Mary Ramis Oliver. De Manacor, por Montevideo, a Nueva York
No había mucho tiempo. Los tres meses que habitualmente, desde hace unos años, Mary Ramis se queda en Montevideo, estaban a punto de terminar. El retorno a su casa y a su familia (hijo y nietos) residentes en Nueva York estaba a punto de concretarse pero aún tenía espacio para los recuerdos. Por ello, una mañana soleada de abril, acomodados cerca de una ventana que daba al sur divisando el Río de la Plata, se dio este encuentro lleno de nostalgias y también de alegrías.
Yo nací en Manacor, en el Molinar, la capital de la llamada "comarca del Llevant", pero llegué al Uruguay de muy pequeña, tenía apenas dos años. Por lo tanto no tengo recuerdos de Mallorca en ese período de mi vida. Mi venida al Uruguay fue una casualidad del destino, llevada por mis padres que quisieron venir a esta región en busca de un cambio. Mi padre, Juan Ramis, nacido en Palma, era un andariego que no podía quedarse en ningún lugar mucho tiempo. Ya antes habían estado en Marsella tres años, con mi madre, trabajando en el oficio que conocían muy bien que era el calzado. Mi padre era armador de calzado y mi madre aparadora. Cuando mi madre, que era de Manacor, quedó embarazada resolvieron volver a Mallorca y allí nací yo, mallorquina como ellos lo quisieron.
Pero un día un amigo le comentó que tenía que enviar un dinero a Montevideo, al Uruguay (lugar que ni sabía donde quedaba) a los dueños de unas curtiembres también mallorquines de apellido Maimó, pero que él no lo podía hacer, por lo tanto le ofrecía la posibilidad que mi padre hiciera el viaje. Así como recibió esta oferta la aprobó. Llegó a mi casa en Manacor y le dijo a mi madre: "María nos vamos a Montevideo a llevar un dinero", de la manera más natural como si esta ciudad se encontrara en la propia isla.
Una vez más se reveló aquí el espíritu de María y Juan que más que un viaje para realizar un encargo fue un traslado con características de emigración.
Es cierto que mi padre en cuanto llegó a Montevideo enseguida se contactó con los dueños de las curtiembres en el barrio Nuevo París donde se encontraban e inmediatamente consiguió un muy buen trabajo. Aún recuerdo las barricas donde se ponían los cueros y el olor que despedían.
Poco tiempo después, mi padre cambió radicalmente de profesión, primero vinculándose a la gastronomía como mozo y luego teniendo su propia negocio. Al estar vinculado siempre con la colectividad mallorquina, ya sea por el Centro Balear o individualmente, tuvo oportunidad de cambiar de oficio. Al comienzo de su nueva actividad fue mozo de primera trabajando para la confitería Lion D’Or, de unos catalanes de apellido Mir, hasta llegó a servir, de guante blanco, al Príncipe de Gales cuando éste vino a Montevideo. En casi todas las recepciones importantes en esa época sobre los años ‘30 estuvo mi padre sirviendo. Posteriormente entró a trabajar, también como mozo, en una confitería llamada Conaprole, ubicada en aquel entonces, en la principal avenida de Montevideo, en la calle 18 de julio.
El sonido del teléfono nos distrae por un momento, el hilo de la conversación se entrevera con los papeles desparramados sobre la mesa, la llamada no era para Mary. Lentamente, volvemos a retomar el instante preciso vivido en un lejano pasado que en este momento es presente.
Al tiempo, a mi padre le propusieron abrir una sucursal de Conaprole en otro barrio llamado Malvín donde, por ese entonces, las calles eran todas de arena. Y una vez más, nos mudamos de domicilio a una casa comprada que tenía un gran fondo y que daba a una cantera.
Cuando mis padres recién llegaron al Uruguay su pensamiento fue siempre volver a Mallorca en cuanto hicieran algo de dinero, pero al comprar esta casa con mucho esfuerzo que era una solución necesaria de vivienda, las posibilidades de volver se hicieron cada vez más lejanas. Incluso al nacer mi hermano, con grandes problemas de salud, el retorno fue casi imposible.
En ese momento nos trasladamos al interior del país, al departamento de San José, instalándonos en la ciudad del mismo nombre. Allí mi padre compró un restaurant y lo tuvo hasta que se decidió volver a Montevideo. El motivo del cambio había sido que mi hermano, que tenía un asma crónica, se podría mejorar en otro lugar que no fuera cerca de la costa. La elección del lugar no fue acertada dado que la ciudad de San José se encuentra en un pozo muy húmedo.
