Pascual Palmer Villa y María Villa Sánchez de Palmer. Entrevista en dos tiempos
Vinimos al Uruguay porque la enseñanza era gratuita
Finalmente el encuentro concertado llegaba a su concreción. Lamentablemente habíamos llegado tarde para que el Sr. Pedro Juan Palmer pudiera contarnos sus vivencias, pero, allí, en su lugar, estaba su hijo Pascual –también mallorquín– que sería el encargado de hacernos entrar por la puerta de sus recuerdos a los de su familia que vivió, sintió y realizó sus sueños entre Palma de Mallorca y Montevideo.
La lluvia golpeaba fuertemente las azoteas que se divisaban del décimo piso de la oficina del Sr. Palmer, lugar donde nos recibió para armar un pedazo de historia.
Debo decir que mi padre vino al Uruguay no por problemas políticos o económicos, ni porque se estuviera muriendo de hambre sino porque unos primos lo entusiasmaron que el Uruguay era un lugar sensacional y sobre todo que la enseñanza era gratuita en todos los niveles. O sea que mis parientes fueron los protagonistas involuntarios de la toma de una decisión tan importante como partir de Palma.
El Sr. Pedro Palmer nacido en Palma en el año 1914 se había alistado en el ejército en el año 1935 en el regimiento de la costa N° 4. En el año 1936, fue movilizado e incorporado al cuerpo de batería como cabo para salir al frente de batalla de Son Servera, en la Guerra Civil española, el 16 de agosto cayendo herido pocos días después e ingresando en el Hospital Militar de esa plaza en curación. En diciembre del año 1937, fue dado de alta y determinada su aptitud para todo servicio continuando en el 11 de batería, continuando de esta manera durante los años 1938 y 1939. Finalmente en el año 1940, fue movilizado su reemplazo para darle el 15 de octubre de ese mismo año la prórroga de 1ª. Clase y retirándose definitivamente de la actividad militar con licencia absoluta en el año 1953 después de 18 años de servicio.
Paralelamente a esta actividad el Sr. Palmer, durante las tardes y noches, en Palma de Mallorca trabajaba en lo que era su verdadero oficio, carpintero, trasmitido en el tiempo a varias generaciones de hijos y nietos. Así las empresas Juncasa, de 1928 a 1932, Bartolomé Ramis de 1932 a 1935, y Antonio Clar hasta 1939 supieron de sus habilidades en el manejo de la madera. En ese momento se registra con un salario diario de 22.50 pesetas. Más tarde, trabajará en su casa en la calle Murillo número 35. Por sus manos pasarán los más diversos trabajos como la construcción de pequeños veleros a escala, hacer y pegar las cajas de madera templadas de la bandurria y muebles de todo tipo.
Mi padre vino al Uruguay en el año 1954 –en el año anterior le habían dado de alta en el ejército– atraído por aquellos primos que le habían pintado un Uruguay excepcional. De esa etapa que duró dos años, a nosotros no nos comentó nada, quizás sí a mi madre. Tengo la impresión, ahora de adulto, que nosotros no estábamos informados de todo lo que pasaba. Su trabajo se centró fundamentalmente en ramo de la carpintería trabajando en un negocio en la calle Yaguarón, entre Uruguay y Paysandú, también con unos húngaros para luego pasar a otro taller de la calle Yí.
En el año 1956, mi padre volvió a Mallorca y me acuerdo que estuvo durante un tiempo haciéndole los muebles al cónsul uruguayo en Palma, Rico Pena, con el que salimos del Club Naútico, varias veces, en un pequeño velero por la bahía de Palma. Una vez terminado ese trabajo, se volvió al Uruguay pero esta vez con mi hermano mayor. En ese momento nos alentaba, contándonos que Montevideo – a donde iríamos– estaba junto al mar como la ciudad de Palma.
A partir de este momento los recuerdos comienzan a ser más precisos y las imágenes de un joven en Palma comienzan a florecer.
Yo nací en Palma y vivíamos en la calle Murillo en una casa que tenía un fondo con un limonero, una parra y un pequeño terreno donde plantábamos cebollas, apio, perejil. También teníamos un gallinero y una conejera. Era una casa propia de la Europa de la crisis, de la guerra y del hambre donde uno tenía que proveerse de lo fundamental para comer. Se aprovechaba todo lo que uno podía en el menor espacio y con las posibilidades mínimas. Aún recuerdo ver a mi padre matando conejos y gallinas para comer. Todo transcurría en la armonía de un hogar que pasaba sus horas distribuidas de manera armónica en los enseres propios de cada uno. Íbamos a la Iglesia de los Carmelitas, allí realicé la primera comunión con mis tres hermanos y a la escuela que quedaba cerca de la iglesia. La vida se desarrollaba así hasta que mi padre decide venir al Uruguay.
