Un acto de fe

El martes fue un día gris. Estuve en el entierro de Felisa Constanzo. Velarla no hizo falta (tal como se sucedieron los hechos). En el cementerio, los del último adiós éramos seis. El empleado de la casa de sepelios, que se la pasaba consultando el reloj. El sacerdote, que rogó a Dios que la elevara al cielo por caminos floridos. Y tres empleados municipales, que la pusieron bajo tierra entre gusanos y un caño roto. Por razones obvias, su hijo Antonio no estaba.

La muerte de Felisa Constanzo no era demasiado sorprendente. Nuestra promoción ya anda rondando los 70 años. Lo sorprendente fue cómo murió.

Felisa había asistido a las primeras cenas de egresados; después dejó de ir y le perdimos el rastro. Esta vez cumplíamos cincuenta años desde nuestra graduación; pensé que era una buena oportunidad para volver a verlos a todos.

Pedro Garmendia, nuestro profesor de Lengua, se había ofrecido a darnos una clase para recordar aquellos tiempos. La materia no nos gustaba. Además, Pedro Garmendia era gangoso, pero era el único profesor que quedaba vivo.

En junio ya nos habíamos repartido las listas de compañeros; como todos los años, la rutina consistía en hacer un primer contacto en agosto. Luego, en octubre, se enviaba una tarjeta avisando día, lugar, hora y menú (últimamente venía siendo arroz integral con un churrasquito de lomo).

Promediaba setiembre y ni rastros de Felisa Constanzo. No queria darme por vencido. También (ahora lo veo claro), tenía la sensación de que ella quería que la encontrara. Entre nosotros hubo un corto noviazgo, y yo fantaseaba con la idea de un reencuentro. Muerta no estaba. Según nuestra costumbre con los casos difíciles, había verificado las actas de defunción del Registro Civil.

Una tarde de fin de setiembre, sonó el timbre. Era un ex compañero del colegio que estaba al tanto de mi desencuentro con Felisa. Había pasado el fin de semana en San Pedro.

-En la ruta de acceso- dijo -vi un cartel que decía: "Las margaritas de Felisa. Vivero de Antonio Gómez".

-¿Qué hay con eso?- dije -. En la provincia de Buenos Aires debe haber treinta mil Felisas.

-Acordate que a Felisa le gustaba llevar una margarita en el cabello.

Me acordaba. "Buen día", decía yo, "¿Quiere que la deshoje?". Ella me miraba por encima de los anteojos y sonreía. Claro que me acordaba. Pero aceptar la posibilidad de que "Las margaritas de Felisa" fuera el vivero del esposo de Felisa Constanzo no me hacía ninguna gracia.

-En la provincia de Buenos Aires- dije -debe haber, por lo menos, quinientas mujeres a las que les gustan las margaritas. No pienso ir - concluí.

 

El vivero no daba a la ruta. Se accedía por un camino vecinal. Anduve entre el polvaderal unos trescientos metros hasta que encontré a un muchacho injertando rosas. Le pregunté por Antonio Gómez.

El muchacho me miró un instante, se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa, volvió a mirarme y dijo:

-Don Antonio se quedó en la casa, curando un jazmín.

La casa, una construcción antigua, estaba quinientos metros más adelante. En el frente había un jardín bien arreglado. Me infundió ánimo ver, al pie de las ventanas, dos canteros con margaritas. Buen día, Margarita. En la puerta de entrada había un llamador de hierro, oxidado. En la cancel había un timbre (era extraño ver en el medio del campo una casa con timbre). Los vitraux de la cancel me reflejaron desaliñado. Arreglé el cabello con los dedos y acomodé el cuello de mi chomba. Toqué el timbre. Alguien salió de atrás de un jazmín con un pulverizador en la mano, se sacudió la ropa y encaró la puerta. Caminaba de costado, y miraba de reojo. Ese modo de andar me dio risa más torcido que acacio bola sin tutor. Pensé: acá lo voy a pasar fenómeno.

Abrió la cancel y caminó hasta la puerta de entrada.

-Hola- dijo, mientras se sacaba los guantes de goma.

-Hola- dije.

Me sentía como un peregrino que acaba de llegar a la Basílica de Luján.

-Qué se le anda ofreciendo, amigo.

-¿Acá es lo de Antonio Gómez?

-Sí.

-Disculpame- casi le dije: "Disculpame, hijo" -¿Acá... ?- me reí solo: la emoción -. ¿Acá vive Felisa Constanzo?- dije por fin.

