Pasión y muerte del señor Litagusi
Ella entró a la municipalidad. Se llevó el cabello de la frente para atrás, con los dedos, como si fuera un peine. Con la otra mano se cerró el gabán amarillo que se abría porque no tenía botones. Era el mes de mayo y ya empezaba a hacer frío, pero ella debajo del gabán sólo llevaba puesta la ropa interior. Tenía el cabello duro y separado como los dientes de un tenedor, la cara sucia y el gabán raído, pero aún así era hermosa.
Caminó por los pasillos siguiendo las flechas que indicaban cada oficina hasta que desembocó en la de Reclamos. Se paró delante del mostrador y mirando por sobre los hombros del empleado que atendía al público se puso a silbar: "Para cuando joven". El que estaba primero en la cola le echó una mirada inquisidora. El que atendía dejó de hacer cruces y sellar en el formulario y se la quedó mirando por encima de los anteojos.
-Señora, tiene que esperar su turno- dijo, tratando de contener la risa.
-Ya esperé, joven- dijo ella, como si responder eso fuera la cosa más natural del mundo, y siguió mirando hacia el sector donde estaba trabajando el resto de los empleados.
Cuando divisó a Litagusi saltó por encima del mostrador y se fue derechito hacia su escritorio. Él achicó los ojos porque hacía veinticinco años que no la veía y le costaba entender:
-¿Marita Casablanca?
-¡Guau, guau!- dijo ella y volvió para el lado del mostrador.
En el año 1966, aconsejados por el médico, Marita y su padre se habían venido a vivir a San Pedro. Él había sido un notable cirujano, pero la muerte de su esposa lo hundió en la depresión y le aceleró un incipiente mal de Parkinson que no le permitía operar. En la clínica Constitución le ofrecieron trabajo. No le pidieron currículum ni el motivo por el que había resignado su cargo en el Hospital Italiano. Marita tenía que terminar el secundario, por eso se anotó para cursar 5º año en el Colegio Nacional. A Litagusi le parecía bien que el papá la llevara y la fuera a buscar al colelgio. (Según lo contó Butiche tiempo después, Marita se hacía acompañar por su papá para mantenerlo ocupado). El primer día de clase ella, al entrar en el salón, tropezó con una madera suelta del umbral y fue a parar con carpetas y todo arriba del pupitre de Litagusi.
-Buen día- dijo ella y le obsequió una sonrisa. La noche de ese mismo día Aníbal Litagusi se acostó más temprano que de costumbre, pero no pudo dormirse (no quiso) hasta las seis de la mañana. El incidente del tropezón y la sonrisa (sobre todo la sonrisa) se sucedían una y otra vez. Pensaba que esa sonrisa debía significar algo muy importante porque, desde que él se acordaba, jamás una chica le había sonreído así. A los pocos días comenzó a sentirse extraño, con una audacia que lo empujaba a hacer cosas destinadas o otros. Por ejemplo, en la prueba de resistencia de los doce minutos, Litagusi aventajó por más de diez metros a Toti García, el atleta del salón. Las chicas, sentadas en la tribuna, esperaban su turno para la misma prueba. Litagusi pensaba que Marita estaría asombradísima de ver que él, no obstante ser uno de los más estudiosos del curso, también era un gran deportista. En cada nueva vuelta sentía que el corazón iba abarcándole todo el cuerpo. Le latía en la cabeza, en las piernas... pero no aflojaba el paso. "Es por vos, es por vos", se repetía para darse ánimo. Quedaba un minuto para terminar la prueba, y hasta el profesor de educación física, que desde primer añolo había bautizado "Glóbulo Blanco", lo alentaba: "¡Vamos Litagusi, ese es mi pollo!" Litagusi giró la cabeza para mirar por dónde venía Toti García. Desde la tribuna bajó una ovación ahogada. Volvió la vista al frente, y se topó con el poste del arco: quedó abrazado al poste más de doce minutos. Volvió en sí sacudido por una voz metálica: "¡Mirá que sos papa, Glóbulo Blanco!". La decepción duró poco: mientras Butiche lo ayudaba a levantarse, Marita le tocó la cabeza, consolándolo:
-No importa- dijo ella -. Igual estuviste muy bien.
Después Butiche le explicó que ese calor que le venía desde adentro y lo empujaba a hacer cosas increíbles era amor.
-Pero tené cuidado- agregó -, lo increíble y lo estúpido son primos hermanos.
-No entiendo- dijo Litagusi.
-Claro: si querés ser héroe no mires para atrás. Hay que evitar que se te cruce otro poste.