La primera vez que vino en el año 1954 nosotros nos quedamos en nuestra casa de calle Murillo N° 35, en los altos. Recuerdo que mi padre nos enviaba siempre algo de Montevideo, un día nos mandó unos pantalones de tela vaquero con un forro a cuadros de tela de algodón que doblábamos para que se viera. Puedo asegurar que fuimos, junto a mis hermanos, la sensación por aquellos días en la escuela por lo original de nuestra vestimenta que lucíamos con total orgullo e ilusión. Además, curiosamente, generó la fantasía, lógica por cierto, que en el lugar donde estaba mi padre solamente nos podíamos movilizar a caballo. Idea largamente alimentada con las múltiples películas en blanco y negro sobre historias de cowboys y del lejano oeste americano.
La segunda vez que se vino a Montevideo no quiso que nos quedáramos solos por lo tanto vendió la casa de altos de Murillo, en la de abajo vivía mi tía. Nosotros pasamos a vivir con mis abuelos maternos. En ese lugar, en la planta baja, había una señora que cosía las pelotas de frontón usadas en el juego vasco. La pelota era de caucho y recubierta de cuero que se mojaba y luego se cosía. Muchas veces me entretenía llevando las pelotas a la cancha donde los jugadores, más de una vez, nos regalaron las cestas ya usadas y nos enseñaron el juego.
Las gotas de lluvia caían cada vez más fuertes sobre la ciudad de Montevideo, así como los recuerdos de Pascual Palmer que quizás un poco desordenados iban desparramándose sobre la conversación.
También íbamos los fines de semana a Génova a la casa de unos amigos de mis padres, a sacar figa de moro con unas paletas de madera con las que arrancábamos los higos sin lastimarlos. Así como eran inevitables los paseos al castillo de Bellver. Pero curiosamente en esa etapa de mi vida no conocí el resto de la isla de Mallorca. Solamente aquellos sitios que estaban cerca de la ciudad y sus alrededores. Esto me creó una nostalgia de no conocer mi tierra que me acompañó hasta el año 1971, cuando volví decidido a recorrer cada rincón de Mallorca.
Pero llegó la hora de partir, mi padre nos mandó llamar para viajar a Montevideo. Seguramente ese momento no estaba registrado en las ilusiones previas de un niño de doce años con ansias de aventuras. Y fue muy duro separarse de mis tíos y primos, casi lo sentí como que me arrancaban de un lugar y me desgarraba. Aquellos rostros tristes que me despedían en el puerto, con los que había compartido tantos momentos felices, sin saber si nos volveríamos a encontrar.
Un alto se impone en el relato dado que Pascual vuelve a revivir ese momento con un nudo en la garganta que no lo deja expresar palabra alguna. Es un instante.
Hicimos el viaje primero en el vapor de la carrera hasta Barcelona para luego embarcarnos hacia América en el barco Cabo San Roque que al verlo alimentó la incertidumbre por el futuro, pero también, la búsqueda de un sueño que años antes había emprendido mi padre partiendo hacia un lugar desconocido.
Viajamos en tercera clase como todos lo emigrantes, sin lujos en un camarote donde estábamos mi madre y mis tres hermanos. Con muchas escalas pues tocamos los puertos de
Cádiz en España, Tenerife en Canarias y en América Recife, Bahía, San Pablo y Montevideo. Hay un episodio que no me olvidaré jamás. Cuando llegamos a Brasil, los camareros o mozos del barco nos daban una peseta por cada bolsa de café que subiéramos al barco durante el tiempo que hacía la escala. Hay que recordar que el café en ese momento era muy preciado en España lugar donde finalmente terminaría. Al principio con cierto temor pero luego hasta mi madre fue convencida que no había ningún riesgo en aquella empresa de conseguir el café en un negocio cercano y luego subirlo al barco, lo hicimos creo que tres veces. Con esa peseta podíamos jugar a un futbolito que había en una sala de juegos en el barco.
Allí también tuve mi primera experiencia de conocer a gente de raza negra. La primera vez fue en Recife donde los veíamos de la borda en unas pequeñas embarcaciones junto al barco que esperaban que los pasajeros les tiraran monedas para irlas a buscar al fondo.
