Juan Castelló Suñer. Un marinero de Formentera. De las aguas del Mediterráneo al Río de la Plata
Formentera es la isla situada más al sur del archipiélago balear. Separada de Ibiza (Eivissa) por apenas 7 kilómetros por el Paso de "Es Freus", es una pequeña extensión de 83 kms cuadrados que cuenta hoy con casi 5.000 habitantes, aunque esa cifra se llega a triplicar en el período estival debido a la abundancia de turistas que acuden a ella para disfrutar de sus paisajes.
Tierra de marineros audaces, sus habitantes también vivieron de la actividad agrícola, fundamentalmente cereales como trigo en un campo pobre y árido con suelo pedregoso y de color blanquecino, la pesca y la explotación de sus salinas. Trabajo zafral para un gran número de trabajadores.
Imposible no tocar someramente su geografía.
Formentera está configurada por dos penínsulas unidas por un brazo de tierra que da lugar a la formación de dos largas playas casi paralelas, la de Migjorn, al sur, arenosa y resguardada y la de Tramuntana, rocosa y abierta. Con dos cabos muy elevados, en una isla muy llana, el de Barbaria al sur, y el de la Mola, al este Al norte de la isla, el Estany de Pudent y el des Peix configuran un paisaje muy atractivo, bello y variado que combina las tonalidades de las salinas y las dunas que recorren la costa.
En un caprichosa geografía, un pasillo une a la isla con Ibiza conformado por las más pequeñas islas de la Pitiusas, como son S’Espalmador (la mayor, con 2 kilómetros de largo por uno de ancho), la illa dels Porcs y muy cerca de ésta, desde el lado este, la Illa de Espardell.
La isla de Formentera fue ocupada por fenicios, griegos, romanos; asaltada y saqueada por vándalos, bizantinos, árabes y normandos. Posteriormente conquistada por los catalanes hasta principios del siglo S XV. Con una historia difícil a causa de las invasiones piratas, estuvo prácticamente deshabitada en los siglos XVI y XVII. Recién en el siglo XVIII vuelve a aparecer la presencia humana más o menos estable y continuada, con la construcción de un recinto que sirvió de núcleo para la posterior urbanización de Sant Francesc, una iglesia con la doble función de templo y fortaleza para contener los embates de los piratas argelinos.
Entre 1890 y 1950 la situación difícil, con un incipiente desarrollo, duras y precarias condiciones, muy padecidos períodos de guerra, carestía y hambre llevaron a que aproximadamente cerca de 200 formenterenses de una población cercana a los 2300 habitantes, en ese tiempo, emigraran a tierras americanas, con mayor precisión al Uruguay. Otros se decidieron por Cuba y muchos por la Argentina.
De los que vinieron al Uruguay algunos regresaron, casi un centenar, pero también muchos se quedaron ejerciendo una tarea muy similar a aquella de su vida en Baleares como lo fue trabajar en el mar. Un mar que todos conocían por su magia, por el contacto permanente y continuo al estar rodeado del mismo, por su historia donde los pueblos invasores llegaban por sorpresa llevados por las corrientes y porque siempre fue un signo vital de su existencia que imponía para el hombre formenterense riesgo y temor pero a su vez una fascinación sin límites en el desafío a lo desconocido.
Uno de estos hombres es Juan Castelló Suñer nacido en Can Joan de s’Hereu, Formentera, en Sant Francesc un frío 17 de enero de 1930 que, llamado por su padre Juan Castelló Escandell, tomo la decisión a los 24 años de su vida de emigrar a tierras lejanas como lo eran las del Uruguay.
Llegado al país en el último período de emigración masiva, Joan Castelló se constituyó en uno de los tantos formenterenses que buscaron una mejor vida fuera su tierra. Jaume Verdera Verdera recoge un testimonio muy elocuente de Walther Spelbrink en relación a ese traumático período de emigración que significó un desgarro profundo en la sociedad isleña de su momento afirmando que "los ibicencos conocían Formentera con el sobrenombre de "s’illa de ses dones" (la isla de las mujeres) ya que la mayoría de los hombres emigraban siendo aún muy jóvenes."
Durante su niñez y primera juventud se dedicó como la mayoría de los jóvenes de su tiempo al trabajo del campo con su abuela que recuerda con especial cariño. Luego ya mayor y poco antes de venir para América navegó un año en un carguero– motovelero pequeño que trasladaba mercadería, leña y madera, entre Ibiza y Cartagena. Es decir que, en primera instancia recorría las doce millas náuticas entre las islas de Formentera e Ibiza para luego navegar en las aguas mediterráneas más abiertas como marinero y cocinero. Por ese entonces no había un sueldo fijo sino que se trabajaba por un porcentaje del flete donde la mitad era para el dueño y la otra se repartía entre la tripulación. Las reminiscencias lo llevan a manifestar que se comía razonablemente bien una vez al día.
