Miguel Terrasa. La lírica en el alma de un valldemosín
No me avergüenzo en reconocer que durante mi juventud pasé mucha hambre en Mallorca.
Así comenzó la entrevista con Miguel Terrasa, un mallorquín nacido en Valldemossa que quiso el destino que quedara atrapado en un futuro incierto en la isla, cuando tenía todo dispuesto para partir hacia el Uruguay con su madre y sus tres hermanos mayores. El motivo fue una guerra que él no entendía demasiado pero que sí la vivía entre fantasías y realidades. En ese momento dramático de su vida la decisión de su madre estaba relacionada con la familia, partían todos o se quedaban hasta que "Dios quisiera". La opción fue la de quedarse hasta que las cosas cambiaran.
Nosotros desde la Miranda veíamos como los aviones bombardeaban la ciudad de Palma, el ruido de las ametralladoras y los cañones antiaéreos repercutía en Valldemossa como una caja de resonancia. Un día estábamos en el campo recogiendo aceitunas, que por suerte nos permitió sobrevivir cambiando el aceite por legumbres y otros productos de consumo diario, cuando pasó un avión por encima nuestro rumbo a Palma haciendo piruetas en signo de victoria, por haber derribado sobre La Marina (puerto de Valldemossa) a otro avión enemigo. Estos actos de guerra que nosotros festejábamos en la inocencia de un niño adquiría un dramatismo enorme cuando era la hora de repartir la comida. Me acuerdo que teníamos una tarjeta de racionamiento y en una Navidad nos tocaron catorce habas, una naranja y como postre asistimos a un feroz bombardeo sobre la ciudad de Palma.
A estos días de sobresaltos y angustias le sobrevinieron otros de igual intensidad en la posguerra. Era época de servicio militar y Miguel con sus tres hermanos se presentaron en forma voluntaria, única manera de quedar en la isla. De lo contrario corrían el riesgo que los mandaran para África. En ese momento podía haber tenido la oportunidad de viajar al Uruguay pero existía el peligro de quedar como desertor, idea muy penosa a los intereses de cualquiera que aspirara a un futuro y que no complacía en absoluto.
Con el servicio militar no me puedo quejar porque tan mal no lo pasé, por lo menos algo comía. El servicio era por dos años según la elección del arma que uno realizaba. Mi hermano mayor Antonio y José que le seguía lo hicieron en artillería cumpliendo tres años, mientras que Lorenzo y yo lo hicimos en aviación.
Dentro de aviación me encontraba en la sección de armamento por lo tanto estuve destinado en primer lugar al polvorín de Buñola para después pasar al de Puntiró.
Recuerdo también un pasaje de unos meses por Pollensa donde había una base de hidroaviones. Nuestro trabajo consistía en levantar los aviones con una grúa que tenía un gancho enorme para ponerlos en unos barracones. Me acuerdo que los fines de semana sacábamos una lancha para ir por el mar hacia el cabo Formentor porque allí crecían unos palmitos enormes que nosotros cortábamos con el machete y comíamos en el mismo lugar para ganarle la partida a nuestro más fiel compañero de ruta como lo fue el hambre.
Para lograr comida nos la ingeniábamos como podíamos. El alimento de los soldados lo traíamos en una furgoneta desde Palma. Una noche, en el camino al cuartel, con la complicidad del sargento que miró a un cielo estrellado único testigo en ese momento, paramos cerca de un viñedo en Benissalen –lugar de muy buen vino– enfocando las luces hacia las uvas que cargamos en el camión. Comimos uvas durante una semana.
Cierta ansiedad y nerviosismo comienza a tomar a Miguel que juega con el estuche de los lentes haciéndolo dar vueltas sobre los dedos mientras los recuerdos van cayendo uno detrás del otro como cuentas de un rosario.