Pero cuando bajamos a tierra los vi de cerca lavándose los pies en una plaza y me entró el temor de estar junto a gente desconocida incluso por el color de la piel.
La llegada al puerto de Montevideo fue en un día lluvioso, como el de hoy, pero allí esperándonos estaban mi padre y mi hermano mayor. Nos trasladamos en forma inmediata a una especie de pensión que estaba en la calle San Martín y Larrañaga frente a una fábrica de galletitas. Era un lugar para emigrantes. Diría que era una especie de conventillo. Apartamentos individuales que daban todos a un gran corredor que tenía salida a dos calles. En aquel lugar vivimos dos o tres años, el tiempo suficiente para ir a la escuela y terminar el 5to. y 6to. grado de la primaria. Una escuela que estaba a la vuelta de casa y donde funcionaban en realidad dos escuelas, la número 68 y la 75, llamada Mariano Moreno.
En el mismo barrio había unos mallorquines que tenían un almacén al que yo frecuentaba para jugar con unos amigos que me había hecho. Con el tiempo empecé a ayudar después de salir de la escuela envolviendo el café, el azúcar y otros productos que había que pesarlos porque venían al por mayor. El dueño, que era mallorquín, además tenía en el fondo un taller de tallado en vidrio al que muchas veces fuimos para ver cómo se tallaban copas y vasos. En esa época también me rebuscaba con una entrada extra de dinero ayudando en el cine que estaba en la calle Larrañaga en donde vendía los sábados y domingos, caramelos, entradas y, a veces, limpiaba.
Una vez terminaba la etapa de instrucción primaria, mi padre nos preguntó qué queríamos hacer, si seguir estudiando o pasar a trabajar. Ayer como hoy preguntarle a un joven si quería seguir estudiando era tener una respuesta segura y sin dudas, desde luego que no. Así aquella ilusión inicial de mi padre que lo había traído a Montevideo, de una enseñanza gratuita se diluyó rápidamente en el aire.
Mi hermano mayor ya trabajaba de cadete en una empresa de fotografía llamada Tecnifilms, a la que yo entré en el mismo puesto. Cuando mi hermano vino con mi padre, tiempo atrás, vivía en una pensión de españoles en la calle Maldonado que arrendaban cuartos para emigrantes. En ese momento lo puso a trabajar en esta empresa donde él también trabajaba por la noche como sereno. Controlaba desde un cuarto con baño que tenía en un altillo en el fondo. En realidad la vinculación de mi padre con esta empresa de fotografía comienza cuando éste le hace todos las instalaciones, vidrieras, muebles y mostradores, en su primera ubicación en la calle 18 de Julio y Andes, al lado del Jockey Club.
Así fue como entré en esta empresa en los años ‘60, de pantalón corto, permaneciendo en ella por espacio de 35 años. El mismo trabajo me llevó a que viera la necesidad de una formación complementaria aunque no fuera sistemática como la secundaria o de estudios terciarios. Empecé a asistir a la escuela nocturna de la calle Piedra Alta lo que complementé con estudios de inglés que me permitían acceder a la folletería e instructivos que venían sobre los materiales fotográficos de la empresa.
Pero, a su vez y paralelamente, trabajaba como boletero en unos juegos infantiles en el Parque Rodó, manera de complementar unos magros ingresos personales que tenía, dado que el sueldo entero de la empresa de fotografía se lo daba a mi padre, quién me daba solamente lo necesario para el transporte. La situación económica en casa nunca fue holgada.
La educación de mi casa era muy severa. Recuerdo que mi padre no dejaba levantarse a nadie de la mesa hasta que él lo hiciera. Además nadie podía decir que no le gustaba la comida, había seis platos en la mesa y todos debían quedar vacíos.
En este punto tengo la necesidad de incluir la historia de mis hermanos. Como expresé anteriormente, ninguno de los cuatro seguimos estudios. Pero a diferencia mía, sí aprendieron el oficio de carpintero.
Mi hermano mayor luego de trabajar en Tecnifilms cambió el empleo por una pinturería llamada Aguerrebere a la que se sumó la oportunidad de trabajar por su cuenta junto con un amigo luego de terminar la labor en la empresa. Terminaban a las siete de la tarde, juntaban baldes y escaleras y salían a pintar apartamentos y casas en forma particular.