Se le aflojaron las rodillas, como si le hubieran pegado con el canto de la mano en las coyunturas.

-Soy Antonio, su hijo- cerró a su espalda la cancel -. ¿Quién la busca?

-Fuimos compañeros del colegio- dije, enseñándole mis dientes nuevos, parejitos.

-Ah- dijo, secamente.

¡Apa! ¿Y la hospitalidad del hombre de campo?

Hice un chasquido con la lengua:

-Agua- dije.

-¿Agua?- estudió el cielo -. No, no va a llover- afirmó.

-Agua en un vaso, para tomar. Vengo de lejos, y la prótesis...

-Ah. Pase por acá- dijo señalando la puerta.

Me rodeó los hombros con su brazo izquierdo y abrió la cancel.

-Adelante - dijo.

Pensé: "Pibe, si no me soltás, nos hacemos un nudo". Él, nada. Seguía tirando para adelante. En el forcejeo se me enganchó un pasacinto en el picaporte y quedamos varados.

-Adelante- insistió.

-Me quedé enganchado- dije.

-Ah.

Puso la marcha atrás reculando en la arena con ojotas y volvimos de nuevo a la cancel. Pasamos.

Me indicó un sillón de mimbre en una amplia galería de relucientes baldosas ajedrezadas. La galería daba a un jardín. En el centro del jardín había una fuente de mármol rosa. Dos querubines de bronce tiraban agua por la boca. En el ala derecha de la casa se veían tres puertas (después supe que correspondían a la cocina, el comedor y la habitación de Antonio). Las paredes eran blancas como la nieve. Las aberturas, de medio punto, de un impecable verde inglés. Gentlemen. Me habían entrado unas ganas locas de ver a Felisa. Qué buen marco para un cuadro de reencuentro. No veo a su esposo.

-¡Ya voy con el agua!

Los gritos de Antonio me devolvieron al sillón de mimbre.

Hubo un silbido a mi espalda, como viento atravesando un pueblo deshabitado. Giré la cabeza. Vi por primera vez el ala izquierda... Parecía otra casa.

-Acá está el agua- dijo Antonio, poniéndome el vaso entre los labios.

-Está bien- dijo -, todavía puedo solo.

-No encuentro a mi madre- dijo.

-Ahh... está fresquita.

-¿Quién?

-El agua. ¿Me das otro vaso?

-En el jardín de adelante hay otra canilla.

Volvió a rodearme los hombros con su brazo.

-¿Ve?- dijo -. Aquella es la cocina.

-¿Cuál?- instintivamente, acaso por curiosidad miré el ala izquierda.

Primero me atenazó el mentón con sus dedos y después hizo girar mí cabeza para el ala derecha.

-¡Aquella es la cocina, señor!- movía el índice como si fuera un pistón.

-Ajá- dije; pude haber dicho: ajó, ají o pepino en aceite; no entendía nada.

Antonio parecía feliz de despedirme. Asomado por la ventanilla del acompañante decía "Chau", abriendo y cerrando la mano.

Le entregué la tarjeta con la invitación.

-Decile que estuvo Bernardo.

-Adiós- dijo.

-Compañeros del colegio- dije a nadie; Antonio ya encaraba la cancel.

La humedad y Antonio me habían fatigado. Decidí pasar la noche en San Pedro. No podía dormirme. El ventilador de techo giraba descentrado y molestaba bastante. Se volvió insoportable cuando en cada paleta que pasaba empecé a ver la cara de Antonio; era como contar ovejas en calesita. Giré para un costado y tapé la cabeza con la almohada. Santo remedio. Ahora el ala izquierda de la casa se ensañaba conmigo. Pensé en las piernas de Felisa a los 17. Inútil: igual que Andy García con Al Pacino en "El Padrino III", Antonio y el ala izquierda de la casa desdibujaban las formidables curvas de Felisa.

Me desperté a las seis. Me bañé (unos toques de Acqua Velva) y salí para lo de los Gómez.

Antes de llamar, espié por los vidrios de colores de la cancel. Vi la galería. La fuente de mármol rosa con los querubines escupiendo agua hacia arriba. Vi la pérgola abrazada por la parra de uva chinche. Desde mi perspectiva no podía ver ninguna de las dos alas, sobre todo la izquierda, que tanto me interesaba.

Aplasté la nariz contra el vidrio, y tiré los ojos hacia la izquierda. Todo rojo. ¡Dios! Vi todo rojo. Horrorizado (aunque sin dolor), pensé en algo muy común en esta edad: desprendimiento de retina. Volví despacio la vista al frente: era Antonio; llevaba puesto un pulóver rojo. El color no era llamativo; lo llamativo era que hacía un calor de baño turco.

