El hambre y mi hermano
En esta ciudad somos de poco comer, todo el mundo lo sabe. Lo que nadie sabe es por qué comemos poco. No hay libros, ni documentos, ni siquiera un manuscrito amarillento que pruebe que nuestra alimentación, en otras épocas, haya sido diferente de la que hoy tenemos.
En esta ciudad nunca nadie pasó hambre, excepto mi hermano. (No hay por qué alarmarse: este fue un caso aislado que la gente, para su bien, ha comenzado a olvidar). Resultaría inútil que de otras localidades vecinas mandaran comida. Se echaría a perder. No nos daría lástima el ver cómo se la tiran a los chanchos.
Ninguno se había puesto a pensar qué cantidad de alimentos nos metíamos en el estómago hasta que pasó lo de mi hermano.
Mi familia está compuesta por papá, mamá, mi hermano y yo. Eramos una familia perfectamente normal, como todas las de esta ciudad. No había ningún motivo, ninguna señal que nos alertara respecto a lo que iba a suceder. "Me parece injusto que nos echemos la culpa", le decía papá a mamá. "¿Acaso tu otra hijo (por mí) hace cosas que nos avergüencen delante de la gente?".
Papá y mamá no recuerdan en qué momento empezó todo. Yo sí: fue en un almuerzo. Ese día mi hermano terminó rápido su comida. A mí me sorprendió porque él siempre hacía un rito de cada bocado que se llevaba a la boca. Pero aquella vez tragó. Vi en sus ojos un brillo desconocido. Después hizo eso que nos llamó mucho la atención: mojó con la lengua la yema del índice y con ese dedo, como si fuera el pico de un gorrión, empezó a levantar y llevarse a la boca las pocas migas de pan que había sobre el mantel. Ahí comenzó todo. Fue un hambre inmemorial. Ni los ancianos, portadores de la tradición oral de nuestra ciudad, recuerdan algo semejante.
Empezó a comer desaforadamente. Causaba rechazo verlo así, hablando con la boca llena. Decía: "Comer es maravilloso", y nos invitaba a probar su comida. Era un asco; comía y comía, pero jamás quedaba satisfecho. Y no engordaba, siempre igual: flaco como una chaucha. Nadie sabía a dónde iba a parar tanta comida.
De salud y de ánimo se lo veía excelente. No entendíamos qué le estaba pasando, y como el problema no se iba a resolver sólo con fruncir la cara, papá y mamá decidieron consultar al médico. Necesitábamos saber qué le sucedía, y nos animaba la idea que, al localizar el origen de su mal, nuestra existencia, no obstante sufrir un giro brusco, se acomodaría a esta nueva circunstancia.
El médico lo revisó de pies a cabeza, le hizo análisis de todo tipo y estudios extraños de los cuales fue imposible retener ni siquiera los nombres. Mi hermano se portó como un soldado; si le hubieran pedido que aplaudiera con las orejas, también lo habría hecho. Luego de todo un día de ir de acá para allá con frasquitos, placas, cables e informes, el médico dijo: "Mañana están los resultados".
Al día siguiente llegamos muy temprano al consultorio. El médico, viendo nuestra ansiedad y la gravedad que le asignábamos al caso, nos hizo pasar de inmediato. Nos sentamos los cuatro frente al escritorio. El médico se puso los anteojos para leer. De un sobre de papel manila extrajo un informe y, dirigiéndose a mis padres, comenzó a hablar: "Su hijo". Se detuvo ahí, como si las caras de papá y mamá no se ajustaran al diagnóstico que él iba a anunciarles. Volvió a leer el informe. "Su hijo", repitió, "está perfectamente".
Mi hermano soltó un carcajada descomunal: "¡Lógico!", dijo con los ojos muy abiertos. "Jamás me había sentido mejor".
De vuelta en casa él, seguro de sí mismo, decía: "¡No quiero molestarlos, no quiero molestarlos!". Pero lo hacía. Continuamente nos hablaba de lo deliciosos que era comer.
Que el médico diagnosticara que mi hermano estaba sano determinó que nuestra casa se convirtiera en un caos. Mamá tuvo que pedir licencia en el trabajo para prepararle comida. Ella se la pasaba cocinando. Él era un perro de sulky. "¡Qué maravilloso es comer cuando uno tiene hambre! ¿No mamá?. Ella le contestaba: "Sísí claroclaro". Parecía una loca. Él estaba contento. Tenía expectativas: "No se aflijan, ya van a ver. Seguro que en cualquier momento ustedes también empiezan a tener hambre".