En el año 1973 –74, luego de un quebranto amoroso, en una ruptura antes del matrimonio, se va a pasear a Barcelona. Allí conoce a una muchacha a la que seguirá vinculado, luego de su regreso a Montevideo, a través de una profusa correspondencia que terminará en matrimonio. Primero se va a Mallorca a vivir con mi tía nuevamente en la calle Murillo n° 37, pero se sentirá muy solo y entonces decidirá viajar a Barcelona a encontrarse con su novia que poco después será su esposa. Trabajará por aquellos tiempos en una empresa de pinturas hasta que sobre los años ‘80 comenzará a decaer el trabajo y junto con su esposa decidirá nuevamente trasladarse a Mallorca donde vive desde ese entonces en la casa de mi tía fallecida.
Mi hermano menor se casa en Montevideo pero al tiempo se divorcia y decide viajar a Estados Unidos viviendo en Chicago como carpintero. Pero en el año 2000 viaja a Mallorca y se instala también en el rubro de carpintería poniendo puertas y ventanas con mucho trabajo y un bienestar que por el momento lo ha estabilizado.
Por lo tanto, dos hermanos están en Mallorca nuevamente de donde un día salieron sin saber si volverían.
Mi tercer hermano intentó volver a Baleares, seguramente llevado por el éxito de trabajo de los otros. Pero al poco tiempo volvió porque extrañaba a su familia. Hoy vive en La Paz, ciudad aledaña a Montevideo en una casa con estilo mallorquín, con un fondo y una parra como en Palma pero con poco trabajo y futuro. No obstante tiene montado un taller de carpintería en el fondo de su casa.
Todos seguramente seguimos la tradición de mi abuelo paterno que era marinero mercante con continuos viajes de muchos meses al Caribe, sobre todo a Cuba, trasladando mercaderías Esa mentalidad que puede ser isleña, del desarraigo, donde la familia tenía que adaptarse a la situación. Al regreso contaba las historias vividas en el barco y en tierra, muchas de ellas magnificadas de sus viajes y peripecias que asombraban y ponían en el corazón una cuota de envidia. Con este abuelo aventurero, con el que vivimos cuando mi padre vino a Montevideo, fuimos a las playas de Palma. Allí se tiraba al agua saliendo a la superficie después de haber nadado por debajo entre 50 o 100 metros. Esto me producía una fascinación que aún hoy me dura puesto que aprendí a bucear y realizar pesca submarina. Aún conservo de él un revólver que lo acompañó en todos sus viajes.
Sin perder el hilo de la conversación se dirige hacia un cajón donde tiene una vieja pistola guardada como un tesoro inestimable, mostrándola con toda la devoción hacia quién fue su dueño.
Pero esa tradición viajera y de salir lejos de donde uno vive también la heredó uno de mis hijos. Cuando termina el bachillerato tiene una desorientación vocacional. No sabe qué opción seguir. No obstante aprende carpintería con mi hermano Manolo que es el que va a seguir con mi padre en una carpintería en la calle Nueva York, llamada Palmer e hijos siguiendo la tradición familiar. Pero, inquieto, los veranos se va a un balneario oceánico llamado José Ignacio donde trabaja en un restaurante y aprende cocina, profundizando sobre ese tema en cursos regulares. Hasta que un buen día decide irse a Ibiza, en Baleares, allí consigue trabajo por la temporada. Terminada ésta se traslada a Miami donde trabajará un tiempo para volver nuevamente al Uruguay pero para vivir en la playa de José Ignacio dedicado, junto con una compañera que conoce, a una escuela de windsurf en la Laguna Garzón. En ese momento, también comienza a hacer muebles de madera rústica. Pero su inquietud no para allí y hace dos años está instalado en las islas Hawaii, en Maui, donde esta trabajando como carpintero en una empresa constructora de cabañas de madera. En él quizás está la síntesis de mi familia, la veta viajera de su bisabuelo, la veta de la profesión de carpintero de su abuelo con la ruptura propia del emigrante en sus venas.
El destino quiere que, aún su madre María Villa Sánchez nacida en Capdepera, conserve los moldes de madera con los que se hicieron las placas con el escudo de Palma y del Uruguay que están en el Paseo Uruguay junto a la Catedral de Palma, momento muy emotivo que le tocó vivir a toda la familia Palmer.
