Dádivas
El guardia abrió la puerta de la sala de visitas y entró. El padre Montero venía a los saltitos y bastante más atrás. Resoplaba. Hacía calor. El preso, el padre Benito, ya esperaba sentado. Los sacerdotes se saludaron con parquedad, como si estuvieran en tiempo de cuaresma.
El guardia, antes de cerrar la puerta, les advirtió:
-Disponen de quince minutos, reverendos.
El padre Benito se llevó las manos a la cara; parecía que lloraba.
-¡Reverendos qué! -dijo y soltó una carcajada.
El padre Montero, a pesar de estar sentado, trastabilló.
-¿Todavía le quedan ganas de divertirse? -dijo.
Con un golpecito del dedo índice se acomodó los anteojos que se le venían abajo entre tanta grasa y sudor.
El padre Montero andaba rondando los 70 años. Era el secretario privado de monseñor Tolengo. De chico le gustaba jugar a que era obispo. De grande, intentó todo para llegar a serlo. Hasta dejó que su vientre se hinchara de comida para que la faja morada luciera tirante, sin arrugas.
Ahora estaba molesto. No soportaba que Su Excelencia le asignara este tipo de misiones tan poco dignas de su persona. En otras circunstancias, él se cruzaba de brazos y se refugiaba a miles de kilómetros. Distancia que le proporcionaban holgadamente los cristales gruesos de sus anteojos. Pero ahora estaba molesto, fastidioso. Era la hora de su siesta y hacía calor.
-Está bien, está bien -dijo moviendo las manos como si estuviera empujando aire-. Vamos a tranquilizarnos. Eso es... Inhalar, exhalar. Bien.
El padre Montero cerró suavemente los ojos. El padre Benito lo espiaba por entre los dedos.
-Pidamos al Espíritu Santo que nos cubra con sus alas.
-Aunque sea un vuelo rasante -dijo el padre Benito.
El padre Montero, acostumbrado a yerros litúrgicos, dejó pasar la acotación.
-Sagrado Corazón de Jesús.
-En vos confío -contestó el padre Benito.
-Ave María Purísima...
-Sin pecado concebida.
-San Antonio, mediador en los asuntos difíciles...
-Ruega por nosotros.
-Bien, muy bien. ¿Ve? El poder de la oración.
-Para mí que no pasó del cielorraso -dijo el padre Benito.
-¿Qué le parece si me cuenta cómo pasó lo que pasó? -dijo el padre Montero.
El padre Benito apoyó los codos en la mesa, entrelazó las manos y sobre éstas descansó el mentón:
-Bueno, resulta que yo...
Se detuvo de golpe. Había algo en la pared.
Disculpe -dijo.
Se levantó de la silla, caminó agazapado y en punta de pie hasta la pared sin quitarle los ojos de encima a un puntito negro que se movía torpe mente. Se quedó mirando tan de cerca que parecía miope.
-¿Qué le pasa? -dijo el padre Montero.
-Una mosca... Una pobre mosca pegada a una tela de araña.
-¿Y?
-Pregunto por dos chelines y cuatro peniques: ¿puede liberarse sola? ¿Necesita los servicios de un Ser Superior?. Le advierto que los únicos Seres Superiores que veo por acá somos usted y yo.
El padre Benito miró al padre Montero y se tapó la boca con la mano.
El padre Montero se mordió el labio inferior y miró el cielorraso. Parecía que trataba de deshacerse de semillas de membrillo adheridas en sus muelas.
-Usted está más cerca -dijo, por fin.
-Tiene razón... Esta mosca indefensa depende de mí y de nadie más. La verdad es que no tiene ninguna chance.
-Bueno -dijo el padre Montero acomodándose los anteojos con un golpecito del dedo índice-, nos pusimos de acuerdo. Vayamos a lo nuestro: ¿qué le digo a Su Excelencia?
-Que fue un acto de humanidad.
La respuesta silbó como un latigazo.
-¡Cómo!
-Dije que-lo-que-hice-fue-un-acto-de-humanidad.
-¡No! Mejor dígale... Dígale a monsieur Tolengo que fue un acto redentor.