A pesar que hicimos todo lo posible para que este problema que (según papá) "nos deshonraba" se resolviera entre estas cuatro paredes, no pudimos evitar que los vecinos se enteraran. Al principio, contrariamente a lo que suponíamos, se mostraron solidarios con nosotros (hay que ver con qué tranquilidad se toman los problemas cuando son ajenos).
Para que mamá pudiera dormir un rato, un grupo de vecinos se organizó y constituyeron turnos de ocho horas para preparar comida. A mi hermano le costaba aceptar que semejantes muestras de bondad pudieran ser auténticas. Para honrar a nuestros vecinos, los hacía poner en fila frente a la mesa y empezaba a comer: "¡Mmmmm, exquisito!", decía. "¡Mmmm, delicioso!".
Pensábamos que alguna vez iba a ser suficiente. Sin embargo, él seguía, como si en lugar de estómago tuviera un agujero que desembocaba en el fondo del océano.
Mamá vivía todo el tiempo cansada. Un día papá llegó del trabajo y la encontró muy mal, como si en vez de haber alimentado a mi hermano lo hubiera estado pariendo. "¡Harto me tiene!", dijo papá y salió disparado para la cocina. "A ver si la terminás con esta payasada", lo increpó. "¿No ves cómo sufre tu madre?".
Después de esto mi hermano modificó su actitud. Al menos no nos aturdía diciéndonos a cada rato lo maravilloso que era comer. Resultaba evidente que la enfermedad se encontraba en una nueva etapa. Eramos optimistas; intuíamos que la cura definitiva era una cuestión de tiempo.
Un día, mientras devoraba un pan francés, me confesó que desde que había empezado a padecer hambre, comida nunca le faltó. "Pero", continuó, "ahora me doy cuenta de que la comida no lo es todo". Lo vi abatido; buscaba que lo comprendiéramos. "Necesito que compartan mi hambre", dijo. "No puedo sentirme pleno si ni siquiera comprenden lo que siento. Sin embargo, a esta altura de los acontecimientos debo rendirme ante la incomprensión de todos", concluyó.
Me dolió escucharlo decir "la incomprensión de todos". Se estaba quedando solo. No había papá, ni mamá, ni hermano, ni buenos o malos vecinos.
-Podés contar conmigo- dije.
Para sostener mis palabras, me puse a prepararle comida. Agradeció y se puso a comer. Me di ccuenta de que sólo lo hacía para reconfortarme.
Fua a partir de la aparición de un señor que se hacía llamar Nutricionista que la enfermedad de mi hermano comenzó a andar otro camino: el camino de la cura.
Que era un hombre notable lo dijo mi vecina. El Nutricionista entró a casa con paso firme y seguro. Aunque un caso como éste jamás se le había presentado, confiaba en que la ciltura alimenticia de la ciudad iba a frenar el hambre de mi hermano. Comenzó a explicar el tratamiento. Mi hermano, en la cocina, no paraba de comer fideos con manteca. El Nutricionista lo observó por la puerta entreabierta. "¿Siempre come así?", preguntó. Papá cerró los ojos y asintió con la cabeza. Mamá dijo: "Sí, siempre así... Todos los días así.".
Pidió quedarse a solas con mi hermano. Papá y mamá al patio; yo a mi habitación. Al rato, no sé si mi hermano le consumió la paciencia o al Nutricionista se le acabó la ciencia, porque la conversación, que hasta ese momento se oía como un arrullo materno, empezó a subir de tono. Desde la cocina y por los pasillos llegaron a mi habitación freases como: "¡Tal vez sean muchos los que tienen hambre y no lo saben!" (mi hermano). "¡A dónde querés llegar con todo esto!" (el Nutricionista). "No sé qué me pasa, pero al menos los entiendo más a todos ustedes, que lo que ustedes me entienden a mí."
El Nutricionista les dijo a mamá y a papá que estuvieran tranquilos.
-Esto es como un grano- dijo -. Hay que dejarlo que madure solo.
Así cualquiera es médico, pensé.
