María Pons Cruellas. Una historia de amor y lucha de una emigrante de los años 50
"Valldemossa es todo paisaje, pero también historia y anécdota."
Margaret O’Brien (1950)
Las imágenes pasan vivas delante de nosotros.
"Los olivares de Valldemossa son como los poetas que retuercen
y atormentan la imaginación con tal de hacer salir un soneto;
así ellos se retuercen para hacer fructificar amargas olivas."
Santiago Rusiñol.
" De verdad resulta que una oliva amarga sabe mejor a la conciencia
que una dulce almendra."
Miguel de Unamuno.
Mis recuerdos de infancia fueron felices. Disfruté de la vida a pesar de la dureza de aquellos tiempos en el trabajo de la tierra como lo hacía mi padre. Pero no me puedo quejar porque me divertí muchísimo. Mi padre trabajaba como encargado en la finca del marqués de Onofre. En los mismos campos estaban las máquinas para hacer el aceite de oliva que tanta falta me hizo en Uruguay en los primeros tiempos.
Extrañé mucho, desde aquellos almendros floridos en invierno a las deliciosas aceitunas, que cosechábamos para luego prepararlas y tener durante un largo tiempo hasta la próxima cosecha. También a todos los del pueblo, que como en procesión marchábamos para la cosecha de las olivas.
Pero todo acontecimiento en el campo era una fiesta, por ejemplo, la faena del cerdo para sacar la sobrasada y el butifarró. Factura que dejábamos en las despensas todo el invierno.
Los recuerdos saltan sin orden de un lado a otro.
Debo reconocer que tenía otra virtud; era una muy buena cazadora de tordos. Podía competir con los hombres del pueblo sin achicarme, con una red –fillats a coll– era imbatible. Confieso que era muy divertido. La caza del tordo era una de las actividades más importantes del pueblo, a tal punto que en la revista Miramar se describen nueve modalidades de caza de tordos diferentes.
En otro orden de cosas, a José, mi esposo, lo conocí en un viaje que realizó a Mallorca creo que en el año 1948. Allí me propuso que viniéramos a Montevideo pero rechacé la idea totalmente. Era una locura ir a un país que estaba muy lejos, no conocía a nadie, no tenía familia directa y, además, había que atravesar el océano.
José hacia tiempo que había venido al Uruguay, en ese momento más de veinticinco años, sobre los años veinte, luego de hacer el servicio militar en España. Vinieron los tres hermanos Estrades, José, Antonio y Juan, de malnom "Ramis", atraídos por la posibilidades que presentaba Uruguay. Aunque en diferentes etapas puesto que Antonio vino antes que Juan casado con Praxedis Morell y con una hija pequeña llamada Catalina. En cambio Juan vino llamado por José dejando en el pueblo esposa y dos hijas. Dos historias muy distintas que marcaron a dos familias en alegrías y tristezas. En Valldemossa, quedó a cuidado de sus padres, luego mis suegros, otra hermana.
Después de muchos años de esfuerzo y sacrificio, José logró comprar una panadería en la ciudad de Las Piedras a las afueras de Montevideo, a unos 15 kilómetros. Pero es de destacar que su empeño y trabajo, a los pocos años de estar en Montevideo, le había permitido poner un restaurant; estamos hablando de los años que van entre 1925 y 1930.
Pero el destino quiso que José volviera sobre los primeros meses del año 1950 para insistirme en aquella aventura de ir para América. Y al final lo consiguió. Aunque no fue fácil la salida de Palma, porque los papeles necesarios para mi residencia se perdieron y los nuevos papeles demoraron en llegar nuevamente. El tiempo pasaba y nosotros, que nos habíamos casado el 15 de mayo de 1950, no podíamos salir de Baleares. La preocupación era que él había dejado el negocio, la panadería, y tenía que volver lo más rápido posible para atenderlo. Fueron momentos de incertidumbre y angustia que traté de sobrellevar confiando en la beata del pueblo. Le rezaba todos los días a Santa Catalina Tomás, patrona de Valldemossa: " Santa verge Catalina que per sempre al cel regnau, ompliu de fe y de pau la vila de Valldemossina", hasta que justamente un 28 de julio luego del rezo diario, día de la Beata, nos dieron la noticia de que podíamos viajar. Verdaderamente, lo consideré un milagro.
Así salí para Uruguay en un barco italiano de gran lujo llamado Compte Grande, desde Barcelona con cierto temor pero junto con un gran amor como era José mi esposo.
