francesca

La volanta levantaba nubes de polvo del camino.

La mujer estornudaba y se cubría el rostro con el pañuelo de cabeza. El hombre, curtido por la intemperie, conducía diestramente para evitar los pozos del camino de tierra, aunque, para decir verdad, las yegua los conocía mejor que él.

-Mamá, tengo hambre...

-Dele un durazno, Francesca. Cuando lleguemos al pueblo le hacemos tomar la leche en la fonda.

-Tengo miedo, don Marzoratti...

-¿Por qué?.

-Y si lo que usted piensa no resulta...

-Ya encontraremos otra solución.

Hacía calor en esa tarde primaveral.

En el campo brotaba la siembra, la gramilla teñía de intenso verde las banquinas.

-No tenga miedo. Usted es trabajadora. Allí o en otro lado va a encontrar ocupación.

¿Hay escuela en el pueblo?.

-Si, creo que han abierto una.

-Me gustaría que el Angelo aprendiera a leer, a escribir y a hacer cuentas. Que se instruyera, para defenderse en la vida.

-¿Por qué se fue de Ceballos, Francesca?.

-No me lo haga repetir, don Marzoratti. Usted lo sabe. Aguanté muchos golpes de mi marido tomador, pero la noche en que le quiso pegar al niño le apunté con la escopeta, y le dije: Das un paso, y disparo. Y él sabía que era cierto.

Esa noche nos fuimos con el Angelo mientras él dormía. Unos que iban en un carro nos llevaron a Alvear, a la fonda de Brusasca, y ahí me dieron trabajo.

Un día el averiguó donde estaba y me vino a buscar. Esta vez la escopeta la empuñó doña María, que era muy guapa. "La dejás tranquila a la Francesca. Y te vas enseguida de mi casa".

No volvió más.

-¿Usted lo esperaba?.

- No sé, don Marzoratti. Lo había querido mucho, pero para entonces solamente le tenía miedo.

Después Brusasca murió; doña María cerró la fonda, y yo busqué trabajo en la chacra de ustedes.

-Lástima que la Anita no simpatizó con usted.

-Lástima.

-Mamá quiero hacer pis...

La volanta se detuvo, Francesca bajó al niño.

Tenía una angustia que le mordía el pecho.

¿Y si a don Carlo Scavarda no le hacía falta una empleada?, ¿Adonde iría con su hijito?.

-Santa Virgine, haz que me necesite...

Ya llegaban al pueblo, apenas unas pocas casas en el medio de una colonia productiva, en la que crecían el trigo y el maíz, la alfalfa, el lino y el sorgo, las vacas daban muchos litros de leche con esas pasturas abundantes.

-Se está haciendo de noche...

-La llevo a lo de don Carlo. Yo tengo que ir todavía al almacén de ramos generales y a la botica. Después voy a comer allí, y a ver que pasó...

-¿Me deja sola?.

-Preséntese sola, Francesca. No sea que don Carlo imagine lo que no es.

-Buena suerte...

-Grazie...

La mujer y el niño se bajaron. Ella lo tomó de la mano, mientras con la otra sujetaba el atadito con sus escasas pertenencias. Se acercaron a la puerta, y dándose tiempo, Francesca golpeó las manos.

-¡Entre!.

En ese atardecer, eran una mancha grácil recortada en el vano todavía tenuemente iluminado de la puerta...

-Buona sera...

-Buona sera, signora...

El terminaba de encender la lámpara de kerosén, depositándola sobre el mostrador. Joven todavía, y buen mozo, con esos lindos bigotes. Un poco bajo, quizá. "Y usa tiradores, como usaba mi papá", se dijo Francesca con un dejo de ternura.

-¿Qué se le ofrece?.

-Trabajo, a cambio de comida y un lugar para mi hijito y para mí...

-¿Cómo se llama?.

-Francesca y él Ángel.

-¿Francesca qué?.

-Pelosso. Estuve trabajando en la chacra de Marzoratti. Yo podría ayudarle a servir las mesas, don Carlo.

Se sintió turbada. Pensó que había ido demasiado lejos al llamarlo por su nombre.

-¿Cómo sabe mi nombre?.

-Marzoratti me lo dijo. Me dijo que viniera a verlo.

-¿Por qué dejó de trabajar para ellos?.

-La señora no me quería más...

Una sonrisa se dibujó en el rostro de él.

¿Dio Benedetto, que hermosa sonrisa!

-¿Puedo quedarme entonces?.

-A prueba.

-Vaya a la cocina. Ya voy yo a decirle a la cocinera que les dé de comer y le preste un delantal y luego vuelve aquí a tender las mesas.

Francesca se quedó quince años.

Se conocieron, se amaron y tuvieron siete hijos, de los cuales la mayor, Catalina, fue mi madre.

Francesca murió de fiebre puerperal contraída en el parto de su séptima hija, que también murió a las pocas semanas.

Carlo encaneció súbitamente. La sobrevivió veinticinco años, y no pudo amar a otra mujer.

Descansa en el cementerio de ese mismo pueblo adonde vivieron y se amaron.