No había sido fácil ubicar a la señora María Villa, viuda de Palmer. Numerosos intentos habían chocado con aquellas respuestas –muy mallorquinas– de ¿Para qué?, ¿ Porqué contar mi pasado? ¿ Qué importancia puede tener? ¿A quién le puede interesar? Sin embargo, con un tesón también muy mallorquín finalmente un día soleado del mes de noviembre pudimos acceder a su encuentro en su casa a 30 kilómetros del centro de Montevideo en un lugar calmo llamado el Pinar, rodeado de árboles, flores y pájaros, aromas y sonidos que llenaron la cinta grabadora. Frente a nosotros una mujer que aún conserva el acento que se puede identificar como balear por encima de otras comunidades y que curiosamente vive en una calle llamada ...Mallorca.
Yo nací en el cuartel de Capdepera porque mi padre, Pascual Villa y Ortiz, natural de Ciera (Murcia) que era militar, estaba asignado a ese lugar. Fui bautizada en la Iglesia Parroquial de San Bartolomé de la villa de Capdepera, diócesis de Mallorca. Siempre íbamos de un lugar para otro como gitanos, de acuerdo al destino que se asignaba a mi padre que era de Santa Lucía, mientras que mi madre era de Cartagena cerca de Granada. Así mis hermanas nacieron una en Valencia, la llamada Vicenta y la otra, Carmen, en Asturias.
Cuando tenía 6 años volvimos a Mallorca pero por poco tiempo porque casi enseguida nos fuimos a Mahón y Ciudadella
Allí podemos decir que comienzan mis recuerdos.
Mahón tiene un puerto precioso del que tengo imágenes que no se pueden borrar como los pescadores que traían jaulas con langostas. Durante cada noche, mientras esperábamos a mi papá que venía del cuartel, me extasiaba contemplando aquel espectáculo.
De Ciudadella recuerdo la fiesta de San Juan con los caballos caragols o los caracoleos, en medio de la gente que me llenaban de emoción y además el juego de embocar en el aro en los famosos ensortilles. Aquello era realmente muy bonito.
Otra fiesta que también se me hace presente ya la ubicamos en Mallorca, en Valldemossa y es la de la Beata Santa Catalina Thomas, con su carro y procesión. A tal punto me impresionó que cuando viajé con mi esposo fuimos hasta el pueblo y compré dos baldosas que se venden con algunos pensamiento de la santa y la pusimos a la entrada de la casa.
Mi niñez y parte de mi juventud fue a los altos de un lado para otro. Pero eso sí, no salíamos de casa porque mi padre nos celaba mucho.
Cuando definitivamente nos instalamos en Palma de Mallorca me acuerdo que mi padre nos compró un vestidito a cada una y nos sacamos un foto en una casa famosa por aquellos tiempos. Quizás fue la señal de que no nos moveríamos más.
Con mi esposo nos conocimos en el Colegio y no volvimos a separarnos hasta su fallecimiento en el año 2002. Cuando tenía 15 años me regaló el anillo de compromiso y durante sesenta años vivimos juntos. Estuvimos de novios durante siete años por la maldita guerra civil. Mi padre no quería que nos casáramos porque temía que le pasara algo en la guerra y me quedara sola. Antes los padres mandaban, no como ahora que los jóvenes a veces hacen lo que quieren; se decía "esto es así" y "era así". Me repetía una y otra vez, "si te casas por capricho y te pasa algo, te las tendrás que arreglar sola, no te aguantaré".
Pero esos años para mí pasaron volando, aunque la guerra fue muy dura y llegué a ver muertos en las calles. Finalmente nos casamos. A mi esposo lo habían herido, quedándole inutilizados tres dedos de una mano. Pero su oficio era el de carpintero y este accidente de guerra no impidió desarrollar su capacidad y habilidad en el manejo de la profesión, incluso luego terminada la guerra trabajó varios años en el cuartel.
Nuestra vida se desarrollaba muy feliz viviendo en el barrio de Santa Catalina con cuatro hijos, hasta que un día entusiasmado por un primo que se encontraba en Uruguay y tenía un almacén, mi esposo decide probar suerte en América. En realidad no teníamos necesidades pero fue aquello que lo llevó casi a la aventura. Incluso con el manejo de un argumento en aquellos momentos fundamental que en Montevideo los niños no tenían que pagar el Colegio porque la enseñanza era gratis.
Él se vino primero. Luego estuvo un año en Palma haciéndole los muebles al cónsul de Uruguay en Palma, quizás éste también influyó para finalmente embarcarse para el Uruguay en esa oportunidad con mi hijo mayor Pedro.