Pero, en relación con el negocio, se abrió un nuevo camino que sería explotado por mi padre hasta su jubilación. Al regresar a Montevideo compró un bar, en la calle Tristán Narvaja y Colonia, al que seguirían muchos más en otros tantos puntos de Montevideo, Villa Española, en la Unión (8 de octubre y La Habana) con los consiguientes cambios de domicilio. Llegué a contar cerca de 100 mudanzas en mi vida. Heredé de mis padres ese espíritu inquieto y andariego que lo llevó a venir a Montevideo.
No obstante esta característica ambos fallecieron en Uruguay, mi padre con 75 años, recordemos que llegó al Uruguay con 43 años y mi madre que tenía 38 años cuando pisó suelo uruguayo, falleció con 71 años en 1967.
Recuerdos de infancia y adolescencia
Cuando vivíamos en la casita de Malvín, en la calle Miraballes y Alto Perú, cada vez que llovía, mi madre golpeaba una latita convocando a todos los niños del barrio para ir a juntar caracoles en la cantera que estaba detrás de mi casa. Una vez que los teníamos, mi padre los ponía en un cajón preparado con rejillas debajo donde se engordaban los caracoles con afrecho, avena e hinojo. Así los teníamos cerca de un mes y mi madre todos los días los lavaba. Siempre recuerdo que decía: "yo como caracoles si los lavo personalmente". Por ello, la tarea de la limpieza era tan importante. Una vez realizado todo el proceso de engorde y alimentación venía el gran día de la comida. Una instancia muy significativa dado que se invitaba a más de veinte amigos para que todos saboreaban una comida típicamente mallorquina. Así como es costumbre en Uruguay hacer los domingo lo que se llama una "raviolada" (en alusión a la pasta italiana), nosaltres feímos una caragoliada.
Vaya una receta para aquellos que quieran realizar esta experiencia:
Lavar los caracoles con agua y sal, muchas veces.
Colocar todas las hierbas aromáticas en el fondo de la olla –Mary utilizaba unas latas de aluminio grandes limpias porque eran muchas las personas que venían a comer– y meter los caracoles vivos. Poner la olla sobre fuego moderado.
Pelar y picar cebolla, ajos y tomate. Desmigar sobrasada.
En un sartén con aceite, rehogar una costilleta de cerdo con la cebolla, incorporar el tomate.
Ya en su punto de cocción los caracoles, sacarlos y ponerlos en la olla con el sofrito.
Agregar la sobrasada, leche y poner sobre el fuego medio.
Machacar ajo, perejil y mezclar la yema de un huevo. Mezclar con coñac y regar los caracoles. Un hervor corto final y servir a la mesa
Otras comidas típicas también eran la delicia de la mesa, por ejemplo, empanadas de cordero. Pero de los recuerdos más lindos que tengo era cuando hacíamos sobrasada, para nosotros y para vender. A tal punto era importante este tema que mi padre pudo conocer a los mallorquines de la confitería Lion D’Or por la venta de sobrasada que realizaba sobre todo en el invierno.
El procedimiento era casi como un rito. En primera instancia se compraba el pimentón español que tenían separado para mi madre con antelación en una casa importadora. Luego encargábamos a una chacinería el cerdo, dado que no teníamos lugar para la crianza, que lo llevaban a mi casa. Allí ya teníamos preparada la mesa especial donde se hacía el producto. Se separaba la carne flaca de la carne gorda y se picaba con una máquina especial para esta tarea de tritura, para recogerla en unos latones de estaño (hace el ademán con la mano para marcar el tamaño) de donde mi madre procedía a amasar la carne helada con todo el cariño, la artesanía y la tradición del pueblo de Manacor (acompaña con gestos todo el proceso). Se dejaba toda la noche y al otro día se volvía a amasar. Luego se lavaban las tripas de cerdo dadas vuelta con agua y sal para finalmente llenarlas. Mi función en todo este acontecimiento era manejar la máquina picadora de carne.
Producir sobrasada era todo un acontecimiento que vivíamos familiarmente.
Teníamos una galería con un enrejado en el techo para colgarlas y orearlas igual que en cualquier despensa de Mallorca. Una vez a punto, comíamos una parte y otra la disponíamos en unos canastos para la venta con mucho éxito. Durante los meses de verano suspendíamos la producción, pero pasamos muchos inviernos haciendo sobrasada y muchos mallorquines venían a casa a comprar.
Fue una época en que estábamos en contacto permanente con otros baleares.