Con el paso de los años el padre Montero había perdido un poco el fuego sagrado. La modorra que produce la buena vida lo había vuelto algo escéptico. Sin embargo, reaccionó como un cruzado al escuchar al padre Benito. La cara se le infló, la piel se le puso tensa, brillaba. La vena del cuello era una morcilla. Su mirada estuvo en escena inmediatamente cuando de un manotazo se sacó los anteojos.
-¡No tiene idea del escándalo que estamos en metidos! -dijo amenazándolo con el dedo.
-Usted no entiende...
-La sangre llegó al río, mi querido inconsciente. Su Excelencia está removiendo cielo y tierra para que esto no...
-Era muy necesario que las cosas ocurrieran así.
-¡Deje de hablarme como si estuviera recitando Las escrituras! ... ¡Ajj! ... ¡Me ahogo!
-Era Satanás -dijo el padre Benito procurándole aire con las manos.
-¡El no era el problema! -gritó el padre Montero achicando los ojos, ¡El problema es usted! -y queriéndose acomodar los anteojos que no tenía, se incrustó el dedo en medio del ojo-. ¡La pu... !
-Dígalo, padre Montero. No se reprima, dígalo.
-¡La Purísima Madre de Dios! -dijo, y se refregó el ojo con un pañuelo.
El 13 de mayo de 1984, día de la Virgen de Fátima, Jesús Benavídez hizo su aparición en la vida del padre Benito. Era una mañana fría, lluviosa, que invitaba al recogimiento y a la oración. El padre Benito se disponía a leer un pasaje de las Cartas Apostólicas que se encuentran en El libro del pueblo de Dios, cuando Marta, coordinadora de Cáritas, vino con la noticia:
-Un hombre se mudó abajo de un árbol -dijo.
-¿Qué?
-Le tiraron los bártulos a la calle.
-A la pucha -dijo el padre Benito-. ¿Y adónde está?
-En la ruta 181 -dijo Marta-. Es un lugar descampado. Kilómetro 6.
-Vamos -dijo el padre Benito, y apagó la estufa.
El Libro del pueblo de Dios quedó abierto en la página 2404. Decía: "Son muchos, en efecto, los espíritus rebeldes, los charlatanes y seductores, sobre todo circuncisos. A esos es necesario taparles la boca, porque trastornan a familias enteras, enseñando lo que no se debe por una vil ganancia".
En la calle el padre Benito tiritó, y se frotó los brazos.
-¿Abajo de un árbol? -preguntó.
-Sí -contestó Marta.
Subieron al Citroen de ella y él dijo:
-Vamos.
-¡Vamos, padre Benito! Esto no es serio. Creo que va a necesitar otro tipo de ayuda... -dijo el padre Montero haciendo girar el índice en la sien.
-Sin embargo, para mí es muy serio. Mire -cerró la mano a la altura de la nariz del padre Montero-, por culpa de él aprendí a mentir alevosamente -alzó el pulgar-; a escapar de mis hermanos -alzó el índice-. Hay más, mucho más -dijo abriendo la mano-, pero no es mi deseo cansarlo.
-Frote mejor la lámpara -se quejó el padre Montero desplomándose sobre la silla-. Su deseo no fue satisfecho: me tiene harto.
-Entonces, sigo: mezquiné los sacramentos. Robé dinero de las colectas... ¿Se da cuenta qué bajo había caído?
A los pocos meses de haber conocido a Jesús Benavídez, el padre Benito experimentaba ligeros cambios en su conducta. Una tarde, Robledo lo sorprendió detrás de la puerta de la sacristía haciendo saltos de tijera. Las manos en jarra. Los ojos bien apretados. Respiraba agitado al ritmo de "¡Un, dos...Un, dos! ". Robledo llevaba más de treinta años de sacristán, y atribuía las manías del padre Benito al "Síndrome del primer año".
-Padre, lo busca un tal Jesús -dijo Robledo un día.
-¿Qué Jesús?
El padre Benito se ocultó detrás de la estatua de La Dolorosa. A Robledo le dio risa.
-Tranquilo, padre. Tranquilo. El Jesús que lo espera en el despacho no es el Resucitado.
-¡Por eso, Robledo, por eso! Decile a ese Jesús que no puedo, que me estoy bañando... Que venga otro día.
