Bernardo Vadell. La dura vida del emigrante
Bernardo Vadell
La dura vida del emigrante
Mis recuerdos de juventud no son muy buenos porque había que trabajar mucho por una muy mala paga que casi siempre se daba cuando el patrón quería, a veces a los 15 días y otras veces cuando había plata. Y estabas contento, cuando eras menor de edad porque te daban unas pesetas que se sumaban a la manutención, es decir que no tenías que pagar la comida.
En cada "possessió" trabajaban una gran cantidad de payeses. Esto varió con el tiempo; la última vez que fui a Mallorca hace unos años, prácticamente no vi trabajar a nadie. Hoy desde Montevideo no me explico cómo se arreglan. Un tal Honorato, ya fallecido, con una propiedad en Son Clavet, tenía bajo su mandato más de una docena de personas que trabajaban. Ahora con un tractorcito en la misma extensión, la tarea la hacen no más de dos o tres personas.
Se cultivaba oliva, algarrobo, trigo, habas y garbanzos. Una comida llena de calorías que nos daban por aquella época era "fava pelada", un potaje en la que se hervía la haba en una olla de barro, le sacaban la cáscara, hacían como un minestrón con un poco de carne de cerdo, cebolla, tomate y ajo. También se podía agregar sobrasada y butifarrón, así como fideos. Era una comida muy buena a pesar que muchos consideraban que el haba era para los animales; también la comían los cristianos como un muy buen alimento.
Se trabajaba desde que salía el sol hasta que se ponía. Yo tenía la costumbre, cuando ya estaba oscureciendo, de ir al pueblo hacer un mandadito. A veces, para ir, te daban un burro pero otras tenías que ir caminando unos cuantos kilómetros y como había tantos árboles, me acuerdo, que las figuras de sus ramas y hojas con el movimiento del viento y en la penumbra del atardecer hacían ruidos y sombras que me asustaban mucho. Pero el día de luna llena era el que más me atemorizaba. La sombra de los árboles asemejaban figuras humanas que esperaban agazapadas. Era una broma muy corriente en aquel tiempo que los que estaban en las casas de alrededor, salieran con una velita para asustar a los eventuales caminantes.
Un día no aguanté más y me retobé con el padre de Honorato que era de Capdellá de apellido Cañellas. Un chueta que también actuaba como alcalde del pueblo como la mayoría de los amos que terminaban en esos puestos. El asunto era que me mandaban con un carro con burro a buscar unas bolsas con portland porque en Son Clavet estaban construyendo. Resulta que para esta tarea me tenía que levantar a las dos de la madrugada porque cuando salía el sol tenía que estar de vuelta para cargar los fardos de trigo y llevarlos a la era para trillarlos. Estaba tan cansado que cuando volvía para la hacienda era el burro que conducía porque yo venía dormido. Allí mismo les dejé el carro, me fui a casa y le dije a mi madre, no tolero más me voy para América.
Así pues que comencé arreglar los papeles, pero para ir a Cuba. Pero en ese momento, en la familia estaba fresca la tragedia de un tío llamado Sebastián –buen muchacho– que había emigrado a Cuba con 18 años, después de la muerte de su padre en el puerto de Andraitx aplastado por una ligada. Pero Sebastián no tuvo suerte, porque lo agarró el tifus y murió. En aquella época era muy difícil curar esa enfermedad puesto que la medicina no estaba tan avanzada.
Es así que mi madre como mi tía y mi abuela, por parte de mi madre, me pidieron por favor que no fuera a Cuba. Y mis ojos entonces se posaron sobre Uruguay, dado que mi padre y mi hermano ya estaban viviendo aquí hacía un tiempo; incluso mi padre había salido de Mallorca antes que naciera mi hermano menor.
Finalmente me embarqué para Montevideo, vía Barcelona, en un barco llamado Infanta Isabel de Borbón, con la tremenda facilidad de no estar junto con los demás emigrantes que venían para América. El secreto era que el jefe de cocineros era pariente de mi madre por lo que me dejó dormir en una cucheta con el personal del barco en la cocina.
En Barcelona, estuve como tres días esperando el embarque para Uruguay en un Hotel que pagó Miguel Martina, este primo de mi madre que era el jefe de cocina del barco. El recuerdo que tengo es que solía pasear con el hijo del dueño del hotel que tenía mi misma edad y cuerpo, pues me prestaba su ropa sobre todo porque esos días se desató una lluvia tremenda.