Tengo un vago recuerdo cuando íbamos al primer Centro Balear, en la calle Buenos Aires 632, que ocupaba un piso cerca del Teatro Solís. En este local se realizaban la mayoría de las actividades, generalmente los sábados y domingos. Según me contaron era el secretario Jaime Monserrat que, más tarde, en el Círculo Democrático Balear será uno de los presidentes. También me acuerdo de los hermanos llamados Benitos que tenían una confitería abajo del Centro Balear. A todos los baleares de esa época los veía muy mayores para mi edad. Este período lo veo como muy breve.
Más tarde se fundó el Círculo Democrático Balear, de donde tengo maravillosos recuerdos. En ese momento compartíamos con el Casal Catalá la casa en la calle 18 de Julio 876, realizando actividades en forma conjunta para todos los catalanes y baleares. La organización era compartida. Nuestro Círculo se caracterizó por tener un tono cultural siguiendo el camino del anterior Centro Balear con un grupo de teatro creado por Miguel Oliver, un menorquín que tenía una sastrería con artículos para hombres en la calle Andes 1309. Con la dirección artística, en ese momento, de Eduardo Quintana juntando un numeroso elenco de gran prestigio en la sociedad montevideana, integrado por socios y no socios vinculados a la colectividad balear.
Numerosas obras se representaron en ese momento donde participé en diferentes papeles. Recuerdo, entre otras, Las Codornices en junio de 1939, comedia de Vital Aza, actuando en el personaje de Clara, estando de apuntador el propio Miguel Oliver. Era la segunda parte de un espectáculo que por lo general tenía una primera parte de variedades abarcando, por ejemplo, una jota, Te quiero, cantada por el tenor M Dalmedo, un monólogo recitado por el Sr. Eduardo Quintana, El Relicario, por la Sr. Amanda Grau y una romanza por el tenor M Dalmedo. A continuación venía el cuadro artístico, para finalizar con un gran baile social amenizado por la orquesta Rossi.
En los programas existía una nota que expresaba textualmente: "Los socios del C. D. Balear tienen derecho a los festivales programados por el Casal Catalá."
Actué en otra obra muy importante, en el papel de Doña Elisa, Ilusiones del Viejo y de la Vieja, dirigida por el Sr. Eduardo Quintana, con la cual dimos varias representaciones en diferentes lugares con un éxito monumental. Incluso se siguió representado varios años después, era un clásico del elenco del balear. También representé en ese mismo año ¡La cosa es no trabajar!, una pieza en dos cuadros de Bassi y Botta, donde actuaba de Leonarda y también mi hermano, Juan Ramis, tenía un pequeño papel de mensajero.
En la obra El Señor Feudal, en 3 actos de Joaquín Dicenta, mi hermano tenía un papel de niño mientras que yo hacía de Petra. Aún puedo recordar a José Fuxa como Jaime, alto con botas y capa. Lo de mi hermano es casi un milagro dado que no tuvo nunca una inclinación por el balear como la tuve yo.
Es de destacar dos cosas que hacíamos con enorme sacrificio, por un lado, los trajes y vestidos todos confeccionados por nuestras madres, y los ensayos que realizábamos con total devoción casi todos los días hasta las 23 horas a pesar que al día siguiente teníamos nuestros compromisos ya fuera de estudio o de trabajo. Pero allí al firme estaban, una vez más, nuestras madres que permanecían durante todo el tiempo que requerían nuestras obligaciones actorales.
En ese momento también recuerdo el terrible flagelo de la Guerra Civil Española que nos tocó tan de cerca que incluso se formó un grupo de ayuda balear, que se dedicaba a juntar fondos, ropa y alimentos para España. Por lo general había dos tipos de formas para recaudar dichos fondos. Por un lado con beneficios sociales, alquilando algún cine con una o dos funciones cuya platea o tertulia valía 0.40 o, por el balear íbamos, los jóvenes, a otras instituciones como Casa de Galicia, Centro Gallego, Casa de España a ayudar vendiendo helados o pasteles.
Recuerdo que el local donde se encontraba el Centro Democrático Balear era muy amplio, en una casa antigua con tres balcones a la calle, todo a 18 de Julio la principal avenida, con un patio interior embaldosado donde se hacían las representaciones y bailes. Mi padre atendía la cantina y vivíamos en ese local. Allí cosechamos innumerables amigos con los cuales nos seguimos viendo muchos años como, por ejemplo, Eduardo Quintana, familia que alquiló una casa–quinta muy linda a dos cuadras de mi casa. O, Amanda Grau, que conoció en el luto por su padre a Jorge Monserrat y luego se casó con él, amiga entrañable con la cual vivimos otras experiencias juntas dado que por ella pude entrar a trabajar en una firma representante de Mejoral por espacio de 28 años hasta que me jubilé.