El viaje debo confesar que se me hizo largo y lo pasé bastante mal. Es que estaba embarazada de dos meses y con el movimiento del barco lo pasé casi siempre entre la enfermería y el camarote con nauseas y mareos. Además, la desgracia nos rondaba, puesto que me había hecho una gran amiga de viaje –también ella recién casada– que falleció por un accidente fortuito. Se cayó de una de las escaleras y se pegó en la cabeza. Eso sucedió en uno de los días en que yo estaba recluida en el camarote y José durante un tiempo no me lo quiso decir ocultándomelo por temor a que me ocurriera algo al recibir la noticia. Una tragedia que generó una situación muy especial en ese viaje que para mí iba a lo desconocido.
Finalmente, luego de 14 días de viaje por mar, llegamos al puerto de Montevideo donde nos esperaban amigos y familiares. Mi primera impresión fue de una ciudad linda, pero no tanto como ahora. En los primeros momentos viví en la casa de mi cuñado Antonio, que nos albergó, en la calle General Flores. Luego, a los cinco días, pasamos a vivir en un piso en el centro de la ciudad, en la calle Soriano frente a un Colegio de monjas "Santa Teresa de Jesús" que eran, la mayoría, españolas. Por aquellos días, la felicidad reinaba en nuestra familia. En el mes de abril nació mi primer hijo, Juan José, y todo andaba bien. Años después nació para alegría de la casa mi hija, Catita, completando "el casal". Recuerdo que nos reuníamos de noche en torno a la radio para escuchar una audición española y donde José aprovechaba para realizar algunos relatos que mis hijos escuchaban con devoción. Sobre todo uno que mi hijo Juan José recuerda en forma permanente cuando José, mi esposo, haciendo el servicio militar en el norte de África, una noche oscura sin luna que estaba de guardia sintió un ruido entre unos matorrales. Dio la voz de alto con aquel "¿quién vive?", cuya respuesta fue el silencia. Una vez más, con el nerviosismo propio del momento volvió a pedir ante la insistencia del ruido una identificación. Como el silencio persistía fue inevitable una descarga contra una sombra que se movía. El resultado fue imprevisible, un burro muerto. Aquel ya no podría contestar y José tuvo que soportar las bromas de sus compañeros durante un buen tiempo. En una foto que tengo está José junto a una cachila Ford T luciendo toda su estampa.
Por un problema que no viene al caso decir, el negocio no caminó bien y esto generó un problema bastante grave, José tuvo que luchar por sobrevivir pero ahora con un agravante que era que tenía una familia. Al poco tiempo se enfermó y en mayo de 1960, exactamente a los diez años de haberme casado, falleció, dejándome sola con los niños uno de 9 años y otra de cinco. Confieso que en esos momentos, ahora que ha pasado el tiempo, me sentí totalmente desvalida, a pesar que los amigos de José me ayudaron mucho en los primeros tiempos incluso hasta acercarme pedidos de víveres para salir de la situación difícil en que me encontraba. Es cierto que en los proyectos no estaba tener que salir yo sola a enfrentar el mundo que me rodeaba, siempre hostil en un medio que uno no conocía demasiado. Es que José no me había dejado hacer nada, me tenía como "una reina". Pues esa reina tuvo que salir a enfrentar la dura realidad como podía.
Mi dilema era qué hacer en esos momento críticos...¿volver a España?. Mi madre, que había enviudado también hacia poco tiempo, me pedía que volviera. ¿Seguir peleando aquí en Montevideo? Para resolver esta duda tremenda, que me llevó muchos días, en la soledad más absoluta, apelé a una sola consideración: mis hijos. ¿Qué futuro les podía dar? Sabía que volver a Valldemossa los condenaba a trabajar en la tierra con poca perspectiva para su desarrollo y además debía empezar otra vez de la nada sin un duro. Esto me llevó a tomar una decisión que nunca me arrepentiré, quedarme en esta tierra y luchar con orgullo por mis hijos y por mí.
Así fueron pasando aquellos primeros años de sacrificios y de formación para mis dos hijos. A ellos pude darles lo que yo no tenía que era una educación en un colegio privado. Por suerte tanto en el colegio de las monjas donde mandé a mi hija a estudiar, que como ya dije, eran españolas y me ayudaron mucho, como en el colegio de los Jesuitas donde mandé a mi hijo les dieron una muy buena educación.