Pero un día, el llamado de su progenitor del otro lado del océano se efectivizó...
"Mi padre había venido en el año 1931" –primer tercio de siglo cuando la emigración alcanzó el máximo apogeo– "en ese entonces, yo tenía 24 años y luego de realizar el servicio militar en Cartagena, me embarqué en el barco Bretagne, francés, en un largo viaje con la patente de motorista "mecánico naval" de segunda clase en el bolsillo, dado que en España había dado un examen. Para lograr la de primera clase se debía tener años de navegación. Así fue como llegué a Montevideo."
Los primeros seis años estuvo en tierra firme trabajando como mozo de bar en el puerto en contacto con la vida de marineros y capitanes que descargaban sus vidas a través de las copas servidas. Algunas veces le tocó cobrar los vales de los estibadores que iban a beber luego de su dura tarea de carga y descarga sin tener ningún problema en esa enorme responsabilidad que debía asumir enviado por el dueño del negocio. Poco antes de hacerse a la mar, puso una cantina en el mismo local que la fábrica de medias llamado Slowak, un negocio que tenía cuatro pisos.
"Allí teníamos que servir a todos los empleados pero apenas se lograba sacar un sueldo."
"Pero en el año 1960 se me dio la primera oportunidad de hacerme a la mar en un barco de la Fábrica Nacional de Papel, llamado por la siglas FNP, con 450 toneladas que trasladaba pasta de papel, que venía de Suecia y Finlandia, desde el puerto de Montevideo al de Juan Lacaze, en las costas del Río Uruguay. Allí trabajé como marinero. Luego con el tiempo los camiones sustituyeron ese trayecto y poco a poco se fue perdiendo la mercadería que no iría por agua sino por tierra."
"Así el barco se vendió conmigo dado que yo continué con él. El nuevo dueño nos llamó al jefe de máquinas y a mí, que ya había aprobado un examen como patrón de cabotaje, pudiendo realizar la navegación en el tramo que comprendía los ríos de las costas uruguayas. Lo que no podía era salir mar adentro. Debo reconocer que tuve suerte y al poco tiempo pasé a ser segundo patrón, pero además tuve la ayuda y el consejo de gente muy buena entre los que destaco un práctico del Río de la Plata, gran conocedor del río que me enseñó muchísimo sobre cómo y cuándo cargar según la altura del río y otros secretos del mar y consejos que me sirvieron para avanzar y crecer en mi profesión."
"Allí se terminó el traslado de la pasta de papel sustituida por carga en general. Recuerdo aquí un dato muy curioso. Tan general era la carga que, a veces, llevábamos manteca en el viaje de ida a Buenos Aires, de una empresa llamada Conaprole, en las bodegas en unos panes de 25 kilos que se conservaban muy bien sin refrigeración y a la vuelta traíamos carbón de coque, con lo que Ud. puede imaginarse, lo que costaba limpiar la bodega luego de cada viaje para que no quedara ningún rastro de la mercadería anterior."
"En ese momento la potencia del motor del barco no llegaba a trescientos caballos lo que significaba un viaje entre Montevideo y Buenos Aires de 16 a 25 horas, la maquinaria no tenía los adelantes de ahora."
La mayoría de los formentereses que vinieron al Uruguay fueron marineros pero que terminaron ocupando cargos de responsabilidad, como Juan Castelló, en su profesión como patrones, capitanes, prácticos de puerto o maquinistas navales en una navegación fluvial que llegaron a conocer y dominar como los mejores en sus puestos a lo largo de todos los puertos de un Río Uruguay muy estrecho y un Río de la Plata que a través de Montevideo sacaba sus productos al mundo.
"En todo este período de navegación debo reconocer– agregó Juan Castelló– que compartí mi vida marinera con otros paisanos de Formentera que actuaron en diferentes puestos como marineros, por ejemplo: Vicente Castelló Verdera, Mariano Verdera Verdera, Xumeu Castelló y el segundo motorista Mariano Colomar Serra, el cocinero Jaume Colomar Ferrer, el segundo patrón Jaume Escadell Marí y el contramaestre Joan Castelló Escadell entre otros."