El Balear fue un centro de contactos entre baleares y a veces con gente que no tenía que ver con él pero igual se integró con total dedicación. Este es el caso de Atlántica Dalmedo y Dante Iocco, un animador fundamental del cuadro artístico quien la conoció en una de las tantas representaciones. En mi caso cuando me puse de novio, no me fue tan bien dado que no quiso que actuara más en el balear. Por lo tanto, si bien participábamos de las actividades ya no fui más protagonista de aquellas maravillosas veladas. Cuando se mudaron a la calle Andes yo ya no participaba y no tengo recuerdos de ese período.
La mirada se pierde por la ventana del sexto piso donde estamos hacia las aguas barrosas del Río de la Plata que se ven al fondo en el horizonte, entrada de tantos emigrantes baleares al Uruguay. Una pausa baja por el grabador cuya cinta registra un respetuoso silencio.
Pero Mary tenía que saldar una deuda largamente contraída por ella y por sus padres, volver a su tierra natal para conocer aquello de lo que tanto le habían hablado pero que nunca había conocido, su casa, aquella que la vio nacer y partir a los dos años de vida.
Y la conversación se vuelve a retomar:
Sí, recién pude volver a mi tierra en 1980, gracias a que una tía soltera que a su vez era mi madrina me mandó el pasaje. Y estuve seis meses recorriendo toda Mallorca de punta a punta tomándome una revancha de tantos años de deseos no cumplidos.
Lo curioso de todo esto es que cuando llegué a Madrid tenía que avisarle a mi prima hermana que estaba ya en suelo español para que me fueran a esperar al aeropuerto. Pero no pude hacerlo dado que no tuve tiempo. Cuando llegué al aeropuerto de Palma llamé por teléfono a Portocristo para que me fueran a buscar ante la sorpresa de mis parientes que esperaban un aviso previo. Pero en aquel momento me encontraba tan bien conmigo misma que era como pisar tierra propia. Así que, ante la alarma de mi prima, les expliqué que se tomaran todo el tiempo que quisieran para venir a buscarme, que me tomaría un té con leche y visitaría las instalaciones del aeropuerto aprovechando para respirar aquel ambiente que me era tan familiar, como por ejemplo, escuchar la lengua mallorquina y sentir aquella gente tan cálida que me rodeaba.
Una sensación similar la sentí cuando visité las cuevas muy cerca de donde vivían mis parientes. Es que tanto se había hablado en mi casa del lugar que cuando entré conocía cada rincón de las mismas. En los primeros compases musicales sentí la presencia de Antonio Oliver, el hermano más pequeño de los nueve hermanos de mi madre, que tocaba el violín en la orquesta que estaba en los botes dentro de las cuevas. Cuando sentí la melodía y vi a mi tío tocando era como si siempre lo hubiera visto u oído.
Tuve la suerte de volver a Mallorca cuatro años después con mi hijo Mario Gómez Ramis que en ese momento ya estaba trabajando en Estados Unidos. Juntos pudimos experimentar la sensación de volver a los orígenes dado que visitamos todo aquello que era significativo de mi pasado como mallorquina y de sus abuelos. Así estuvimos en mi casa paterna subiendo unos escalones que a cada momento parecía que se iban a caer. También mi hijo pudo disfrutar y vivir lo que hasta ese momento había sido un relato más.
Hoy en día vivo en Nueva York con mi hijo y mis nietos. Para mí un viaje inesperado pero inevitable al estar mi hijo tan lejos. La salida de Montevideo fue quizás uno de los momentos más dramáticos que me tocó vivir. Cuando Mario me pidió que me fuera con él se me cayó el alma al piso. Radicarme en otro país no era fácil para mí dado que estaba cansada de tanto trajinar pero finalmente acepté con dos condiciones, que no me obligarán a aprender inglés y que no tuviera que manejar. Así ya pasaron cerca de 18 años que estoy en Estados Unidos desde aquel momento que tomé la decisión de acompañar a mi hijo quemando, sí quemando muchos recuerdos, como fotos y otras pertenencias de mis padres, en una ruptura que me costó mucho.
Vivo hoy en un lugar quizás un poco alejada de estas vivencias antes relatadas, pero siempre con la ilusión que mis nietos puedan conocer la tierra de mis padres y mía.