Me acuerdo que por aquel entonces, año 1962, el rector del Colegio de los Jesuitas de Montevideo, se había opuesto a darme una beca para el estudio de mi hijo a pesar que este había salvado un examen de nivel para el ingreso. Desesperada no sabía a quién apelar hasta que me enteré que el Provincial, por encima del Rector, era un sacerdote catalán llamado Griful. Habiéndole planteado el caso, no dudó en darme una ayuda y unos días después mi hijo entraba al Colegio con todos los derechos. La comprensión de este hombre fue tan grande que siempre lo recordaré con mucho cariño.
Así luchando y luchando pude darles una formación a mis hijos y salir adelante. Fundamentalmente me dediqué a la costura.
Debo agregar que nunca perdí mi devoción a la beata Santa Catalina Tomás, aunque algunas veces le critiqué que me había dejado sola para enfrentar un mundo para el que no estaba preparada. A una imagen de cerámica– que aún tengo– y que la pedí a Valldemossa apenas llegué a Montevideo, le prendí muchas velas en los momentos más críticos. Era el vínculo más directo que tenía con los míos en Mallorca y sobre todo con los sentimientos.
Recuerdo que el edificio en que vivíamos estaba ocupado casi en su totalidad por emigrantes que por diferentes factores habían venido al Uruguay. Pero curiosamente allí, solo yo era española. Y me daba una rabia bárbara cuando en una equivocación muy común me llamaban en el barrio genéricamente "gallega". Yo diría, casi despectivamente. Sobre todo porque yo me sentía mallorquina y sobre todo valldemossina. Más de una vez lo hice saber con carácter fuerte.
Así, en aquel lugar que alquilaba, casi recién estrenado, vivían como expresé europeos de los más diversos orígenes. En el piso donde estaba mi familia había cuatro apartamentos que estaban ocupados de la siguiente manera: en el primero de ellos con el número cinco una familia alemana de apellido Mensing que la señora trabajaba en alta costura, luego en el seis una familia italiana de apellido Martello –Taglioretti de Bolonia. El oficio del señor era de técnico en la industria papelera y la señora masajista. En el apartamento ocho otra familia también italiana de Sicilia de apellido Cardella y, en el siete, nosotros los Estrades–Pons.
Una verdadera comunidad de emigrantes que compartimos muchas veces momentos inolvidables, felices y dramáticos, en la lejanía de los familiares que se encontraban en tierras distantes. Todos tenían hijos, como los míos, que también compartían sus vidas. Era habitual que los niños vivieran unos en casas de otros y comieran diferentes comidas típicas europeas, así como que escucharan diferentes idiomas. La mayoría de los cumpleaños de los niños se festejaban juntos en la casa de una de las italianas llamada Lucy Cardella; también supimos estar juntos muchas Navidades y festejos de Año Nuevo.
Había que agregar en el mismo edificio a dos judías alemanas huidas de la guerra. Destaco de ellas a la familia Vösse que tenían un cine al que nuestros hijos asistían sin pagar.
La cocina mallorquina la conservé bastante tiempo, siempre recordando lo que sabía de Mallorca y sobre todo añorando algunos productos que acá no se utilizaban con frecuencia como el aceite de oliva. Cuando venía algún barco al puerto, español o italiano, junto con algunas vecinas del barrio solíamos ir a comprar a bordo estos productos. Mi especialidad siempre fueron los coquerrois que cocinaba para Pascuas. Cuando mis hijos se casaron progresivamente fui perdiendo la cocina mallorquina. Aunque el primer libro de cocina que tuve fue uno de cocina uruguaya, llamado El Gorro Blanco, que adquirí casi al llegar a esta tierra.
De Mallorca, siempre que se podía por algún viajero, recibía algunos productos que aquí no había y que mi madre me mandaba. Sobre todo sobrasada, turrón y palo. Pero la sobrasada dejó de ser mandada porque al tratarse de un embutido de color rojo intenso por efecto del calor del encierro terminaba manchando todo. Otros productos típicos de la cocina mallorquina eran imposibles de trasladarse como la enseimada y sobre todo la paella que tuvimos que hacerla aquí.
Como contrapartida enviaba un remedio hacia España, unas gotas que no me acuerdo el nombre, que eran contra el asma de mi padre. Algunas veces también mandaba café El Chaná que gustaba mucho.