Mi hermano no dejaba de comer. Nadie sabía dónde metía tanta comida. Era como si en él se hubiera despertado todo el hambre inconsciente que, tal vez, tuvieron nuestros antepasados. Parecía un trapo de piso. Las ganas de vivir se le iban con la misma intensidad con que le aumentaba el hambre. Yo le pedía a Dios que me mandara a mí un poco de ese hambre para ayudarle a cargar esa cruz tan pesada que le había tocado recibir.
Los últimos días él decía a quien quisiera escucharlo (lo rodeaban más curiosos que incondicionales): "No deseo causarles problemas. Lo único que pretendo es un reconocimiento público de loq ue me pasa. No quiero sus comidas, no necesito su comprensión. Pretendo que todo el mundo reconozca que soy alguien que tienen hambre, que come, y a quien lo que come no le alcanza y tiene cada vez más hambre".
Eso del reconocimeinto público hizo cosquillas a algunos notables de la ciudad, que se removieron incómodos en sus sillas. El intendente puso a disposición su chofer personal y mandó a buscar a mi hermano para que expusiera en uadiencia pública su problema de hambre. Durante el trayecto lo vi afligido. "Ahora tenés una buena oportunidad", dije. Fue una estupidez. Ni las autoridades ni la gente iban a estar dispuestos a reconocer que mi harmano tenía más hambre que cualquier habitante de la ciudad.
El salón dorado de la municipalidad estaba hasta el tope. En el sector de las autoridades se habían acomodado, junto al intendente y los concejales, el director del hospital y el Nutricionista. Mi hermano se sentó en el sitio que previamente le habían destinado y pidió que le arrimaran otra silla para apoyar la bolsa de pan.
Todos miraba con curiosidad cómo tragaba. Sin embargo, escucharon sus justificaciones y requerimientos sin murmullos y sin pestañar. Cuando ya no le quedaba pan en la bolsa y tuvo que terminar la exposición, seguían mirándolo inmutables, como si todavía no hubiera comenzado a hablar.
A la salida un concejal anduvo diciendo entre la gente que mi hermano intentaba modificar nuestras costumbres y proclamarse un Revolucionario del Hambre. Ridícula acusación. Si mi hermano exigía algo, no lo hacía por circunstancias exteriores. Lo hacía empujado por la necesidad interna de terminar con ese hambre que amenzaba con comérselo a él.
Después de la audiencia pública navegamos en un mar de aceite. En casa, cada uno se había resignado a su nuevo papel. Los vecinos parecían haber olvidado todo. Mi hermano se quedaba día y noche en su habitación.
Fueron dos semanas sin sobresaltos. "Tu hermano está más tranquilo", dijo papá.
La misma tranquilidad del náufrago que acaba de descubrir que su bote de goma tiene una pinchadura. Esa misma noche sucedió lo del escribano que vive a dos cuadras de casa.
Mamá, mientras compraba pepinos, se enteró de lo que había pasado. La mujer del pobre hombre estaba histérica. "Esta ciudad está apestada", decía. Resulta que el escribano se había despertado a la medianoche eructando. La mujer intentó sin éxito algunos remedios caseros. "La habitación olía como una cloaca. Tuvimos que llamar urgente al médico. Después de revisarlo dijo que estaba desconcertado y que iba a consultar el caso con sus colegas. Yo, por lo pronto - concluyó la mujer -, le sugerí a mi marido que cada vez que tenga ganas de eructar lo haga en el patio".
Comentaban las vecinas que el escribano tuvo que levantar una carpa en el fondo: de tanto ir y venir desde el interior de la casa al patio, había comenzado a padecer náuseas.
La enfermedad esquivó los esfuerzos del escribano y su señora, y cobró por sí misma casi la misma notoriedad que el hambre de mi hermano. El pobre hombre, antes afecto a las tertulias, ahora, a causa de su enfermedad, considerada vergonzante y objeto de burla por la ciudad entera, debía resignarse a una vida de ermitaño.
Estaban equivocados los que suponían que éste era un hecho aislado. Fue una curva del círculo que mi hermano había comenzado a dibujar y que, súbitamente, iba a cerrarse con él adentro.
A los eructos del escribano les siguieron los de su señora. Pronto toda la manzana eructaba casi al unísono. Desde lejos resonaba como un volcán.
En distintos puntos de la ciudad millares de personas, como si sus estómagos hubieran sido interesados por flechas de fuego, comenzaron a eructar. Nadie sabía a qué atribuir semejante catástrofe.