Y se metió nomás en el baño, pero al pasar frente al espejo no aguantó su propia mirada. Abrió la ducha y dejó que el agua corriera. Al rato escuchó un ruido extraño, como si un gato arañara la puerta.
-¿ Sí?
-Soy yo, padrecito. Lo espero afuera con la toalla... ¿0 entro, así vamos charlando?
La mañana del 13 de mayo de 1984, el padre Benito y Marta estaban seguros de que el brillo en las mejillas de Jesús Benavídez eran lágrimas de agradecimiento y emoción.
-Es poca cosa -dijo señalando las cacerolas y la cama de dos plazas-, pero es lo único que me queda. Y si de este árbol dispongo, es por la misericordia de nuestro Padre Creador... Dios lo tenga en la gloria.
-¿A quién? -dijo el padre Benito.
-A Dios -dijo Jesús Benavídez.
"Qué sentimientos", pensó el padre Benito. "Tiene una confusión tipo Torre de Babel, pero se ve que en su interior habita un ser religioso".
"Qué indefenso", pensó Marta. "Sólo le falta llevarse el pulgar a la boca".
-¿Mudarme? ¿Adónde?
-Usted no se preocupe más -dijo Marta-. Algo le vamos a conseguir.
-¿Sabe lo que pasa, patrona? Estoy cansado de ir de aquí para allá. Soy pobre, pero no me merezco estos tratos. Si pudieran conseguirme nomás una piecita. Me avergüenza pedir, pero en cuantito consiga una changa...
La dueña de la pensión miró torcido a ese trío mojado y sucio hasta los huesos, pero dijo:
"Está bien", cuando el padre Benito prometió pagarle el equivalente a dos meses de alquiler.
-¿De dónde vas a sacar el dinero? -le dijo Marta al oído.
-Del bolsillo de Dios -dijo él.
El último cacharro de Jesús Benavídez cruzó la puerta de su nuevo hogar a las diez de la noche.
Al otro día, temprano, Marta y el padre Benito fueron a visitar a su protegido. En la pieza una mujer con el pelo oxigenado estaba sentada en la cama, cruzada de brazos, con los pies sobre una silla metálica. Vestía un ajustado pantalón blanco, y un cigarrillo sin prender colgaba de sus labios.
-Les presento a mi compañera -dijo Jesús Benavídez.
La mujer se paró para saludar. Era robusta. Las carnes algo fofas se le movieron para uno y otro lado.
-Encantada -dijo-. ¿Tiene fuego?
El padre Benito dijo mucho gusto y que no tenía fuego.
Marta no abrió la boca.
-Soy muy buena haciendo tortas fritas -dijo la mujer.
-Lástima que no tenemos harina -dijo Jesús Benavídez dándole unas palmaditas en el hombro al padre Benito.
-...Perdí tranquilidad, perdí peso...
-Por supuesto -dijo el padre Montero refregándose con el pañuelo el ojo hinchado-. La causa es muy simple. Está en Teología de primer año: se llama remordimiento.
-No, no... Usted no me entendió. Me refería a antes de hacer mi Acto Redentor. Ahora me
estoy recuperando. Mastico a lo chancho.
-¡Escuche! -dijo el padre Montero apoyando las manos peludas sobre la mesa-. ¡Si no fuera porque soy un hombre sagrado!...
-Sí, ya sé, ya sé. Conozco su estilo. Me grabaría en el cuello sus impresiones digitales.
-Lo que va a conseguir con sus actitudes es que yo no lo ayude nada, y que Su Excelencia termine por mandarlo al Santi Cabrioli
-Lo que pasa -dijo el padre Benito- es que nosotros tenemos otra manera de vivir.
-Estoy de acuerdo -dijo Marta-. El Documento de Puebla advierte sobre las diferentes culturas y el respeto que se merecen.
Marta habló con un amigo que era gasista instalador, y le consiguió a Jesús Benavídez trabajo de ayudante. Jesús Benavídez trabajó medio día. Marta fue a preguntarle por qué había dejado de ir, y lo encontró con la nariz metida en una radio a transistores:
-¿Sabe lo que pasa, doña Marta? Sentí unos tirones acá atrás -dijo, señalándose la espalda con el pulgar-. Además, quiero trabajar en lo mío.