Mi vuelo de bautismo me costó un gran dolor de cabeza. En Son Bonet estaban los talleres de maestranza y todos los días salía un vuelo de reconocimiento que daba una vuelta por la isla para retornar luego a la base. Junto con un compañero decidimos realizar ese vuelo de reconocimiento pero sin autorización. Para ello nos escondimos en el avión antes de la partida en el lugar donde van los equipajes. El avión despegó como de rutina pero el tiempo y la distancia comenzaron a ser para nosotros diferentes. No terminaba de llegar nunca a destino y para peor solo se veía agua. Es que aquel vuelo tenía como destino Almería, en la península, y no la habitual salida de reconocimiento. Uno se puede imaginar la cara del sargento y del capitán cuando nos vieron bajar del avión como dos polizontes. Aquella noche no pudimos volver a la isla pero al día siguiente esta aventura de dos muchachos de 19 años costó muy caro. En la base de Son Bonet nos raparon la cabeza y nos mandaron al calabozo tres días.
Durante cerca de 10 años no tuvimos noticias del Uruguay, lugar donde se encontraban mi padre Lorenzo Terrasa Palmer que había venido cuando yo tenía dos meses y nos había reclamado antes de la guerra, y mis tíos Bárbara, Bruno y Miguel que como tantos mallorquines habían venido a "probar suerte" o "hacer la América". Fueron años de incomunicación y separación, pero nunca de olvido.
Así pues, a medida que mis hermanos fueron terminando el servicio militar viajaron para Montevideo. El último en embarcar fui yo que venía con mi madre. El viaje de catorce días de barco no fue nada placentero pues apenas salidos del puerto de Cádiz mi madre se enfermó de pulmonía y estuvo prácticamente todo el viaje en la enfermería. En un momento me asusté mucho a tal punto que, desde Río de Janeiro en Brasil, mandé una postal explicando la situación y sobre todo pidiendo que nos esperaran en el puerto con una ambulancia. Sin embargo al llegar a Santos ya estaba mejor, y al desembarcar en Montevideo prácticamente curada. Por suerte la evolución de la enfermedad fue positiva dado que la postal pidiendo ayuda nunca había llegado a Montevideo lo que evitó alarmas innecesarias.
Hay un episodio que me gustaría contar relacionado con la venida al Uruguay. Nosotros viajamos en diciembre de 1950, año que se jugó el campeonato mundial de fútbol en Brasil. Pero resulta que en el mes de julio – ya teníamos todos los papeles arreglados para poder salir de Mallorca–, cuando se jugó la final, nosotros estábamos escuchando el partido entre Uruguay y Brasil junto con Antonio Lladó que estaba de paseo por Mallorca, el hijo de Raúl Torres "Maninete", y el hijo de María de "Peu Bou". Cuando el partido terminó con el triunfo de Uruguay que se consagró campeón del mundo salimos a festejar por la vía Blanquerna gritando y vivando. Yo me sumé a aquel festejo aunque no conocía demasiado de fútbol ni del país pero me sentía comprometido con un lugar que sería mi refugio y mi futuro.
Efectivamente, para mí, Uruguay fue un lugar maravilloso. Muchas veces en los primeros años que viví en Montevideo me despertaba con pesadillas totalmente sobresaltado. Soñaba que me encontraba nuevamente en esa Mallorca de penurias. No obstante con el pasaje del tiempo siento añoranza de mi tierra a la que quisiera visitar si fuera posible todos los años.
La boca seca de Miguel después del extenso relato, busca un vaso de agua en un silencio que le da tiempo a los recuerdos que se ordenen en su memoria.
Dos situaciones me llamaron la atención apenas llegamos a Montevideo. Nosotros llegamos por la mañana y por la tarde nos llevaron a dar un paseo para reconocer los principales lugares de la ciudad. Entre ellos fuimos hacia la costa donde por la temperatura y la estación, era verano, la gente se estaba bañando en el Río de la Plata. Nada de particular tendría esto sino fuera porque el agua era de color marrón y dulce. No podía creer que se estuvieran bañando en aquel lugar que difería tanto de las aguas transparentes del Mediterráneo. Un día, mucho tiempo después, vinieron unos amigos a visitarme a Uruguay y los llevé a un mirador desde donde se veía la entrada al puerto de Montevideo. Cuál sería el asombro mío cuando me comentaron, en la misma línea de pensamiento que acabo de expresar, que creían desde el avión que lo marrón no era agua sino una franja de tierra. Al poco tiempo estaba acostumbrado a bañarme en esas aguas diferentes a las que conocía.