El papá de marita se acordaba cada vez más seguido de su esposa. Las cosas se complicaron cuando empezó a encontrarla sentada a la mesa de la cocina o tendida a su lado en la amplia cama matrimonial.
De la puerta del consultorio quitaron la chapa de cirujano y colocaron una de médico clínico.
Un domingo a la noche llegó a la clínica un muchacho con apendicitis. No podían ubicar al cirujano. El padre de Marita, que estaba de guardia, sugirió esperarlo de todas maneras. Le dijeron que no, que el muchacho corría riesgo de una peritonitis. Él dijo: "Está bien" y pidió que dispusieran todo para la intervención. Después se deslizó hasta el bar de la esquina. Al entrar al quirófano las manos no le temblaban tanto. Sin embargo, le hizo al paciente un corte extra de diez centímetros.
Marita, en un recreo, le contó a Litagusi lo que había pasado. También le dijo que ya tenía todo arreglado para mudarse a otra ciudad. Él en ese momento hubiera querido decirle que pasara lo que pasase nunca la iba a dejar sola, pero pensó: "Qué le puede importar que le diga eso, si la realidad se le está cayendo encima como si fuera una cornisa vieja". El verdadero motivo era que estando con ella se sentía inmovilizado por su sola presencia.
A la salida del colegio le preguntó a Butiche:
-¿Te parece que se lo diga el quince?
-¿En el baile de graduación? Yo no esperaría- dijo Butiche -. Hay tanto buitre suelto...
El 15 de noviembre Litagusi almorzó dos manzanas. Su madre le insistió, pero él no quiso comer la polenta con cueritos de cerdo y repollo que ella había preparado para homenajearlo. En el baile no quería tener ni mal aliento ni revoluciones en el estómago. Se bañó a las 3 de la tarde y salió al patio a tomar sol. A las 3.15 no aguantó más y se puso debajo de la parra a lustrar los zapatos marrones. Después fue hasta la habitación a preparar la ropa. Se midió los pantalones que la tía Piqui le había alcanzado a la mañana. Le quedaban cortos.
-Me quedan cortos- le dijo a su madre-. Mejor me pongo los grises.
-¿Saco marrón con pantalones grises?- dijo ella horrorizada -. Tenés menos gusto que un helado de plomo. Para mí te quedan bien. Bajátelos un poco- ordenó.
-Se me va a estrangular la cadera- dijo él.
-Tengo una can-can justo del color del pantalón... Además, pensá cómo se va a poner la pobre tía Piqui si no te ve con los pantalones que eran del tío.
Mientras se bañaba por segunda vez en el día, Litagusi se imaginaba en el baile rodeado de varias compañeras. Su conversación era ágil, divertida. Una chica de 4º año lo invitaba a bailar, y él le decía que en un momento iba. De repente Marita surgía de la multitud, radiante, más linda que nunca, con el pelo pienado con una raya al costado y sostenido a los lados por dos hebillas que dejaban despejadas las orejas, como a Litagusi le gustaba. Había poca luz. Los ojos grises de Marita destellaban como los de una gata. Ella se interpon´´ia entre él y las compañeras, y le decía: "Necesito hablarte. ¿No te das cuenta de que estoy loca por vos?".
El picaporte empezó a agitarse. Sin embargo, la puerta no se abría: Aníbal había puesto la llave.
-¿Qué se te dio ahora por cerrar la puerta con llave?- dijo una voz que no era la de Marita.
-¿Quién es?- preguntó él con los ojos cerrados para que no le entrara champú.
-¡Quién va a ser!- dijo la voz -. Soy tu madre. Tu madre. ¿Hasta qué día vas a estar en el baño?
Terminó la entrega de diplomas y empezó el baile. Litagusi bailó el vals con su madre y después con la tía Piqui , y después otra vez con su madre. Marita bailó con su padre, que se fue a sentar enseguida: tiritaba como si tuviera frío.
-A ese hombre que tiembla todo, el fotógrafo no quiso sacarle la foto- le dijo la madre a Litagusi al oído -. Para mí que está borracho.
-No- dijo él -, tiene Mal de Parkinson.
-Está borracho- insistió ella en un tono que daba por terminada la conversación.
Toti García bailaba con Marita.
Butiche, que bailaba con una chica de 4º, giró por detrás de Litagusi y le tocó el hombro.
-Vení- dijo -. Te di una manito –la lengua se le resbalaba; olía a sidra caliente-. Le dije a Marita que estás reloquito por ella ... ¡No sabés cómo se puso el Toti!