-¿No se escucha el llamador?- mentí.

-"La lluvia y el viento eran dos hermanos"- tarareó -, "que pasando y pasando lo dejaron duro".

-Lo que es la erosión- dije no muy convencido.

-Qué milagro que todavía ande por acá.

-Quería despedirme de tu madre.

Bajó la mirada y murmuró algo. Sonamos, pensé: un hijo celoso.

-Pase- dijo, echando su brazo en mis hombros. Hijo adoptivo, lo que tienes de raro, lo tienes de cariñoso.

Nos sentamos en los sillones de mimbre de la galería. Deliberadamente orientó el mío hacia el jardín, de manera que nos encontrábamos de espaldas al ala izquierda.

Hablamos del jardín. De lo estupenda que me parecía la casa. La habían comprado con la plata del seguro.

-¿Así que tu padre falleció?

-Sí- dijo -. Hace treinta y siete años.

-Qué pena.

¿Felisa estará tan linda como antes?

-La vida es un flan- dijo.

-Sin duda- dije.

Recurrí a las clases de Lógica para resolver tan dulce metáfora. Veamos. El azúcar quemado es duro, está en el fondo. Sin embargo...

-"Si se mueve pampam". Hay que agarrarse de donde sea.

-Obvio- dije.

Interesante muchacho. Tan interesante como una brújula enloquecida.

-¿Tiene tiempo para unos mates?

-Sí, cómo no.

Entró en la cocina. Aproveché para mirar ese rincón misterioso: todo estaba como el día anterior. A la izquierda de la cancel, para quien entra, había... ¿cómo definirlo? Era un extraño límite. De ese límite hacia la derecha, las baldosas negras y blancas brillaban como estrellas en noche de luna nueva. El contraste de estas baldosas con sus hermanas del otro lado de la línea era sorprendente. La tierra y la suciedad que tenían encima deben haberse acumu lado en años.

Me dio repugnancia una tela de araña viscosa que surgía de la habitación a través de un vidrio roto y que terminaba en un nudo, del tamaño de un puño, en el picaporte de la puerta.

-¿Amargo?- dijo una voz.

Antonio me alcanzaba el mate.

-Sí, sí, amargo- contesté.

Basta Andy García, quiero ver a Al Pacino.

-¿Felisa?

-Descansa en su habitación- dijo preocupado.

-¿Está enferma?

-No. Se cansa de no hacer nada- ahora parecía satisfecho de sí mismo -. La tengo como a una reina. Usted sabe, si no hay reina que reine, en los súbditos cunde el pánico.

-Claro, me imagino- dije sin entender de los cuernos de qué toro estábamos hablando.

Permanecimos un rato largo en silencio. El preguntaba:

-¿Está bien el agua?

-Sí, muy bien cebado- respondía yo (evoqué el nivel de las clases de Pedro Garmendia).

Cuando el mate se empezó a lavar y los palos flotaban sin gobierno, me animé:

-Tengo una curiosidad.

-Lo escucho - dijo, convidándome otro lavado.

-Ese rincón- señalé con el pulgar por encima de mi hombro-, ¿por qué está tan descuidado?- le devolví el mate.

Antonio achicó los ojos y miró el rincón como si fuera la primera vez que lo veía. Supe que no iba a contestarme.

-¿Todavía está bueno?- preguntó.

-¿Bueno qué?

-El mate. ¿Está bueno el mate?

-Pasable- dije.

-Más vale así- dio una chupada larga al mate vacío; la bombilla hizo ruido-. Suerte para mí- dijo.

-Provecho.

Esta situación parece el cuento de la buena pipa, y este muchacho está del tomate.

-¿Sabés una cosa? ¿Por qué no te hacés una ensalada con tu cabeza? A tu madre le gustaba llevar una margarita en el pelo. "Buen día, Margarita", le decía yo. Ella, mirándome por encima de los anteojos, sonreía.

Antonio se llevó las manos a la cara.

-¿Te sentís mal?

-Es que escucharlo a usted decir eso...

-Te entiendo. Anoche no podía dormirme. Entonces me puse a pensar...

-¡Yo también pienso en ella!- gritó.

Carajo. Acá no se puede hablar de nada. Estábamos tan cerca que compartíamos el mismo aliento a estómago lavado.

-Yo también pienso en ella- repitió, ahora imperturbable -. ¿O usted se cree que no pienso?