El otro hecho importante que me impactó fue que paseando no podía creer al ver en los tachos de basura tanta carne desperdiciada como restos de comida. En ese momento me pasó por la mente una sola idea "de este país no me voy más".
Los años en Uruguay
El primer trabajo que los cuatro hermanos Terrasa tuvieron en Montevideo fue en una panadería pero no todos siguieron en ese trabajo durante toda su vida laboral.
Lorenzo y José trabajaban en la panadería Centenario y mi hermano mayor en la casa Barrios que era una gran carpintería pues había heredado la habilidad del oficio de mi padre que era un gran ebanista habiendo trabajado en el diseño de muebles en una de las casas más importantes de su época en el ramo del comercio, el London–París. Es más, este hermano volvió repatriado a España trabajando en la reconstrucción de muebles antiguos. Tuvo aquí una hija muy bonita que llegó a ser Miss Punta del Este uno de los certámenes de belleza más prestigiosos del país y de América.
En los primeros tiempos a mí me tocó trabajar en el mostrador de la panadería Hispano–Oriental, cuyo dueño era Juan Morey, donde aprendí el oficio de panadero en la misma cuadra con la gente que allí trabajaba.
Pero el destino de Miguel era muy diferente al de esos inicios de tantos mallorquines en Uruguay. Apenas cuatro años trabajaría en la panadería, luego tendría por delante una carrera de canto coral que cultivó paralelamente durante la noche.
Yo tenía locura por el canto. Un día conseguí que el padre de un amigo de apellido Gravier, que cantaba, me diera una tarjeta para que fuera a conocer a un maestro de canto llamado Jhon Coraldo, con el cual arreglé –para mi felicidad –que me diera clases los días martes que era mi día libre de trabajo. Para mí la música no era algo nuevo ya había realizado una experiencia en Valldemossa integrando el coro donde cantaba a primera vista sin ninguna formación sistemática, misa de difuntos, miserere y otros cantos. El problema era que, para formarme en aquella época, tenía que ir a Barcelona y las condiciones no eran las mejores para aquella aventura.
Al año de estudiar me presenté a un concurso en el Conservatorio Nacional con más de 100 aspirantes. Tuve la suerte de poder acceder junto con otros cuatro compañeros lo que cambió mi vida definitivamente. Me puse a estudiar fuerte y paralelamente armé un repertorio pudiendo cantar, ya en el año 1952, en el Coro del Sodre, una de las instituciones más importantes del Uruguay en el canto coral. Me acuerdo que hicimos El Murciélago, de Strauss. Más tarde, en el año 1954 después de ganar otro concurso, entré en el Coro del Sodre en el cual ya había cantado. Era como entrar por la puerta grande de mi –ahora sí– profesión definitiva. Allí cobraba un sueldo.
La mirada de Miguel se pierde en las hojas de un árbol que se encuentra frente a la ventana, el ruido ensordecedor de una moto con escape libre lo hace volver al relato.
En ese año, 1954, canté por primera vez como solista Las bodas de Fígaro y Rigoletto, de Verdi. Un año después hice Carmen, de Bizet, La Tosca y otras interpretaciones. A partir de ese momento alternaba mi actividad en el Coro, actividad rentada que me daba un sueldo, con mis actuaciones como solista que, para tener como referencia, con lo que sacaba de una actuación me compraba el traje, imprescindible para poder actuar en el Coro del Sodre.
Uno de los momentos que Miguel recuerda con emoción fue cuando en el año 1956 tuvo el honor de cantar en el Centenario del Teatro Solís la obra Hernani en el máximo escenario teatral y coral del Uruguay, con toda la crítica y las personalidades políticas y sociales gustando de su interpretación.