En casa papá fue el primero. Eructaba y maldecía su nueva suerte. Después lo siguió mamá que, visiblimente afligida, no por lo vergonzante de la enfermedad, sino porque acaso en su mente empezaban a ordenarse las piezas de un rompecabezas funesto, se refugiaba detrás de las cortinas.
Un grupo de vecinos se agolpó en la puerta de casa. Eran encabezados por el Nutricionista. "Tenemos la certeza de que son las ingestas de su hijo las que están provocando esto". Papá, que no estaba dispuesto a que le endilgaran una nueva humillación, les contestó: ""¡Qué certeza ni ocho cuartos!. ¿Qué quieren ahora?, ¿la máquina de hacer chorizos?", y les cerró la puerta en la cara.
Yo, desde la ventana del comedor, miraba cómo se alejaban protestando a los gritos cuando, intempestivamente, sentí un ardor en el estómago. Me tomó tan de sorpresa que caí al suelo doblado de dolor.
Empecé a eructar. Corrí al baño. En el pasillo choqué con mi hermano que venía. "¿Vos también?", dijo. "Yo creí que vos no". La garganta se me daba vuelta. Encaré el baño; quedó hablando solo.
El grupo regresó más tarde, esta vez con el director del hospital. Luego se agregaron los concejales y los notables de la ciudad. Hasta el intendente se llegó a nuestra casa. La conversación era permanentemente interrumpida por los eructos y por la pestilencia que flotaba en el aire. Obligaba a cubrirse con pañuelos la nariz y la boca.
La ciudad entera nos exigía a los gritos una respuesta. Se designó al Nutricionista para que acordara con mis padres los términos de la rendición. "Se impone una salida drástica", dijo. Papá preguntó qué hacemos. Mamá lloraba. El Nutricionista sugirió: "Qué les parece un poco de cicuta en el relleno de los canelones". Papá quiso saber si eso no iba afectar a la gente. "Claro", dijo, "no sea cosa que después me vengan a echar en cara que tienen retorcijones de barriga". "No creo", dijo el Nutricionista. "¿Están habalndo de matar a mi hijo?", intervino mamá espantada. "¡No, matarlo no!... ¡No puedo hacerme a la idea de no verlo más!". Una contradicción grande como el hambre de mi hermano. Ella cada día lo soportaba menos.
Papá y mamá no conseguían ponerse de acuerdo. El Nutricionista nos advirtió que a las 3 de la tarde debíamos tener una respuesta. Papá lo despidió con un portazo. Cuando volvía al comedor, me encontró doblado en dos sosteniéndome con el perchero: "¿Y vos, por qué no te movés?", gritó. "¡Andá a decirle al ingrato de tu hermano que venga!".
La puerta de la habitación estaba abierta; generalmente la tenía cerrada. Parecía que me esperaba.
-Te llama papá- dije desde el pasillo.
-¿De qué se trata?- preguntó sin mirarme.
-No sé.
-Sí sabés. Me van a pedir que haga algo... Yo sé lo que tengo que hacer.
Se acostó en la cama y se puso a hacer eso.
-¿Qué haces?- pregunté sorprendido.
-Olpos- contestó con naturalidad.
-¿Olpos?. ¿Y qué es olpos?.
-Soplo para adentro- dijo.
De repente, una cosa semejante a una tela, color rosagrís, empezó a salírsele en forma de globitos por los agujeros de la nariz. Por las orejas. "Cansado", alcanzó a decirme, eso sólo, nada más, porque la tela rosagrís le llenó la boca. Me miró (hermano, nunca así) como si quisiera terminar lo que antes había comenzado a decir. No pudo. La tela rosagrís empezaba a brotarle en los ojos y se inflaba cada vez más y más, hasta envolverlo completamente, como a un paquete.
Hubo una explosión. La sustancia rosagrís se desperdigó en fragmentos y sembró en las paredes y el techo miles de amapolitas rojas. Parecía una pintura típica de holanda. Mi hermano tumbado en la cama, con los brazos en cruz, se asemejaba a un molino de viento.
Ahora todo está tranquilo. Volvimos a la rutina. Mi hermano también hace vida normal... ¿Hambre?. No, hambre nunca más. No tiene estómago. Ya ni siquiera necesita comer.
Jorge Sagrera
sagreravilla@redsp.com.ar
Publicado en El ojo del ciclón