Tenía la mirada lejos. Apretó los brazos del sillón; un hueso o el mimbre crujió. Me levanté despacio y caminé hacia la puerta.

-Antonio, me voy- dije, con una mano en el picaporte de la cancel -. Me esperan en otro lugar.

-"¡A guardar a guardar, cada cosa en su lugar!"...¿Conoce esta canción?

-Me suena- dije.

Me suena a piano piano cada uno cuidando su quinta.

-La cantábamos en la salita blanca mientras juntábamos los juguetes. Me la pasaba llorando. Usted sabe qué importantes son para un niño los primeros años de vida.

Para un niño, para dos o para trescientos mil.

-Mi padre acababa de morir atropellado por un tren tratando de evitar que un imprudente cruzara las vías con las barreras bajas.

-Guardabarrera- dije, y me volví a sentar; las vías siempre terminan en algún sitio.

-No- dijo él, mirándome de reojo -. No era guardabarrera. Le gustaba poner monedas en los rieles para que el tren las dejara chatitas.

-¿Chotitas?

-Chatitas- dijo -. Tuvieron que velarlo con el cajón cerrado porque no le había quedado cara, ni nada. Decían que era mi padre que estaba ahí adentro. Yo no lo vi. Todas las tardes sacaba el silloncito de mimbre a la vereda para esperarlo. . . Recuerdo una tarde, bien larga.

-Típico- dije -. De chico nos parece que las vacaciones, en vez de tres meses duran tres años.

-A los tres años empecé a ir al jardín de infantes."No llores, Antoñito... Mirá, mamita está allá, en el patio de la arena". La señorita decía eso y yo dejaba de llorar. Me fui acostumbrando; levantaba la cabeza y veía a mi madre en ese rincón del patio. Ella me miraba por encima de los anteojos y sonreía. Así transcurrieron los días, lentos, felices. Mi lugar preferido era el arenero. Ahí armaba, le confieso que sin éxito, mi castillo de arena con la tranquilidad de saber que ella estaba mirándome.

Hizo silencio. Yo sentía la obligación de hacer algún comentario. Lo único que se me ocurría era: "El ojo del amo engorda el ganado". No iba a decir eso. No tenía nada que ver.

-El ojo del amo engorda el ganado- dije.

-Bernardo, ¿usted cree en Dios?

-¿Eh?

Este muchacho metió la cabeza en la licuadora.

-Nada, deje. No importa. ¿Qué puede importar?

Bien. Cambiemos de tema. Eso, ¿qué podemos importar?

-Según comentan- dije -, importar naranjas a los Países Bajos...

-Lo que realmente importa, es que usted me vaya entendiendo. Menos que a Pedro Garmendia. Fíjese (señaló la parra con el mentón; los ojos le brillaban como si los racimos se le hubieran fermentado en el estómago): es una parra centenaria. Digo, por el tamaño de los sarmientos.

Lo único que sé de Sarmiento, es que era bastante cabezón.

Un domingo en misa- continuó -escuché al sacerdote decir: "Yo soy la vid y ustedes los sarmientos; sin mí nada pueden hacer". Llegué a casa y abracé a mi madre. Yo lloraba desconsolado. Me decía a mí mismo una y otra vez: "Mamá nunca se va a morir. Mamá nunca se va a morir". Ella era como el vino. ¿Me sigue?

-Hasta que la muerte nos separe.

-Me dijo que creía en Dios?

Ay hermano, vos estás rengo; por eso caminás en círculos.

Dije:

-Sí, juro, digo creo.

-Dice que sí. ¿Acaso lo vio alguna vez?

Para tomar mi primera comunión tuve que responder al padre Bergantini las 103 preguntas del cuaderno Plumita. Más disparate era tener que contestar ahora la pregunta de Antonio.

-No- dije -. No lo he visto. Si me permitís, entraste en un terreno que domino bastante... - pensaba explicarle mi teoría sobre el diálogo de Dios con los hombres, pero Antonio me interrumpió.

-Usted cree sin ver- dijo -. Eso se llama fe... Uno respira, piensa, proyecta. Se lo aseguro. Mucho se puede construir haciendo los cimientos sobre esa pequeña palabra: fe. (Llevó las rodillas al pecho y las abrazó; parecía que tenía frío.) Un día mi madre se enfermó. Mal de Chagas. Una enfermedad común por estos lados, pero a veces fatal. Yo estaba como loco. No cabía en ningún lugar. "Vos nunca te vas a morir. Vos nunca te vas a morir", le repetía dulcemente al oído. Porque yo soy muy dulce. Le grabé eso en la mente. ¿Usted cree en el poder de la mente?