Sin embargo, debo decir que el espectáculo que me llevó a ganar un buen dinero fue la famosa Verbena de la Paloma, bajo la dirección de maestro Protasi, con la Comedia Nacional. Me pagaron mil pesos de la época por diez funciones representadas en el Teatro de Verano del Parque Rivera. Mi mujer estaba embarazada de mi hija que en la actualidad tiene 41 años.
Entre otras cosas significativas que uno tiene presente, está la gira que por tres meses realicé por Chile. Actuando en Santiago de Chile, la capital, Valparaíso, Osorno, Valdivia, en una temporada de ópera internacional que incluía Baile de Máscaras, La Traviata, de Verdi, La Tosca, Rigoletto. La contratación fue casi de casualidad pero en definitiva su realización me dio la posibilidad de actuar junto con otros tres compañeros de Uruguay a nivel internacional. La persona que produjo la gira había venido al teatro Colón de Buenos Aires y al pasar por Montevideo nos vio y nos contrató.
También tuve oportunidad de tener contacto con el público brasilero porque, por espacio de más de veinte años, dos o tres veces al año actuamos en la Pontificia Universidad Católica de Río Grande do Sul. Entre las cosas que me quedaron grabadas fue la población juvenil que asistía a los conciertos, además del muy elevado nivel musical del público en general, con una ascendencia europea importante.
Una vez que consolidé mi profesión de cantante se nos ocurrió, con otros compañeros de canto, trabajar en otra cosa para complementar los ingresos que nunca fueron espectaculares. Así fue que tuve un taxi. En primera instancia un Mercedes 190 y también un Morris. Durante muchos años trabajé en el taxi entre las 6 de la mañana y las dos de la tarde, en una tarea que nunca desprecié. Finalmente, tuve que dejar a raíz de una operación que me tuvieron que hacer en la columna.
Recuerdo una anécdota que viví relacionada al taxi. Un día, en la intercesión de las calles Constituyente y Vázquez en Montevideo, sube al taxi un muchacho que me pide lo lleve al Banco República para realizar un trámite, con un fuerte acento que yo deduje mallorquín o catalán. En el transcurso de la conversación –los taximetristas somos conversadores de por sí– me informa que era pariente de Miguel Torres y que cantaba. Efectivamente, no sólo era mallorquín sino de Valldemossa y además era Bartolomé que tocaba la flauta en el conjunto Los Valldemossa. Años después, visité Mallorca y nos volvimos a encontrar recordando este episodio. La casualidad hizo que eligiera ese taxi entre cientos que circulaban a esa hora por la ciudad, fue increíble.
Miguel Terrasa extraña el canto. Hace ya varios años que se ha jubilado, sin embargo está tan vinculado a su historia que la nostalgia recorre cada palabra que expresa. Incluso también su vida afectiva está relacionada con el canto.
Otro amigo, también muy vinculado al canto de apellido Giacossa, me introdujo a cantar en las Iglesias. En el barrio del Reducto armamos un coro que él dirigía y cantábamos en la Iglesia. Un día un peluquero que tocaba el clarinete en la Banda Policial y en nuestro grupo, me dijo que vendrían a vernos unas muchachas que él me presentaría. Efectivamente, las muchachas fueron a vernos, de allí fuimos al cine y luego, con el tiempo, al matrimonio. Así fue como conocí a quién luego sería mi esposa. Una vez más la música fue un factor determinante de mi vida.
La cinta del grabador se desliza lentamente en medio del vacío por el silencio que ha generado Miguel al apurar un sorbo de bebida. La noche se va apropiando de la calle que se alcanza a divisar desde la ventana pero aún queda tiempo para un último recuerdo que aviva la luz de sus ojos y arranca una voz de un profesional del canto:
...aún siento en la boca el gusto del pa amb oli brut; metíamos el pan en la pileta de aceite luego lo poníamos arriba del fuego y otra vez dentro del aceite para luego comerlo. De las aceitunas bien maduras se ponía la pulpa arriba de una rebanada de pan pagés y se comía.
Ese recuerdo fue para su tierra, tierra de olivos y aceitunas que un día dejó buscando un futuro mejor.