Al rato Litagusi pudo escabullirse de los brazos de su madre y de las efusividades de la tía Piqui y salió a buscar a Marita entre la gente. Toti garcía se asomó por encima de un grupo de compañeros y le gritó: "¡Aníbal, bajalos a tomar agua!" El grupo que rodeaba al Toti se rió. Litagusi se miró las botamangas del pantalón. Como no sabía qué decir sonrió, y muerto de vergüenza siguió caminando sin dirección. Se detuvo detrás de una columna, se puso las manos en los bolsillos y empujó con fuerza hacia abajo: nada; el pantalón estaba atascado. Al pasar frente al espejo del salón de actos, donde las chicas se hacían fotografiar, comprobó que ni los pantalones de su finado tío ni las can-can de su madre podían disimular sus tobillos huesudos; también notó que, como estaba muy nervioso, la caspa había comenzado a caerle sobre los hombros del saco marrón, igual que copos de nieve.
Eran las 5 de la mañana y é seguía detrás del escenario. Protegido por la penumbra se había quedado ahí, sentado sobre un cajón de cerveza. Tenía los brazos cruzados sobre las rodillas, la frente apoyada en los antebrazos y los ojos cerrados, pero no dormía.
La madrugada del 17 de noviembre, con los muebles en el camión de mudanzas, Marita y su padre partieron hacia Santa Rosa.
Litagusi estaba a seguro de que Marita le iba a hacer llegar la nueva dirección. Todas las mañanas, mientras su madre le preparaba el desayuno, disimuladamente se deslizaba hasta el living con la esperanza de encontrar una carta debajo de la puerta. A la semana de este ritual su madre le preguntó:
-¿Esperás carta de alguien?
-Tal vez escriba algún compañero- dijo él.
-¿Para qué van a escribir, si todos viven en San Pedro?
-No, todos no. ¿Te acordás de esa chica que el padre es médico?
-No, la verdad que no- dijo ella, que sí se acordaba.
Cuando Litagusi se fue a trabajar, su madre se encerró en el baño para leer la carta que había llegado a la mañana temprano.
"... Y papá dejó de trabajar. Casi no me muevo de su lado. A veces creo que los pulmones me van a estallar. Menos mal que te tengo a vos... Te amo".
La madre de Litagusi rompió la carta, la tiró al inodoro y apretó el botón. En uno de los pedazos que flotaba sobre el remolino de agua alcanzó a leer: "...Te amo". "No es edad para que mi hijo tenga amores con nadie", dijo indignada. Revisó que ningún pedazo estuviera pegado en el inodoro. Se aferró al escapulario de San Antonio que llevaba prendido en la combinación, y recordó los sermones del padre Licurgo: "El demonio puede presentarse bajo las formas más insospechadas". Ella, militante de la Legión de María, imaginó estar en los albores de una Cruzada Santa. Fortalecida por ese pensamiento, siguió interceptándole la correspondencia a su hijo.
Litagusi y Butiche habían sido compañeros en el Nacional. Juntos habían rendido el examen para entrar a la municipalidad, y ahora eran vecinos de escritorio en la oficina de Reclamos. Al principio Butiche estaba harto de que Litagusi volviese a preguntarle qué le había contestado Marita la noche del baile de graduación.
-Ya te lo dije ayer- se quejaba Butiche.
-No importa, necesito escucharlo hoy.
Butiche resolplaba, miarba de reojo a la oficina del jefe y aflautando la voz decía:
-Era hora.
-¿A vos te parece que ella es hermosa?- preguntaba Litagusi por enésima vez.
-Psé- respondía Butiche sin dejar de hacer bailar los dedos en la calculadora.
-¿No te parece raro que se haya fijado en mí?
-Lo que me parece, es que fuiste un gil. Andá a saber dónde vive ahora.
-Si me quiere me va a venir a buscar- se defendía Litagusi.
-Lo mismo debe haber pensado Marita esa noche- decía Butiche.
Durante tres años las conversaciones relacionadas con Marita eran muy comunes entre los dos. A Litagusi, que era como una madera que ya ardió una vez, le bastaba con la sola mención de la palabra "Marita" para encender la llama que le daba ánimo para seguir esperándola. Un día Litagusi dejó de preguntar. Era como si se encontrara en otra etapa del amor.
-¿Qué te pasa que no hablás de Marita?- preguntó Butiche.
-Ya van para tres años y no hay noticias- dijo Litagusi -. No puedo pensar mi vida sin ella.
-El sábado podemos ir a Paraná- sugirió Butiche -. Vienen los Wawancó.
