La noche del girasol

Atardecía. En la habitación el silencio era absoluto. El sol, en su retirada, tocaba y volvía de cobre lo que encontraba a su paso: una cama, la puerta, la pared.

Un gorrión se paró en el alféizar de la ventana. Estuvo quieto un momento; luego desperezó sus alas. En ese preciso instante, los rayos del sol lo tomaron desde abajo y le dieron una apariencia magnífica, celestial. El gorrión pareció mirar hacia adentro, se alborotó un poco, como el chisporroteo de una fogata a punto de apagarse, picoteó un barrote y se echó a volar llevándose el último resplandor rojizo del sol. La habitación quedó color ceniza.

La luna, que trepaba por el este, trajo las sombras: seis barrotes demasiado largos, dos camas deformes y cuatro paredes de hollín se agregaron lentamente a la habitación. El silencio era absoluto.

La puerta se abrió violentamente, como empujada por una tempestad. Desde el pasillo, más oscuro que otras veces, arrojaron a alguien que, en una natural continuidad de movimientos, tropezó en las patas de la cama y, casi en el aire, recorrió el resto de la habitación. La pared del fondo lo detuvo en seco. El revoque, una garúa vieja, se desmoronó despacio, dejando al descubierto diferentes colores de pintura. El violeta dominaba, como si el ímpetu del choque le hubiera provocado un moretón.

-Qué te parió, carajo- dijo el empujado.

Transcurrieron unos segundos de silencio. En el hueco de la puerta se podía intuir la presencia de un bulto. El bulto se rió, y dijo: "Dormite, infeliz", y por fin cerró la puerta. El ruido retumbó en el corredor: parecía que mil puertas, una tras otra, empezaban a cerrarse.

El que había sido empujado hizo el amago de respirar hondo: no pudo, le apretaba demasiado. Llevó los hombros hacia atrás, se enderezó un poco. Respiró mejor, una, dos, tres veces. Enseguida los hombros cayeron bruscamente, como atraídos desde el piso por una fuerza superior. Volvió a quedar con el pecho encogido.

Un hilo de sangre comenzó a fluir desde la frente y por la mejilla hasta la comisura del labio. Se dio vuelta: tenía la cara tumefacta, grotescamente picada, como si hubiera metido la cabeza en un colmenar.

En un costado de la habitación, otro permanecía sentado en cuclillas. Había mirado la escena con ojos de perro miope. Quería ponerse de pie. Al no poder ayudarse con las manos, usaba las piernas, con rara habilidad, para catapultarse hacia arriba. La espalda, que le servía de apoyo, vivoreaba contra el ángulo que formaban las paredes.

-Te dio una buena zamarreada- dijo.

-Es la última, Sintino. Lo juro por mi vieja. Es la última.

-No jurés en vano, varón- dijo Sintino -. Hace años que no te visita. Andá a saber si está viva.

El que estaba lastimado miró a Sintino. Parecía que por primera vez.

-¿Vos también con la levita?- dijo.

-Estamos de fiesta- dijo Sintino -. Bailamos un minué y nos volvemos pal rancho.

-Contaba con vos... Qué hiciste.

-El capellán me encontró sacando hostias de la sacristía.

-Contaba con vos para las correas.

-Tenía hambre. No estaban consagradas: no es pecado, lo leí en L'Observattore de Palermo.

-Esto no se aguanta más, hermanito... - se resfregó en el hombro la boca ensangrentada -. Cómo pega este desgraciado.

-¿Cómo?- preguntó Sintino.

-Qué se yo... Te tira con lo que tiene - suspiró, y se quedó pensando.

-¿Qué pasa?.

-Estoy deprimido, y cuando estoy deprimido pienso en ella.

-Ah, eso. Otra vez a hablar de tu esposa. No es bueno que los padres castiguen a sus hijos. Lo dice el capellán.

-Era difícil verla llorar. Pedía que la ayudara. Con la mirada lo pedía. Yo me tapaba los oídos y me iba. Esperaba en la plaza de enfrente. Nunca más de diez minutos. Muy disciplinada mi suegra, toda una alemana. Ni bien terminaba, aparecía en la ventana y me hacía la seña para volver: pulgar levantado.

-Un emperador.

-Hasta que un día se ve que algo me pasó adentro. Me quedé sin aire. Imaginate un tipo debajo del agua, cuando sale: ¿qué hace?.

-Pide socorro.

-Ese día mi suegra le había pegado el bife de rutina, después otro y meta sazonarlo con "¡Inútil!" y "¡Usted qué mira!". Tenía el barcito ahí nomás, manoteé la botella de Legui (lástima la etiqueta: me pasaba las horas mirando los caballos) y se la partí en la oreja. La vieja era una cabeza dura, pataleaba, quería tragarse el aire de la habitación. Le di otro botellazo (drive con top en la otra oreja). Finalmente, los golpes o el licor la atontaron. La arrastré hasta la ventana y la senté en una silla.

-Lógico, varón- interrumpió Sintino -: querías reanimarla.

