Desgarro Mallorquín, o cómo la vida te deja sin patria

A los inmigrantes.
A Mateo Sbert, combatiente en la guerra de Malvinas

Estoy convencido. Conservó el billete para recordarse de qué hilo había que tirar para volver a su tierra: tengo la certeza de que el abuelo, no bien puso el pie en el P. de Satrustegui, el vapor que partió de Barcelona para traerlo en Argentina, supo que jamás regresaría a Felanitx, su pueblo.

Casi cien años han pasado desde aquel 3 de noviembre de 1911, fecha en que Jaime Antich, un joven de 17 años, que tenía oficio labrador, se embarcaba en algo mucho más trascendente que atravesar el Atlántico en 21 días.

El billete del vapor trasatlántico está hoy en mis manos. Mi padre asegura que, por mucho tiempo, pendió colgado de un clavo en la pared del comedor. Ahora es un papel amarillento, frágil. Ajado y débil. Pero aún habla. Ha conseguido perdurar en el tiempo. El abuelo no. El abuelo ya no habla; sin embargo yo tengo en mis manos el hilo del cual él solía tirar para recordarse quién era, para recordarse de dónde venía.

Al dorso del billete se puede leer el menú que se les ofreció durante la travesía. Almuerzo: Café y galleta. Comida: Potage o Sopa. Un plato de carne o pescado. Vino y pan. Cena: Sopa. Cocido o pescado. Vino y pan. Debe haber sido un regocijo disponer de este menú, un alivio para sus tripas picoteadas por el hambre. Pero, no fue el hambre la dinámica que impulsó a mi abuelo Jaime a dejar Mallorca. La dinámica que lo impulsó a dejar las islas fue la guerra: el espanto de la batalla de Barranco del Lobo. El sin sentido de aquel desastre militar ocurrido en 1909, en la guerra con Marruecos.

En aquel tiempo, las calles se volvieron mudas, los pueblos se vaciaron. La gente se iba al Africa y no volvía: muchos baleares contribuyeron con sus huesos a aumentar las arenas del Sahara.

Debe confesar que esta actitud de mi abuelo Jaime, la de venirse a la Argentina para escaparse de la guerra, me avergonzaba. Hubiera preferido que emigrara por hambre, o por falta de horizontes; no por falta de valor para defender a su patria. Eso decía yo en plena adolescencia. Así pensaba, y esa falta de valor del abuelo se me había metido en las venas. Me perseguía: era un estigma. Yo era joven y sabía muy poco de la vida

Recuerdo muy bien lo que dijo en una reunión familiar. Acaso lo dijo en muchas reuniones familiares: mi recuerdo es vago. En aquella Navidad, alguien preguntó y el abuelo Jaime contestó: "Vine a la Argentina para escapar de la guerra".

A partir de ese día, en mi mente sólo se presentaba esta frase: "Vine a la Argentina para escapar de la guerra"; y de esa frase archivada en un rincón de la memoria, la palabra escapar repiqueteaba como una campana en mi cabeza.

Durante muchos años juzgué al abuelo a la sombra de esa palabra. En mi época de escolar, en las composiciones que hacíamos para conmemorar el día del inmigrante, escribía historias fantásticas que tenían como protagonista a mi abuelo. Jamás mencionaba el verdadero motivo por el cual había dejado su pueblo. En mis escritos siempre había un abuelo que había emigrado empujado por el hambre, o exiliado por cuestiones políticas, o para escaparle a las penas del corazón.

II

Cuando ocurrió la guerra de Malvinas, en 1982, yo tenía 22 años. No bien se supo la noticia, el pueblo, inmediata y espontáneamente, llenó la Plaza de Mayo. Los canales de televisión transmitieron en cadena la más fabulosa de las campañas, de toda la historia argentina, destinadas a recaudar fondos. Joyas, dinero, golosinas, remedios. No solamente bienes materiales se ofrecían, la gente comenzaba a pensarse, a ofrecerse, como voluntaria.

Desde que se desencadenó el conflicto tuve la urgencia de saldar la cuenta pendiente del abuelo Jaime. El asma me había exceptuado de hacer el servicio militar, de todas maneras, yo sí iba a pelear por mi patria. El paso de los días fue madurando y fortaleciendo la decisión.

Fue un sábado. Estábamos en el bar comentando las últimas novedades que entregaba la televisión del estado. Cada mesa era un foco de resistencia, una trinchera que se abría para resistir al invasor. Quizá fue exceso de alcohol, o el exceso de madrugada, lo que nos decidió viajar el lunes siguiente a San Nicolás, a presentarnos como voluntarios al Regimiento de Combate 101.

Fuimos. Después de realizar el trámite de incorporación, me crucé con un soldado, tendría 18 o 19 años. Cambiamos algunas palabras. Cuando le revelé el motivo por el cual me había acercado al Cuartel, se alejó despacio y sin saludarme. En su cara había una mezcla de incredulidad y desesperación. Mucho más tarde comprendí que tenía razón en tratarme de ese modo. Mucho más tarde descubrí que no hacía falta ser un profeta, para saber lo que nos sobrevendría. Nos embarcamos el 13 de abril rumbo a las islas.

Gran Bretaña decidió invadir nuevamente las islas y reunió un importante destacamento de fuerzas, formada por dos portaaviones y unos 28.000 hombres. Pero eso no nos importaba nada: íbamos ganando. La flota inglesa inició su viaje de 8.000 millas hacia el Atlántico Sur, casi las mismas millas que había hecho Jaime en 1911 en busca de otro destino.

El Conqueror hundió el Crucero General Belgrano y murieron 360. Enseguida un misil Exocet, lanzado por nuestros aviones destruyó al Sheffield, y otra vez la euforia que nos anestesiaba.

Un día comenzaron a llegar los muertos, demoraban en entregarlos a sus familias. Un día comenzaron a llegar los heridos, los mutilados y los locos; que escondían en oscuros galpones. En cuanto a mí, diré que la humedad de las trincheras hizo estragos en mis pulmones; pero más lo hizo el obús que nos cayó cerca. Parte de mis piernas quedaron en el suelo de Malvinas.

III

La guerra terminó, volvimos a nuestras casas. Al principio nos consideraban héroes; después, cuando las consecuencias de la guerra nos asaltaban noche y día, comenzamos a estorbar, resultábamos una presencia molesta. Poco a poco, comprobé que la guerra me dejaba sin patria; igual que le había sucedido a mi abuelo Jaime cien años atrás.

En el año ´95 viajé por primera vez a las Islas Baleares, conocí a mis parientes. Una sobrina de Jaime contó que lo estuvieron esperando desde el mismo día de la partida. Supe lo difícil que para él fue emigrar a la Argentina. Se trataba de una categoría diferente de exiliado: Jaime quería seguir caminando, respirando su lugar; pero si decidía quedarse, primero debía entregar para la guerra sus manos de labrador.

Montado en la silla de ruedas recorrí Felanitx. Me demoraba en cada lugar, para decirle a aquellas paredes, a aquellas calles irregulares, que Jaime había hecho muy bien al escaparle a guerras absurdas. En aquel viaje a las Islas Baleares me reconcilié con el abuelo que eligió labrar en lugar de matar.

Jorge Sagrera
San Pedro
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