Litagusi accedió con desgano. Ese baile fue el primero y el último. ("¿Viste?, yo te dije", le dijo la madre que lo esperó despierta.) Cuando a instancias de Butiche se animó a cabecear a una chica (Butiche le dijo que si Marita lo veía bailando con otra se iba a poner celosa como una leona), equivocó de lado la seña, indicando con ese cabeceo que quería ir con ella al reservado. La chica le dijo a su madre; la madre byscó al policía (tardó en ubicarlo; finalmente lo encontró vigilando en el sector de cantina), y éste condujo a Litausi hacia un lugar apartado y le cacheteó los testículos con el dorso de la mano. No bien recuperó el aire y pudo enderezarse, se volvió solo a su casa. Lloraba como un chico.
Marita seguía escribiendo con regularidad tres o cuatro cartas al año. El 6 de enero de 1971, un aviso de certificada asomaba por debajo de la puerta. La madre de Litagusi vio la tarjeta color rosa, dejó lo que estaba haciendo, manoteó la bolsa de los mandados y salió.
Mientras bajaba las escaleras del correo observó que la carta tenía el matasellos del Capital fedral. Había salido con la bolsa de los mandados, pero la ansiedad le cambió el rumbo y la empujó hasta el baño de su casa. Le echó llave a la puerta, levantó la tapa del inodoro y se sentó como para orinar. Las manos le temblaban. Tardó en abrir ese sobre de papel manila que parecía hecho a mano.
"... estar internada no es lo mejor que me ha sucedido en la vida. Ojalá me curen pronto esta manía que tengo de andar con la lengua afuera y jadear como si fuera una perra cansada. Estoy muy mal. Tengo la sensación de estar escribiendo cartas a alguien que no existe. Por favor, escribime".
La madre de Litagusi deslizó las nalgas hacia atrás, hizo un bollo con la carta y la tiró por entre sus piernas. Ya que estaba ahí, aprovechó para orinar.
Marita Casablanca dejó de escribir con tanta frecuencia. La última carta era del 22 de noviembre de 1976. Las letras parecían rasguñones de una gallina. La madre de Litagusi tuvo que volver a leer la solapa del sobre para comprobar que se trataba de la misma persona. Esa mujer que había estado escribiendo en los últimos diez años. Se convenció más que nunca de que las cloacas habían sido el mejor destino de esas cartas. Ese día comenzó una nueva novena a San Antonio, esta vez de agradecimiento a los favores concedidos.
La gente que esperaba en la oficina de Reclamos retrocedió hasta la puerta, pero ninguno se iba.
Marita Casablanca sacó un sello del cajón del mostrador y lo estampó en un formulario. Para leer lo que decía se acercó hasta tocar el papel con la nariz. Como movida por un resorte llevó la cabeza para atrás.
-No- dijo -. Este no es– y lo tiró por encima del hombro.
Sacó otro sello, y también lo estampó en el formulario.
-Este no es- volvió a decir, y también o tiró hacia atrás.
Los empleados se atrincheraron debajo de los escritorios y el cadete detrás del perchero. Litagusi había quedado solo en el medio de la oficina como si fuera un mueble más.
-¡Este!- dijo Marita.
La lluvia de sellos paró.
Ella se sacó el gabán amarillo y la ropa interior, y sobre su cuerpo desnudo comenzó a estamparse el sello que decía: "Trámite cancelado".
Butiche salió rápido de abajo del escritorio. Intentó sacar a Litagusi de la oficina.
-Vamos- le dijo con suavidad -. Está enferma.
Litagusi seguía con la mirada fija en Marita.
-Es una broma, ¿no es cierto?- le preguntó.
Ella lo miraba y sonreía como quien está soñando un sueño dulce.
-Decime algo, por favor- dijo Litagusi desconsolado.
-Yogurt para beber- dijo ella.
La vinieron a buscar del hospital. También vino la policía.
-Me entrego sheriff- dijo ella, y le guiñó un ojo -. Soy culpable de todo.
Litagusi se sentía aturdido. El corazón parecía querer abarcarle todo el cuerpo. Le latía en la cabeza y en las piernas. Miró a su alrededor y, sintiéndose acosado por cientos de ojos, fue a encerrarse al baño.
Eran las 14.20 y él seguía en el baño. La mujer que hacía la limpieza le preguntó si le faltaba mucho. La madre de Litagusi miró el reloj de la cocina. Eran las dos y media, y estaba contrariada: de la cacerola salía olor a quemado. Apagó la hornalla, se echó una manta sobre los hombros y salió a buscar a su hijo. No iba a permitirle que por culpa de él hubiera que tirar el guiso.