-La ventana era corrediza. Yo la abría y la cerraba con buen ritmo, igual que ejecutando un violín. Mi suegra resoplaba: Alguien chillaba a mi espalda: parecíamos Les Luthiers. Del cuello de mi suegra, como si fuera una bota vasca, salió disparado un chorrito. Eso fue lo último que vi. Nada más. Ni una estrella siquiera. Me desperté acá con la cabeza hecha un redoblante.

-Este relato parece de Las mil y una noches, me lo contaste la mil y una vez.

-Tenés razón, basta de cuentos, novelas y poesías: esta noche me voy.

-¡Eso es!. Poesía, varón, adónde quedaron aquellas tardes de poesía. Qué va a pensar tu amigo Phitman, que ya no lo evocamos como antes.

-Whitman.

-Sí, ése, el de las academias. ¿Eh?. Qué va a pensar. "De dolientes ríos encerrados, de aquello de mí sin lo cual yo no sería nada, de lo que he decidido hacer ilustre..." Ilustre. ¿Cómo sigue?.

-"Aunque me quede solo entre los hombres".

-Eso: "Solo entre los hombres". ¿Cómo que esta noche te vas?. ¿Una fuga, varón?.

-Sí, una fuga.

-Llevame con vos. No me dejés solo en este pandemiga.

-Pandemónium, Sintino, pandemónium. Desatame que si me enfrío...

-Otra vez con el asunto del frío. Siempre con lo mismo. Mañana le escribo al director reclamándole comida caliente y frazadas sin agujeros.

El que estaba lastimado negó con la cabeza.

-Qué más se puede pedir, varón- dijo Sintino.

-No es un problema de pan y sol... Y aunque nos dejaran salir, ¿para volver a dónde?. Dale, Sintino, aflojame las correas; se hace tarde.

La luna entró a pique por la ventana y dibujó un rectángulo de luz en el piso. Los barrotes de hierro, reflejados en el mismo rectángulo, alteraban la quietud de la habitación.

-Deben ser la 3 -dijo Sintino mirando por la ventana -. ¡Mirad! -gritó-. ¡Mirad, Don Quijote! -ahora en voz baja-: Apus coqueteando con el molino de viento.

El que estaba lastimado no dijo nada. Sintino se dio vuelta. En vano esperó una respuesta.

-¿Verdad que es Apus coqueteando con el molino de viento?.

-No- dijo el que estaba lastimado -. Es cualquier estrella pasando a millones de años luz del tanque de agua.

-¿Ves, varón?. Lo que pasa es que vos perdiste la alegría de vivir. Fijate qué linda está la luna, qué blanca, qué redondita.

El que estaba lastimado no fue hasta la ventana para mirar la luna. Se interesó por el colchón; parecía que buscaba algo.

-Sí- dijo por fin -, pero es como nosotros: no tiene luz propia.

Sintino rió.

-¿Será por eso que acá nos cargan de electricidad?- dijo, y empezó a reírse a carcajadas; rió hasta las lágrimas.

El otro se retorcía como si le picara la espalda.

-¿Me ayudás o no?- dijo.

-Por los siglos de los siglos, amén.

Sintino se puso a roer las correas del que estaba lastimado.

-¿Cómo te vas a escapar?- preguntó de pronto.

-Adentro del colchón tengo la respuesta.

-¿Una lima?.

-Algo así.

-¿Una lima, varón?.

-Un limón- dijo el que estaba lastimado.

Sintino volvió a tironear. Los dientes apretados. Resoplaba. Era un dogo prendido en el cuello de un jabalí. "¡Un limón!", decía cada tanto. "¡Te vas a fugar con un limón!", y lo miraba como si el otro fuera un dios.

Las correas se aflojaron. El que estaba lastimado ahora sí respiró hondo. El chaleco cayó al suelo.

Sintino se quedó quieto, jadeando como un perro que acaba de traer el diario a su amo. Tenía la frente húmeda.

-Pablo- dijo -, te voy a extrañar.

Los ojos también los tenía húmedos. El que estaba lastimado se enderezó, lentamente (no había parecido tan alto). Se masajeó los brazos.

-Nos vamos a extrañar- dijo, poniéndole las manos sobre los hombros, pero lo dijo sin convicción.

Después fue hasta la cama. Abrió por las costuras el forro del colchón. De esa mezcla de lana y plumas apareció una bolsita.

Sintino, a la distancia, miraba con curiosidad.

Pablo sacó algo de la bolsita y le mostró a Sintino la palma abierta.

-¿Pastillas?- preguntó Sintino.

Pablo se sentó en la cama.

-Estuve ahorrando- dijo.

Se puso en la boca tres o cuatro y las tragó sin masticar. Sintino achicó los ojos. Otra vez la mirada de perro miope.

-No estabas tomando los remedios- lo retó.

-No.

-Con razón, varón. Con razón estás tan mal.

Pablo rió. Una risa involuntaria. Se puso en la boca otro puñado.

Estaba saliendo el sol; sin embargo, en la habitación flotaba esa melancolía propia de los atardeceres de otoño.