La cara de Marta era un signo de pregunta con punto y todo.
-En lo mío -repitió, y apuntó con la cabeza al diploma del "Radio Resistencia Institute" que colgaba de la pared-. Nada más me harían falta unos pesitos para iniciar la cadena.
-Hablando del Santi Cabrioli -dijo el padre Benito-. ¿Qué se sabe de Marta?
-Vive encerrada en su casa, día y noche se la pasa...
-Es una lástima.
-¡Sí, lástima! Lástima que lo conoció a usted -dijo el padre Montero mientras se limpiaba la grasa de los cristales con la falda de la sotana.
-No me agreda, padre Montero. Soy una persona muy sensible.
-Oh, sí. Discúlpeme. Se nota a la legua que usted tiene la sensibilidad a flor de piel.
Robledo estaba confundido. Ya iba para dos años que el padre Benito se había ordenado, y el "Síndrome del primer año" se agravaba cada día más. El padre Benito dejó de visitar a las familias de la Cooperadora Parroquial, que tampoco lo invitaban a comer. Los fieles se quejaban de la dureza de los sermones; y sus misas, antes muy concurridas, quedaron desiertas. La eucaristía, su preciado refugio, pasó a ser un mero rito. No encontraba sosiego en ningún lado. Jesús Benavídez se le aparecía hasta en los sueños.
Fueron tiempos difíciles. Era como vivir en un eterno Viernes Santo. Escapando de Jesús Benavídez fue sorprendido por los vecinos detrás de las puertas de oscuros zaguanes. Ante la aparición inesperada del dueño de casa, el atribulado padre Benito improvisaba:
-¿Hay algún enfermo acá?
-¿Detrás de la puerta? -preguntaba el dueño de casa.
-No, busco la imagen de San Camilo. Veo que no tiene. ¿Le consigo una?
En más de una ocasión escapaba por el fondo de la casa parroquial. En esas incursiones saltaba tapiales, y sus pantalones se llenaban de agujeros. Sobornaba con caramelos Media hora a feroces perros guardianes, y jardines babilónicos perecían bajo sus zapatos. Fueron tiempos difíciles, como aquella vez que confesó seis veces a Matilde -solterona que olía a cebolla frita-, cuando se dio cuenta de que Jesús Benavídez lo esperaba en la cola del confesionario.
-¿Cree que exagero, padre Montero? Quisiera haberlo visto en mis zapatos -el padre Benito echó la cabeza hacia atrás y miró debajo de la mesa-. Parecen dos tartas gallegas -dijo-. ¿Cuánto?
-¿Cuánto qué?
-Cuánto calza.
-Siga divirtiéndose, siga... Usted pretende justificar su acto macabro, pero la verdad es que no le dio ninguna oportunidad a ese pobre infeliz.
-¿Quién pobre infeliz? ¿Quién no le dio oportunidad? Padre Montero: usted todavía ve la realidad a través de los vidrios esmerilados del seminario.
-Jesús, se nos hace cuesta arriba seguir pagándole el alquiler -dijo el padre Benito.
-¡No ve! -dijo Jesús Benavídez-. ¡No te digo yo! Pero si la Carmen me lo decía y yo no... ¡La Iglesia siempre es la misma! -se sentó en la cama-. Pensar que yo los defendía: "No, Carmen, esta gente es distinta. Se sienten bien ayudando a los necesitados". ¿Sabe? -miró al padre Benito-. Me pidió perdón. "Yo estaba muy desengañada con los curas y las monjas", me dijo en un mar de lágrimas ... Y la pobrecita había empezado a misionar en el barrio. Ahora le voy a tener que decir: Carmen, vos tenías razón. Al final son todos iguales.
-Usted no se esfuerza mucho que digamos –dijo Marta.
-Mire, doña... ¡Parecen políticos, che! ¿Son o no son la Iglesia de los pobres?
-Espere -dijo el padre Benito-. La Comisión de Finanzas se dio cuenta de que sacamos dinero
para el alquiler...
-Seguro que tienen más guita que en el Vaticano.