-Por supuesto.

Creo que estás demente.

-Y se curó nomás. Grande era mi alegría. Pero ojo al piojo. No podía descuidarme ni un segundo. ¿Tuvo alguna vez de esos globos que se inflan con gas?

-Para qué te voy a contestar si no me dejás hablar.

-Yo sí. Rojo como punta de nariz en invierno. Agarraba fuerte el hilo, hacía fuerza hasta con los dientes. Pasó lo que tenía que pasar.

-Se reventó- arriesgué.

-Se me acalambraron los dedos... Terrible, la mano se abrió sola. El hilo se deslizaba despacito despacito hacia arriba, y yo sin poder hacer nada. Sólo mirar cómo el cielo se tragaba mi globito. Tuve en cuenta ese incidente para elaborar el plan.

La cosa se iba aclarando, como el agua del Riachuelo. Intuí que en el rincón olvidado estaba la clave del misterio. Me levanté disimuladamente.

Antonio siguió hablando.

-Ni bien la traje de la clínica- dijo -, la llevé a su dormitorio. "Vení, sentate acá", le dije. "Te traje estos libros, las agujas y el canasto con lana. ¿Qué tenés ganas de hacer?" "Tejer está bien", dijo ella. Al otro día, lo mismo: "¿Qué tenés ganas de hacer?" "Cualquier cosa, hijo". "No, decidí vos, mamá. Quiero verte muy feliz". Así pasaban los días, lentos, felices. Cada vez la hacía permanecer más tiempo en su habitación. La espiaba por el ojo de la cerradura. La sola contemplación era suficiente.

Antonio transpiraba.

Yo pensaba lo peor. Qué otra cosa podía pensar. Ojalá hubiera sido 28 de diciembre, y Felisa saliendo de la cocina gritando "¡Sorpresa! ¡Sorpresa!" Pero no, era 6 de octubre. Esquivando basura, maderas y vidrios rotos, me interné en el ala izquierda y enfilé derechito a la puerta, esa que tenía la telaraña anudada en el picaporte.

Había avanzado dos pasos, cuando Antonio gritó:

"¡Oh jojó!", y se levantó súbitamente del sillón. Me frené, perplejo. No esperaba semejante espíritu navideño.

-Un día le dije a mi madre: "Quiero perpetuar esta imagen: vos junto a la cama, tejiendo tranquilamente. Se te ve tan linda". Ella entendía lo más bien. "Claro, mi bebé", y sonreía por encima de los anteojos.

Antonio seguía hablando, ahora a los querubines. Avancé un paso. Pisé un vidrio; el crac retumbó en la galería. Antonio se sobresaltó, miró en todas direcciones, excepto hacia el rincón misterioso.

-¿Quién anda ahí?- dijo.

-Yo- contesté, duro como uno de los querubines de la fuente.

-Ah- dijo, y continuó hablando -. Programé un viaje a Corrientes. Quería enterarme acerca de unos invernáculos para morrones. "Vuelvo en una semana. En la canasta te dejé más ovillos de lana", le dije. "Sí, mi bebé, andá tranquilo", dijo ella. El viaje fue la prueba de fuego. Todas las veces que quise pude recrear la imagen de mi madre tejiendo junto a su cama. Y partí nomás hacia Corrientes, pero no me quedé una semana: me quedé dos meses.

Fueron las últimas palabras que escuché de Antonio. Regresó al sillón de mimbre y quedó con la mirada perdida en el jardín.

Yo había conseguido llegar hasta la puerta. La empujé con el pie, pero no se abrió. La sustancia viscosa que surgía de la habitación a través de un vidrio roto y que terminaba, con la forma de un puño, en el picaporte, no era una telaraña repugnante; era lo que quedaba del brazo de Felisa.

Entonces comprendí todo: en algún momento Felisa habrá sentido hambre, o deseos de ir al jardín. La puerta estaba cerrada. Tuvo que haber gritado hasta quedarse sin voz. ¿Quién iba a oírla?, sola en el medio del campo. Rompió el vidrio y habrá intentado abrir desde afuera. No pudo, pobrecita. Un infarto se apiadó de ella.

Volví a empujar la puerta. La mano se desprendió del picaporte y, como si fuera una babosa, se deslizó hasta juntarse con la otra que sostenía entre sus dedos un par de agujas y un tejido largo. Tal vez de color gris.