Pablo seguía en la cama, de costado, con las manos juntas debajo la mejilla.

-La mamá de mi esposa quedó bastante mal- dijo -. se ve que de tanto abrir y cerrar la ventana le toqué algún cable.

-Mirá vos- dijo Sintino que, sentado en la cama, movía los pies como si fueran limpiaparabrisas.

-Yo quería pedir perdón. Necesitaba que alguien viniera para pedir perdón.

-Conozco un capellán que es feliz perdonando a los pescadores.

-Yo acá entré dormido, medio muerto. Me desperté y la cabeza me hacía: burumbumbún... burumbumbún...

-Yo soy el hincha de Camerún- tarareó Sintino.

-Parecía un redoblante.

-¿Qué cosa parecía un redoblante?.

-Mi cabeza.

-¿Burumbumbún?

-Sí.

-Eso no es un redoblante, varón. Eso es un bombo de tribuna.

-Veinticinco puntos: un hermoso matambre.

-Sí, varón- dijo Sintino -, eso ya me lo contaste.

-¿Y que gané un trofeo jugando al tenis en Comunicaciones?.

-Eso también me lo contaste.

-Un trofeo con base de mármol... - comenzó a decir.

-Con un jugador de tenis de bronce- concluyó Sintino -, muy lindo el jugador. Un vecino te lo incrustó en la nuca cuando estabas haciendo costeletas de cerdo con el cuello de tu suegra.

-Hay algo que no te conté.

-Su atención, por favor- Sintino aflautó la voz -, se va a anunciar el horario de partida del último tren... ¿Lo querés con rima?.

-¿Qué?.

-Su atención, por favor. Se va a anunciar horario y andén del último tren.

-Ya no necesito ningún escudo. ¿Sabés?. No tengo vergüenza. No importa...

-Si no importa, no importa. No me lo contés, varón, qué gracia tiene.

-Aquel día, no hubo tal vecino.

-Cómo que no hubo tal vecino- dijo Sintino y buscó los ojos de Pablo -. Entonces, ¿quién te sacó a pasear el cerebelo?.

-Mi esposa.

Pablo, que seguía de costado, remontó las rodillas hasta el pecho y las cubrió con la mano.

-Tengo frío- dijo -. Tirame una cobija.

Pablo apretó un poco las rodillas contra el pecho. Sudaba.

-Estás goteando- dijo Sintino -, seguro tenés flojo el cuerito de la válvula ileosecal.

-Tengo frío- insistió Pablo.

-Es calor, cabezón. Si transpirás, es calor.

Pablo tiritaba.

Sintino recorrió la habitación con la mirada: no había ninguna cobija.

-¿Sabías que a Sócrates lo mataron con cicuta?- dijo Pablo.

-¿Con un condimento?

-No- dijo Pablo -, es veneno. Empieza a hacer efecto desde los miembros inferiores.

-Ah- dijo Sintino sin dejar de mover los pies como limpiaparabrisas.

-Te da un dolor, un puntazo, pero es apenas un cachito y enseguida se te paralizan los pies... Debe ser maravilloso no tener que ocuparse ya de los pies.

-Ni de cortarse las uñas- Sintino parecía entusiasmado con esa idea.

-Otra vez el dolor, un pinchazo nada más y ahora son las piernas las que dejan de ser tuyas. Así hasta que el veneno llega al corazón. Ahí sí que te quedás duro. No alcanzás a darte cuenta cuando la cicuta te llega a la cabeza.

-Qué lástima, varón, tanto esperar y no te podés dar cuenta.

-La locura es al revés... - comenzó a decir, y se llevó las manos al estómago; parecía que se iba a partir en dos.

Sintino afirmó el hombro contra el respaldar, pero no era la cama la que se convulsionaba.

-Tengo frío, hermanito- dijo Pablo casi inaudiblemente -. Tirame una cobija encima.

Ahora Sintino miró debajo de las camas. No había ninguna cobija. Pablo se retorcía como una lombriz al sol.

-Ya va, varón, me parece que por allá vi una- mintió.

-Decile al capellán que al infierno no voy... Estoy helado... De chico siempre andaba con frío. Mi vieja me ponía una camiseta de franela... Picaba...

Sintino, a los pies de la cama, movía el torso para adelante y para atrás. Los brazos seguían apretados al cuerpo, como en un abrazo. Dijo:

-Picaba... ¿Y?... Terminá la frase, varón.

Pablo no terminó la frase. Estaba quieto, amontonado contra la pared. parecía un ovillo de alambre.

 

Sintino dejó de hamacarse. Se levantó y fue a mirar por la ventana. El jardín estaba descuidado. El sol tenía la sombra del tanque de agua contra la pared. Un girasol (cómo habría llegado hasta ahí) no buscaba el sol; se había quedado mirando hacia el poniente.

-¿Te sentís mejor?- dijo Sintino -. Dale, varón, decime que ahora estás un poquito mejor.

(continuará)

Jorge L. Sagrera.
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