"Los últimos diez años los hice como oficial encargado de navegación en los barcos de Ancap (Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland) los V y VI. Estos barcos que eran de mayor tonelaje que los que capitaneaba anteriormente en FNP eran de 1000 y 2800 toneladas respectivamente pero no eran tan grandes como Ancap III y Ancap IV que tenían 15.000 toneladas y eran los que iban a buscar el petróleo crudo a los países de Arabia o a Venezuela con capitanes militares o con estudios navales. La tarea que realizábamos era trasladar el petróleo ya refinado a Juan Lacaze, Colonia y Paysandú."
"Cuando el anterior capitán, el paisano, Vicente Verdera Suñer se jubiló yo ocupé su plaza que él tenía desde el año 1950 cuando a su vez Manuel Juan Tur, otro capitán formenterense, se jubiló. Es decir, que aquel barco durante más de 40 años solo conoció capitanes cuyo origen fue de las Islas Baleares."
Su humildad no quiere reconocimientos ni alardes de valentía pero en su vida profesional algunos acontecimientos se remarcan por la firmeza de su actuación y su profunda capacidad de decisión que le proporcionaron un destaque como un hombre íntegro que vivió del mar, para el mar y por el mar.
"En una rutinaria tarde de un día de trabajo un grupo de marineros del barco que capitaneaba me informaron que habían divisado dos hombres en el agua."
Así comenzó el relato de Juan Castelló de una patética y novelesca odisea que le tocó vivir, que hubiera podido ser materia para un cuento del escritor Gabriel García Márquez. Dos yachtmen uruguayos, a raíz de un violentísimo temporal un lunes 7 de diciembre de 1975, a ocho millas de San José, cerca de la zona conocida como Barrancas de San Mauricio naufragaron de una pequeña embarcación clase "Grumette"durante la madrugada.
"A las tres de la tarde me despertaron, pues estaba descansando un rato, los gritos de los marineros que habían divisado las señales de los náufragos con un pantalón de color amarillo inflado que lo agitaban desde el agua en sus desesperados intentos de llamar la atención. Inmediatamente, realicé las maniobras para proceder al rescate de los mismos. Tarea que no era fácil por cuanto el mar se encontraba muy agitado lo que obstaculizó en primera instancia la posibilidad de bajar un bote para rescatarlos. Por lo tanto, como la marejada era muy fuerte opté por poner el barco, de FNP de 450 toneladas, cerca de aquellos hombres de tal manera que sirviera de resguardo del viento y que a su vez pudiera crear una calma a su alrededor que permitiera acercarnos. Allí pude divisar que estos deportistas tenían chalecos salvavidas y que estaban atados para no perderse de vista. La maniobra era muy peligrosa pero la única para poder sacarlos del agua. Les tiramos unos cabos que luego de varios intentos lograron asir. De tal manera que una vez en contacto con ellos podíamos arriarlos a cubierta. Ya teníamos desplegada una escalera con escalones fijos de madera para poder subirlos. Lentamente nos fuimos acercando a aquellos hombres. Pero ambos estaban al borde de sus fuerzas por lo tanto por iniciativa propia era muy difícil que pudieran tomarse de la escalera que estaba al alcance de la mano. Allí es cuando, debo decir, que el instinto de ayuda a un ser humano se pone a prueba y no hay razonamiento que valga sino solo el instinto de ayudar al otro. Un marinero de pronto se tiró al agua para ayudar desde abajo del barco. Primero les cortó el cabo que los unía por la cintura y una vez libres comenzó la tarea, muy ardua por cierto, de subirlos. Al primero de ellos con el esfuerzo de tres marineros logramos levantarlo y ponerlo a salvo. Mientras que con el otro la faena fue más complicada. No sabíamos si no podía o no quería subir puesto que al sentirse a salvo agarrado del último escalón de la escalera había quedado totalmente sujeto a la misma y no lo podíamos desprender. Un vez más, una estratagema del marinero que estaba en el agua logró el objetivo de llevarlo a bordo. Se sumergió en las aguas, colocó su cabeza entre las nalgas de aquel hombre y empujó. El efecto sorpresa de aquella iniciativa hizo que se soltara logrando izarlo de un golpe. Sobre cubierta pudimos constatar el horror de las horas vividas por aquellos dos hombres, de nombres Héctor Dupont Abó, propietario del yate llamado Cimarrón que ya no existía y su amigo y pariente Héctor Santomé Dupont, y de su sangre fría y serenidad para mantenerse a la espera de ser rescatados."