-No crea -dijo el padre Benito-. En las colectas la gente pone botones, boletos... No se aflija. Con Marta habíamos pensado gestionar en la municipalidad un terreno fiscal.
-Felicitaciones, Jesús. Acá tiene el Certificado de Posesión.
-Está un poco lejos, ¿no? Dígame, padrecito don Benito, ¿no le dijeron si a un kilómetro más allá está la frontera con Bolivia?
-Cáritas nos prestó la bloquera -dijo Marta.
-Veo que para ustedes todo parece estar muy bien -dijo Jesús Benavídez rascándose la cabeza
con la cuchara de albañil.
-Más que muy bien -dijo el padre Benito.
Jesús Benavídez miró a uno y otro lado como si estuviera buscando algo:
-¿Y los materiales? -preguntó.
-¿Qué pasa con los materiales?
-Eso pregunto yo, ¿qué pasa? ¿0 piensan que voy a vivir en una casa de adobe?
-Usted no tiene cara -dijo Marta.
-Y usted no tiene educación, m'hijita –dijo Jesús Benavídez, y se fue haciendo eses en su bicicleta destartalada.
-Con este tipo le erramos -dijo Marta.
-Puede ser -dijo el padre Benito-, pero ¿vamos a ayudar nada más que a quien nos cae simpático?
Marta dejó de frecuentar el despacho parroquial.
-Me voy -dijo un día.
-Ah, qué bien -dijo el padre Benito-. Con que abandonando el barco, ¿eh? Seguro que no te acordás de la lectura en la que el Señor le dice a Pedro que navegue mar adentro y tire...
-Mirá, Cristóbal Colón: si vos querés navegar, buscate otro Punzón.
-Pinzón.
-Cualquier colectivo me deja bien. Yo me voy.
-¡Padreciito, gusto en veerlo!
El padre Benito saludó con la cabeza.
-Le presento a un amigo -dijo Jesús Benavídez, y guiñó un ojo.
El muchacho se tiró de rodillas al suelo y comenzó a besar las manos del padre Benito. Parecía Chirolita, el muñeco de Mister Chasman. El ventrílocuo, naturalmente, era Jesús Benavídez.
-¡Qué tragedia, Dios mío, qué tragedia! –dijo Jesús Benavídez golpeándose el pecho, como si estuviera rezando el "Yo pecador" -. ¿Cómo pueden ocurrir estas cosas?
-¿Por qué? ¿Qué pasa? -preguntó el padre Benito mientras se secaba el dorso de las manos con el pantalón.
-El pibe se quedó sin laburo.
Chirolita decía "Sí" con la cabeza.
-Ocho hijos... Ni para la leche tienen.
Chirolita decía "No" con la cabeza.
-Mire cómo sufre.
Chirolita se tapó la cara con las manos. Se convulsionaba.
-Nos reunimos todas las tardes a rezar por él, por sus ocho hijos y por sus dos mujeres.
-¿Dos? -preguntó el padre Benito.
-Pero el pibe está arrepentido...¿No es cierto, pibe?
Chirolita tiró los mocos para adentro y dijo "Sí" con la cabeza.
Jesús Benavídez dio un suspiro largo. Dijo: "Es una cuestión de equilibrio universal", y se quedó mirando los lomos de los libros de la biblioteca. El padre Benito se puso a jugar con un hilo suelto de la malla del reloj. Chirolita se refregaba los ojos como si tuviera sueño.
-¿Sabe en qué estaba pensando? -dijo súbitamente Jesús Benavídez.
-No -dijo el padre Benito-. No sé.
-En las actitudes que Jesús, Nuestro Maestro y Señor, tenía con los más desamparados. Surge de mi memoria como la catarata del Iguazú ese pasaje de la Santa Biblia donde Jesús Nuestro Maestro y Señor se compadece de la multitud hambrienta, y ahí nomás, en un abrir y cerrar de ojos, consigue comida para cien mil hombres.
-¡No eran tantos! -dijo el padre Benito.
-Es notable. Primero les da de comer, o sea pan material, y recién después, pero muy después, les habla de Dios. 0 sea, lo que yo interpreto como pan espiritual... Qué notable.
Chirolita tenía la cabeza inclinada y las manos recogidas en el pecho.
