Salvador Fullana Saavedra. Un hombre de ciudad en ciudad

Las personas que habitan las ciudades cambian, en un movimiento continuo, como si estuvieran en un laboratorio donde la experiencia humana se multiplica. Hay una mutua interacción según el andar generado por el trabajo, la cultura, el ocio, las costumbres, la lengua y las comidas que van marcando el sello de cada lugar.

Cada ciudad es la conjunción de ruidos y silencios, de colores y claroscuros, de olores y sinsabores que se perciben en la intimidad de una vivencia. De maneras diferentes, como un inventario de imágenes el pasado y el presente apuntan a un futuro incierto que marcan la historia de cada uno.

Las calles, las casas, el mercado, las plazas, las iglesias tiene vida en la medida que el tiempo y los personajes del pasado han marcado su huella y su transformación continua.

Un palmesano llamado Salvador Fullana dejó un pasado estático en el recuerdo y una ciudad Palma que desconoció después de veintisiete años de ausencia por la variedad de culturas que encontró y las influencias foráneas que lo apabullaron.

Así comenzó a descolgar los recuerdos Salvador:

Cumplí los 18 años en el barco, es decir que cuando salí de Palma tenía 17 años. Viví en esa ciudad con toda mi familia hasta que me embarqué para América.

Antes de venirme para Montevideo vivía en la puerta de San Antonio, cerca de plaza España. Mi niñez la pasé en donde ahora se encuentra el Mercado de donde nos tuvimos que mudar, a tres cuadras, porque en ese lugar comenzaba su construcción.

La vida en aquella época era muy simple porque no había tiempo para nada más que trabajar. Sólo el fin de semana teníamos la posibilidad de ir a la playa o a una pileta que había en Ciudad Jardín, como yendo para el Arenal donde nos juntábamos todos los amigos, los domingos para largarnos por un trampolín que era el centro de las disputas. Muy pocas veces salí de la ciudad de Palma hacia otros puntos de la isla. Lo que más recuerdo es Soller que íbamos en tren desde la estación que estaba muy cerca de mi casa, Cas Catalá cerca de puerto Pi y alguna vez que fuimos a Felanitx. No había dinero para hacer viajes.

También íbamos al cine o salíamos con amigos pero de escuela nada. Solamente asistí a la escuela entre los cinco y los siete años.

A partir de los 7 años comencé a trabajar en una zapatería, luego en un almacén, más tarde en una carbonería, a continuación en una candelería para ganar el sustento y ayudar en mi casa con lo que se pudiera. Eran tiempos muy duros, después de la segunda guerra donde el sacrificio era el común denominador. Tenía que darle una mano a mi madre que había quedado viuda, junto a mi hermano y yo, el menor de todos. Eramos los únicos que quedábamos en casa de nueve hermanos que, mayores que yo, se habían ido para hacer su vida.

Un largo silencio es roto por el ladrido del perro de Salvador que quiere entrar en la historia. Esa pequeña distracción le da nuevos bríos para retomar el relato.

Finalmente yo también decidí hacer mi vida fuera de Palma. Mi cuñado Juan Noguera se encargaba de realizar los trámites para todos aquellos que querían venir para América. A través de su gestión, mi hermano Bartolomé ya había venido para el Uruguay. Incluso mi cuñado, junto con mi hermana Carmen y una sobrina también habían viajado a Montevideo para probar las benevolencias de un país que todo lo ofrecía en ese momento. Trabajo, buen pasar, dinero y tranquilidad eran las promesas que todo viajero llevaba en sus vacías maletas de partida. Con toda esta familia en Montevideo y los contactos hechos, lo único que me restaba era emprender la aventura, tratando de trabajar en aquello que en los últimos años había realizado en Palma, la fundición.