En cuanto al mallorquín, solo lo hablé y lo hablo con mis paisanos a quienes visito con mucha frecuencia. No puedo pasar ni un día sin saber como andan. Antes de morir José mi esposo, se hablaba en casa siempre, luego de su muerte al quedarme sola y no tener un interlocutor no se habló más, aunque creo que mis hijos lo entienden bastante bien.
Cuando llegué a Montevideo traje conmigo un libro que era una guía gráfica sobre los diferentes pueblos y ciudades de Mallorca. Con mapas y más de 500 fotos y una pequeña historia, de un autor llamado José Costa Ferrer. Esta historia fue vista y repasada una y otra vez por mis hijos que casi se la sabían de memoria. Sobre todo en lo que tiene que ver con Valldemossa sobre el cual tiene un capitulo con pequeñas fotos de La Cartuja, el piano Pleyel y el retrato de Chopin, la celda donde vivió, el jardín de Ses Murteres, varias vistas de Valldemossa, Miramar, residencia del archiduque con el templete y la casa de Son Marroig.
Recuerdo que esa parte del libro comenzaba con una cita de George Sand (creo que de historia de su vida) que decía. "Y la Cartuja es en sí tan hermosa bajo sus festones de hiedra, la florescencia espléndida del valle, el aire purísimo de nuestra montaña, y en el horizonte el mar intensamente azul... Es el más bello lugar que nunca haya vivido y uno de los más hermosos que jamás he visto."
Esto fue lo que siempre les trasmití a mis hijos. Era lo que a pesar de las distancia vivía intensamente todos los días cuando me levantaba en Montevideo. La publicación también traía otros lugares de Mallorca y sobre todo también las casas señoriales de Palma, así como el castillo de la Almudaina y el Palacio Real.
Este libro fue durante muchos años un recuerdo ineludible de mi tierra vista a lo lejos.
En relación con el encuentro con otros baleares, nosotros participábamos a veces del Centro Balear que estaba en el local de la calle Colonia 1326, donde los viejos paisanos dejaban pasar el tiempo jugando a las cartas y nosotros nos entreteníamos viéndolos jugar. También asistimos a algunos espectáculos realizados pero casi enseguida se cerró.
Una lástima, porque mi esposo José había sido uno de los tantos baleares que había participado desde los primeros momentos.
Con mis paisanas mallorquinas y amigas nos veíamos siempre. Yo frecuentaba la casa de Na Perete, Juana Torres, Paula Torres, Antonio Torres, Catalina Colom "Meco" y otros con los que compartía momentos inolvidables y relatos de la isla.
Debo decir que nunca quise nacionalizarme uruguaya, no porque no agradeciera lo que esta tierra me dio y estaba dando a mí y a mi familia sino porque siempre me sentí por sobretodo mallorquina más allá de una distancia que nunca fue olvido.
Recién pude volver, por primera vez, en el año 1975 para vender una casa que era de mi madre y estaba en la calle de la Amargura 11, hoy creo que tiene otro nombre. Veinticinco años después me reencontré con el pueblo, mi familia y mis amigas. Más allá del dolor de tener que vender la casa que me había visto nacer y crecer, me resultó una experiencia única. Disfruté mucho volver a vivir recuerdos, vivencias, el mercadillo de los domingos, ses coques de patata de Ca’n Molines, como la fiesta de la Beata de la cual debo decir que fui una de las primeras Beateta pagesana en el Carro Triunfal en la procesión del 28 de Julio. Pero sobre todo poder abrazar a toda aquella gente que una vez había dejado sin saber si volvería a verlos. Debo decir que esa Mallorca que vi ya no era la misma que había dejado. Pero también, lo que vivía era de tal profundidad que tenía la sensación como si el tiempo no hubiera pasado.
El grabador ha dejado de funcionar.
Solo queda por incluir una cita de José Salaverría en el citado libro "Guía Gráfica de Mallorca" de Ferrer: " Mallorca, isla de la belleza y de la calma, precioso jardín en el medio del Mediterráneo azul. Mallorca tierra feliz, cuyo encanto queda siempre fijo en el alma del viajero..." Diría corrigiendo con atrevimiento: "...fijo en el alma del emigrante..."
La cinta con la voz no corre más. El silencio se cerró definitivamente sobre esta entrevista, es que María Pons falleció hace ya cinco años. Esta fue la entrevista que siempre quiso ser y no pudo. Pero, que en una cinta imaginaria llena de recuerdos fue real por los relatos de sus hijos y amistades.