El yate de 7.40 metros de eslora (largo) por 1.80 de manga(ancho) había zarpado del puerto del Buceo, en Montevideo, con rumbo a Buenos Aires a las 9.30 del domingo 6 de diciembre. Hasta las tres de la madrugada del día siguiente la travesía se desarrollaba con normalidad con viento norte a una velocidad de cinco nudos marinos pero en ese momento una ráfaga rompió la vela de capa, la más fuerte del barco, y ahí comenzó la odisea en una desigual lucha entre aquellos hombres y la fuerza de la tempestad que crecía en cada minuto que pasaba. Cuando el yate resistía la fuerza del viento pese a no tener en condiciones sus velas, una gigantesca ola negra se les vino encima que hizo girar el barco, lo escoró y con una segunda ola lo mandó al fondo del río. Arrastrados hacia abajo con el barco, uno atado en cubierta y el otro debajo de la misma lograron escapar a la superficie sin saber de la suerte corrida por el otro. En medio del granizo, lluvia, viento a 135 kms la hora y frío, con visibilidad nula y un ruido ensordecedor pues se encontraban en el centro de una tormenta, en el choque del viento norte con un frente frío del sur, recién una hora después se volvieron a encontrar de casualidad en la oscuridad de la noche al haber tenido la precaución de atarse una linterna al cuello.
Al amanecer se ataron por la cintura y se quitaron los pantalones del traje de agua, uno lo inflaron como flotador y el otro, de color amarillo, fue utilizado para hacer señales. Así fueron divisados desde el barco carguero de Juan Catelló.
"Una vez a bordo del buque llamamos a la Prefectura de Trouville informando del salvataje y se envió un mensaje a las familias para tranquilizarlas ya que estaban muy nerviosas por la falta de noticias sobre el paradero de aquellos dos hombres. También realizamos consultas sobre cómo realizar un tratamiento primario en relación a su maltrechos cuerpos con más de 13 horas a la deriva en el mar. Las órdenes médicas fueron que se les diera mucho calor, que durmieran todo lo posible y que comieran poco pues habían ingerido mucho agua. A la mañana siguiente, no se podían ni mover pues estaban totalmente agarrotados con la vista irritada sin poder ver. Pero, lentamente, poco a poco, fueron recuperándose hasta volver a la normalidad."
Así estos dos hombres pudieron salvar sus vidas gracias a la pericia, audacia y decisión de un grupo de hombres conducidos y capitaneados por Juan Castelló. Un hecho que fue recordado con emoción por lo que significa una vida.
Otra anécdota inmediatamente apareció en el recuerdo vinculada a historias cuyo protagonista es el mar.
"Un día salíamos de Buenos Aires para Montevideo cuando me indican que el barco de 450 toneladas que conducía llevaría un remolque detrás –una barca arenera – con material vial muy pesado, de arrastre, en el orden de los 1500 toneladas más las 700 de carga del barco.
Salimos con el práctico del puerto de Buenos Aires a las doce de una noche espléndida lo que hacía suponer un viaje muy placentero. Al llegar al río Santa Lucía, a 18 millas de Montevideo, sobre las 16 horas del día sábado, llamo al dueño del barco para informarle por transmisor que en dos o tres horas estaría entrando en el puerto de Montevideo con la carga prevista y sin contratiempo. En el momento de cortar la transmisión siento en forma inmediata una brisa que roza la oreja derecha.(realiza un ademán acompañando el ruido del viento) que no me gustó nada. Es más, miro el agua y aquella calma total que me había acompañado durante todo el viaje se habían transformado en pequeñas olas de no más de 10 centímetros que comenzaban a golpear el barco, augurando el comienzo de una marejada. La intuición me decía que aquellos hechos no traerían buen fin.
Efectivamente, se levantó un viento del sudeste que pegó al barco de proa de tal manera que no podía avanzar. Durante varias horas de lucha con el mar solo habíamos adelantado 3 millas con lo cual el viaje que estaba previsto terminar en un par de horas se transformó en un día fondeado detrás del cerro de Montevideo sin poder llegar y con el enorme peso que teníamos. Peligrosamente, podíamos perder de nuestro control incluso con riesgo para nuestro barco. Con el nerviosismo, además, de la resistencia de nuestro motor a la tormenta. Felizmente, una vez más, este hecho se constituyó en una historia para contar. Eso sí, solamente perdimos el domingo que era nuestro día de descanso..."
La sobriedad del Sr. Castelló generó varios silencios significativos a lo largo del relato de su vida, algunas omisiones voluntarias, la resistencia al grabador, otros recortes pedidos, algunas palabras borradas, muchos recuerdos que se fueron agolpando en su mente, pero por sobre todas las cosas, nos dejó las profundas vivencias de un hombre de mar.