-Sí, es muy notable -dijo el padre Benito-. La charla es muy interesante, pero tengo que ir a ver a un enfermo.
-Y como le decía, después rezar nos quedamos de a picar algo.
-Fenómeno -dijo el padre Benito -.Y el enfermo se está por morir.
-Cada uno lleva alguna cosita, pero como él no tiene laburo, pensé que usted le podría adelantar unos pesos.
-¿Adelantar qué? -dijo el padre Benito-. Si no es mi empleado.
-El se negaba. No quería saber nada de nada (Chirolita decía "Sí" y "No" con la cabeza). Yo le dije: "Esta gente es muy buena, nunca me han negado nada". Me costó convencerlo (Chirolita asintió). Con toda humildad: creo haber recuperado para la Iglesia a otra oveja perdida.
-¿Quieren que les diga algo? A mí me parece que ustedes se confundieron de corral.
-Espere. No se me ponga así -Jesús Benavídez lo empujó discretamente hacia un rincón-. Ya sé lo que está pensando -le dijo al oído-. Pero este pibe viene de desengaño tras desengaño. Si a usted le parece que no...Y bué, no.
-No es una cuestión de sí o no, estoy cansado de que me pida cosas.
-Lo entiendo perfectamente, pero piense esto: yo me siento humillado cada vez que vengo a pedir.
-No da esa sensación.
-Lo que pasa es que finjo para no dar lástima.
Al día siguiente el dúo volvió al despacho parroquial.
-¡Padrecito don Benito! ¡No me diga que estaba por salir!
-Sí, sí. Justamente tenía que ir a visitar a un enfermo que se está muriendo.
-¿Otro más? -dijo Jesús Benavídez.
-Así que ahora agarro el misal. ¿Ve? Este es el misal. Los documentos del auto tienen que estar
por acá...
-¡Jau! -dijo Chirolita.
-Ah, ¿habla? -dijo el padre Benito.
-Se siente cómodo con usted. Es difícil resistirse a su encanto, padrecito. Usted tiene tan buen
carácter.
-Cada vez menos.
-No veo a su señora. ¿Cómo anda?
-Ya le dije que no tengo.
-Qué no va a tener -dijo Benavídez, y lo codeó a Chirolita.
-Qué no va a tener -dijo Chirolita agarrándose un costado.
-Estos curas son unos...
-Son unos...
-Anda muy bien lo nuestro -dijo Jesús Benavídez.
El padre Benito se pasó la mano por la cara, desde la frente al mentón. Bajó por la nuez de Adán. Siguió por el pecho hasta las pinzas del pantalón. Se sacó una pelusa.
-Anda muy bien -repitió Jesús Benavídez-. Anoche unos muchachones nos ayudaron con los rezos. Son de un templo umbanda... Usted está a favor del ecumenismo, ¿no?
-Pero esto, nada que ver -dijo el padre Benito.
Chirolita decía "Sí" con la cabeza.
-Tiene que conocerlos, padrecito. Es gente de corazón grande como el suyo. Nos decían: "La verdad es que da gusto encontrarse con católicos como ustedes dos". Uno nos comparaba con San Roque por...
-Me imagino -se dijo a sí mismo el padre Benito-. Uno es el perro y el otro la rabia.
-Claro -dijo Jesús Benavídez-. Por la fidelidad que tenía el perro con don Roque.
-San -dijo Chirolita.
-Can -dijo Jesús Benavídez.
-San Roque -dijo Chirolita.
-Sí, ese. San Roque, un gran ejemplo. Mire que compararnos a nosotros dos. Yo les decía: "Lo poco que soy se lo debo al padrecito don Benito". Hablé muy bien de usted.
-Yo también -dijo Chirolita.
-Después de cenar, estuvimos pensando en alguna forma de recaudar dinero, ¿vio?, para ayudar a gente que lo necesita.
-Magnífica idea -dijo el padre Benito.
-Te dije que nos iba a apoyar.
-Sí, me dijiste.
-Organizamos una cena show. Pensamos que usted podría colaborar comprando una tarjeta. Atrás está el menú. Hay que llevar cubiertos y lo que vaya a tomar... Veinte.
-¿Veinte qué?
-Veinte pesos.
-Es una barbaridad.