El viaje fue un calvario. Dieciocho días de penurias con el pasaje de un emigrante que sólo había podido comprar el billete más barato. Efectivamente tenía un pasaje de tercera lejos del lujo de primera y con toda la sensación de venir oprimido. El barco había acondicionado en sus grandes bodegas cuchetas donde dormíamos y donde prácticamente vivíamos todo el tiempo. Los baños, separados para hombres y mujeres por la cantidad de gente que viajaba, no estaban en las mejores condiciones de higiene. Los comedores se encontraban a ambos lados de la borda con mesas de 40 o 50 personas Estos lugares no eran los camarotes de primera con privacidad e intimidad sino espacios públicos y generales. Durante el trayecto pasé susto por alguna tormenta que en aquel lugar del barco se sentía con una inusitada fuerza. El barco era el Cabo Buena Esperanza, nombre que estaba en consonancia con mis ilusiones de conseguir un bienestar y un estado de vida mejor.

Así, un 30 de diciembre del año 1953 finalmente tocaba el puerto de Montevideo luego de hacer escalas en las islas Canarias, Río de Janeiro y Santos. Pocos fueron los que desembarcaron en Uruguay. Sin embargo, había en aquel pasaje muchos paisanos que venían para estas tierras desde Mallorca, pero la mayoría para quedarse en Buenos Aires. Algunos también tenían como destino Brasil pero como lugar de tránsito pues, creo yo, por problema de papeles venían luego a Uruguay y Argentina por tierra.

La señora de Salvador, Marta Marengo se deshace en gentilezas mientras escucha el relato que lentamente se va desarrollando. Tratando de recordar cada palabra dicha y tantas veces escuchada a lo largo de una vida compartida.

Cuando llegué al puerto de Montevideo, la impresión que tuve fue la de un pueblo pequeño quizás por la sensación que me causó la Ciudad Vieja, antigua y estrecha, de un color gris como la vi en ese momento, influenciado quizás por el viaje que a uno lo desorienta o por la angustia de un emigrante de arribar a un país extraño. Hasta que al poco tiempo me encontré con la verdadera ciudad llena de encanto, color y trabajo. Mi familia ya radicada me ayudó mucho para que no me sintiera un extraño. Así fue que me adapté enseguida y el cambio fue sustancial. De venir de un lugar donde se sentía las penurias de una postguerra a otro donde se respiraba la prosperidad determinó que no me costara mucho integrarme a esa sociedad montevideana.

Casi enseguida me puse a trabajar en una fundición como moldeador de piezas para la industria ya sea en maquinaria agrícola, autos o barcos. Las piezas se hacían en tierra para luego fundirlas en bronce, acero, aluminio o hierro.

Fue pasar del Infierno al Paraíso.

Me sentaba a la mesa y podía comer.

Una vez, casi enseguida de mi arribo a Montevideo, mi hermana me cocinó una costilla de vaca –comida característica del pueblo uruguayo– que abarcada todo el plato. En mi asombro lo único que atiné a preguntar fue si era toda para mí. Es que en Mallorca una costilla de vaca de ese tipo se repartía entre cuatro o más integrantes de la familia.

El primer sueldo que recibí fue de 6,50 pesos por día, lo que se podía considerar un buen sueldo. La verdad que en aquel momento me sobraba la plata, el país vivía momentos de bonanza y hasta se podía ahorrar. Con el correr del tiempo luego de los años ‘70 se comenzaron a vivir hasta hoy momentos muy difíciles, con pérdidas importantes del poder adquisitivo.

Al poco tiempo de estar en Montevideo se le presenta a Salvador la oportunidad de viajar al interior del país en un trabajo también de fundición. Sin dudarlo, con una buena oferta laboral entre manos, sin obligaciones familiares emprenderá un viaje a la ciudad de Mercedes, en el departamento de Soriano, donde trabajará varios años. Ciudad tranquila, lejos del bullicio de la gran ciudad o de la capital. Una vida quizás un tanto rutinaria para un joven con toda la fuerza y el descubrimiento de un mundo nuevo. Es así, que en el año 1963 decide realizar un viaje a su tierra. El duro trabajo de un joven emprendedor lo habilita para que sus ahorros le ayudan a regresar a Palma de Mallorca.