Enseguida consiguió trabajo en Casa Barrios, una carpintería muy importante y a los 15 días de estar en Montevideo me mandó el primer giro de dinero que eran 200 pesos uruguayos. Cuando fui al Banco, ubicado en la plaza del Olivar en Palma, a cobrar el importe no me quisieron pagar argumentando que tenía que ir con mis padres. Yo tenía un físico menudo que los confundió pensando que era menor de edad. Pero el motivo fundamental seguramente fue el monto del importe que alcanzaba en aquel tiempo a 5.000 pesetas. Muchísimo en aquel momento. La plata la retiré con mi padre quién me acompañó. Cada dos meses recibía aquel monto.
Luego de aquella espera involuntaria que llevó a María a pensar constantemente en su esposo a miles de kilómetros de Palma un día llegó el momento del encuentro. En uno de los barcos que eran de traslado frecuente de emigrantes al Río de la Plata, el Cabo San Roque, se embarcó junto con sus otros tres hijos. Todos llevaban una ilusión, ver esa tierra nueva pero lejana donde había quedado atrapado Pedro Juan. No faltó en la correspondencia del esposo de María, previo al viaje, recomendaciones de todo tipo incluso sobre el lugar que tenían que estar en el barco para que pudieran ser visibles a la llegada a Montevideo. Las pulsaciones se aceleraron en el momento del encuentro luego de una separación no deseada en una pareja joven.
Cuando llegué al Uruguay no me gustó nada. La sensación fue horrible. La primera impresión negativa fue el contrate con el puerto de Palma de Mallorca. Este era maravilloso en relación al de Montevideo. No ver la Catedral, la Lonja y el Jaque Negro me desmoralizó de entrada. Aunque en ese momento lo único que quería era verme con Pedro Juan y mi hijo mayor que nos esperaban en el puerto.
En realidad debo confesar que los primeros meses, diría los primeros años, fueron terribles. Extrañaba mucho a mi familia, a mi madre que ya había fallecido, a mis hermanas y mis sobrinos. No podía olvidar a Mallorca. Escribía todo el tiempo y me pasaba llorando.
Cada domingo íbamos de paseo al puerto, caminábamos por el muelle rememorando los paseos de Palma. Pero no era igual. No veía, como ya expresé, la Catedral y sobre todo el agua transparente del Mar Mediterráneo. El Río de la Plata tiene un agua barrosa marrón que en nada se parecía a lo conocido. A veces en la desesperación mi marido me decía: "no te da vergüenza llorar delante de los niños. Si estas aquí con quienes quieres y no te falta nada."
El tiempo así fue pasando y me fui encariñando con esta tierra.
A mi marido le fue muy bien y no me puedo quejar. Disfrutamos mucho, todo lo que pudimos. Era muy buen carpintero lo que lo llevó a tener una clientela selecta de las mejores casas de Montevideo. Entre ellas Casa Soler, una tienda de ropa muy importante con cinco sucursales. Pedro Juan realizaba todo tipo de trabajos para el negocio o particulares, pero lo fundamental era el reconocimiento de su persona. Cuando yo entraba en la tienda lo hacía como una "gran señora". Podía elegir cualquier mercadería que tenía un crédito ilimitado aunque nunca lo hacía. El dueño algunas veces llamaba a mi marido para decirle que me obligara a comprar. En fin, esto es el reflejo de la consideración que tenían para él. A esa altura de la vida ya había montado su propio taller de carpintería.
Con el tiempo dos de mis hijos volvieron a Mallorca y están trabajando allí en el mismo oficio de mi marido, la carpintería. Han intentado tentar a otro de mis hijos en Montevideo para que también se vaya pero por el momento sigue instalado por aquí.
Hace poco tiempo, en diciembre de 2002, estuve en Mallorca. Allí nos agarró una tormenta y un frío brutal. Y la verdad que tuve miedo. ¿Sabe Ud. a qué?, a morirme lejos del Uruguay. Por eso le pedí a mi hijo que volviéramos antes. Estaba tan nerviosa que el capitán del avión me llevó a la cabina para mostrarme la seguridad del mismo, recorrimos el pasillo del brazo y me tranquilizó. En realidad el viaje fue estupendo, el avión no se movió.
Hoy me siento una uruguaya más.
De golpe, el canto de los pájaros llenó el parque delante de la casa. El ruido de una feria vecinal que se armaba en la calle llegaba hasta nosotros. La calma y la tranquilidad invadían aquel lugar lleno de recuerdos.