-Se encarece por el show. Además, esto es una confidencia, hay un par de cosas que se van a sortear.
-¿Pero acá dice a beneficio del templo umbanda? -dijo el padre Benito señalando el dorso de la tarjeta.
-Eran los únicos que tenían sello -dijo Jesús Benavídez.
-Seamos honestos, padre Benito -dijo el padre Montero mientras se levantaba de la silla-. Está tratando de justificar su actitud.
-A la Biblia me remito, padre Montero. Si mis neuronas no están acalambradas como las suyas.
-Se las va a tener que arreglar solo.
-Existen numerosos pasajes del Viejo y Nuevo Testamento, donde los hombres de Dios, reyes o profetas recurrían a la fuerza o a la violencia para restablecer el orden. Baste recordar cómo el joven David derriba con su honda a Goliat, y luego, con la espada del gigante, lo decapita frente a las miradas de estupor del pueblo filisteo. 0 cuando el mismo David ingresa y violenta un lugar sagrado para robar para él y sus soldados el pan de las ofrendas. 0 cuando Jesús, harto de los vendedores y cambistas que había en el templo, derriba las mesas con el dinero y destruye las jaulas de los animales destinados al sacrificio.
-Se está acomodando la palabra de Dios a su conveniencia. Dios lo perdone.
-Mi querido padre Montero.
El padre Benito caminó hacia la pared, y como si estuviera haciendo un acto sublime, despegó la mosca de la tela de araña. La mosca se puso a volar en círculos, enloquecida.
-Dios siempre se las arregla cuando nos quiere decir algo. Ayer tuve que ir a Rosario por unos trámites en la Curia. En el semáforo de Ovidio Lagos y Avenida Pellegrini, una nenita vino a ofrecerme diez bocaditos Holanda por un peso. "No", le dije de mal modo. "Quince por un peso", dijo ella, como un robot. Cerré la ventanilla. Me golpeó el vidrio. "Veinte por un peso", insistió. "¿Qué es esto? ¿Se hace negocio con la pobreza?" Arranqué sin esperar la luz verde. Con el espejito de la puerta toqué la caja de bocaditos. Quedaron desparramados en la calle. En cada semáforo rojo, brotaban chicos que se peleaban por venderme sus bocaditos Holanda. Tenían en la cara la sonrisa elástica de Jesús Benavídez. Comenzó a faltarme el aire. No pude seguir manejando. Estacioné el auto y me eché a llorar. "Dios mío, estos chicos son los Jesús Benavídez de mañana", me decía.
-Me voy -dijo el padre Montero asomando la cabeza por el pasillo-. Se imaginará qué voy a decirle a monseñor.
El padre Benito se sentó y siguió hablando a la silla que había quedado vacía:
-Terminados los trámites, volví. En la ruta me pasó algo muy desalentador. En el ángulo superior izquierdo del parabrisas aparecieron decenas de chicos con bocaditos Holanda. No querían vendérmelos; sólo me miraban y sonreían. La sonrisa elástica de Jesús Benavídez. Prendí el limpiaparabrisas; les tiré con la gamuza; toqué bocina. No se iban. Me sentía enfermo y tirité todo el viaje. A duras penas pude llegar. Confiaba que al entrar en San Pedro desaparecieran, o al menos dejaran de reírse. Crucé la barrera y nada; siguieron ahí. Estaba por llegar a la casa parroquial cuando vi venir a Jesús Benavídez haciendo eses en su bicicleta destartalada. "Inconsciente. De contramano, y encima haciendo eses", pensé. En ese momento, en el preciso instante en que terminaba de pensar eso, una fuerte ráfaga de viento vino desde el cielo. El auto se estremeció y una diáfana presencia se apoderó del vehículo. El volante giró violentamente y se zafó de mis manos. Mi pie bombeaba el aire. El acelerador había sido chupado por el pavimento. Nos separaban veinte metros. Me reconoció. Agitó el brazo. Se reía...
A los chicos se les borró la sonrisa. Lloraron un instante y desaparecieron.
Los de la funeraria trabajaron mucho, pero no pudieron destrabarle la mandíbula. Parecía que se estaba riendo de todos en su propio velorio.
Jorge Luis Sagrera.