Este encuentro le permite descubrir un cambio sustancial en diez años de ausencia. La ciudad tiene otro movimiento, otra vitalidad, otro despertar que lo tientan, es el boom de la hotelería, de la construcción y del turismo. Cuando vuelve a Uruguay ya ha tomado una decisión, trabajará tres o cuatro meses solamente para comprar el billete de vuelta a Mallorca. Sin embargo, el destino le tenía preparado otro camino.

Yo había pedido licencia para realizar el viaje pero a la vuelta me encontré con la noticia que no tenía trabajo, que había que esperar un tiempo. Así lo hice hasta que me di cuenta que en la ciudad de Mercedes ya no tenía nada que hacer y retorné a Montevideo.

Con el sabor amargo de esta experiencia aún tenía en mi cabeza la idea de volver a Mallorca. Pero mi hermano Bartolo insistió que me quedara. En ese momento, mi hermana, mi cuñado y otro de mis hermanos ya habían regresado a España. Sin estar muy convencido, pues, me quedé trabajando en la misma fundición de la calle Nicaragua, en el mismo lugar en que había trabajado antes de irme al interior del país.

Dos años después, en 1965, conocí a mi señora por medio de mi hermano dado que era empleado de su padre. Se dio por aquellos años la casualidad que cuando yo volvía de mi viaje a Mallorca en el año 1963, mi señora iba en un viaje de cuatro meses con su familia a España, pasando por Mallorca y conociendo a mi madre por recomendación de mi hermano.

Cuando envié la noticia que me casaba con Marta, en Mallorca ya la conocían.

Otros vínculos también están relacionados con el origen mallorquín del señor García, padre de la señora de Bartolo, mi hermano, y dueño de una panadería llamada La Nación.

Con el tiempo me independicé, logré comprar un remise y trabajar por mi cuenta por espacio de 25 años, hasta que en el año 1990, a raíz de una enfermedad, me jubilaron como patrón por incapacidad física. Allí comenzó una época de vacas flacas pero que uno la lleva con enorme entereza y fuerza, junto a mis hijos, Mariana y Andrés.

Mirando hacia atrás es interesante comentar que en todos estos años nunca perdí el contacto con dos elementos esenciales de mi tierra, la cocina y la lengua. El mallorquín lo hablé siempre incluso en mi casa donde mi señora no es de Mallorca. En cuanto a la gastronomía tengo dos comidas que aún cocino, sopas mallorquinas y conill amb ceba.

Debo confesar que yo cociné muy bien toda mi vida dado que aprendí viendo a mi madre, Carmen Saavedra, que era cocinera en Palma en los años 40. Siempre me gustó la cocina.

En esencia las sopas mallorquinas las hago con coles, acelga y espinaca. Se pica y rehoga en una olla de barro ajo, cebolla y tomate. Luego se pone la coliflor, se agrega las acelgas y las espinacas. Luego unas tazas de agua hirviendo. En otra olla el pan rebanado finito con aceite de oliva a que se le ira agregando la verdura ya condimentada junto con el caldo.

En cuanto al conejo con cebolla, se corta en postas. Se calienta aceite de oliva en una olla de barro y se mete el conejo al que se le da unas vueltas. Allí se agrega mucha cebolla removiendo constantemente para luego poner el tomate, el ajo y el perejil y las hierbas aromáticas. Así se rehoga hasta que se cocine. Luego se tapa un tiempo. Se puede acompañar con papas o arroz.

Con el gusto de la cocina mallorquina en nuestra mente y en nuestro paladar nos despedimos de este palmesano que vivió con una ciudad, Palma, en su mente dentro de otra ciudad, Montevideo, pasando transitoriamente por una más pequeña como fue Mercedes en el interior del Uruguay.