En esos 17 días de travesía pelé mucha papa pero, no me puedo quejar porque viví muy bien para un emigrante tan joven como lo era en aquel momento y sin recursos. En el trayecto de Brasil a Montevideo bajé a los camarotes para conocer el lugar donde dormían los emigrantes a "granel", lugar donde debería haber ido yo. Verdaderamente debo confesar que me asusté. Gente mal vestida, en la miseria, hacinada, la mayoría con destino a Buenos Aires porque eran pocos los que desembarcaban en Montevideo.
Antes de llegar a Brasil hicimos una escala en Cádiz y luego sí la travesía del océano. Cuando bajé del barco en la escala de Río de Janeiro unas horas, para estirar las piernas, me llevé al primera gran sorpresa y también, por qué no, un susto tremendo. Me habían informado que en América solo se hablaba castellano y además cual la sorpresa mía cuando aprecié que prácticamente solo había personas cuyo color de piel era negro. Nunca había visto personas negras y para peor hablando un idioma que no entendía nada. Así como bajé volví a subir. En ese momento bajaba a puerto un catalán de apellido Colom de gran físico que me interpeló diciendo: "Bernat que te pasa, ya vienes de vuelta y recién bajaste?" Mi respuesta fue: "Es que tengo miedo son puros negros y hablan un idioma que no entiendo". Me volvió a decir: "Coño, vamos, qué importa que sean negros". A partir de ese momento pasamos la noche en la ciudad pero yo no me apartaba de su lado ni un instante.
Finalmente llegué al puerto de Montevideo el 23 de febrero de 1929 pudiendo ver enseguida dos caras conocidas que me esperaban, mi padre y mi hermano. Mi padre era marino mercante de un barco que tenía 13 o 14 tripulantes, por lo tanto solo lo pude ver unas horas porque en el mismo momento casi de mi desembarco él partió hacía alta mar por un mes. Fue una bienvenida y una despedida en el mismo lugar.
Mi hermano me llevó a la casa donde viviría en la calle Julio Herrera y Obes, entre Cerro Largo y Galicia. Recuerdo la primera noche que pasé en Montevideo estando solo, salí al balcón y en la esquina había un tablado montado. Yo no sabía lo que era el Carnaval. Y veo que unos disfrazados suben a un escenario allí dispuesto y comienzan a cantar una canción, una especie de himno del carnaval uruguayo, "Montevideo, que lindo te veo". No me olvidaré jamás de aquel momento. Cuando llegó mi hermano, me explicó lo que significaba esta fiesta para los montevideanos. Las canciones que cantaban tenían un origen español puesto que eran con un parecido a las sevillanas españolas.
Otro episodio que me acuerdo de esos primeros momentos en Uruguay fue también en la primera noche. En un rincón, de una de las dos habitaciones que tenía la casa, había un colchón atado. Cuando llegó la hora de dormir lo abrí, lo estiré, armé la cama y como estaba muy cansado me acosté, durmiéndome casi enseguida. Al rato sentí que unos bichitos me picaban por todo el cuerpo y tenían un olor horrible. Me levanté de golpe tomé un catre y me fui a dormir al balcón al aire libre. Eran chinches, un insecto que yo no conocía, rojo oscuro que chupa la sangre humana. Al día siguiente, mi hermano me explicó lo que eran y la diferencia con las pulgas que sí conocía bien de Mallorca.
A los dos días de estar en Montevideo pasamos por la panadería Del Centro y entramos. El dueño un señor Pons me habló en mallorquín, lo que me alegró mucho. Al día siguiente estaba trabajando con ellos. La panadería era de tres mallorquines de Valldemossa de apellidos Pons, Lladó y Torres que fueron los primeros que me ofrecieron un trabajo. Me levantaba a las tres de la mañana para limpiar las latas para los factureros y no paraba casi hasta la tardecita. De noche intenté estudiar anotándome en una escuela en la calle Paysandú pero desistí porque era muy difícil estudiar y trabajar al mismo tiempo. Más, si tenemos en cuenta que me levantaba de madrugada.
Pero en ese momento lo importante era trabajar y que te dieran de comer. Al tiempo me apersoné a uno de los dueños que me había dado trabajo y le dije: "Don Jaime (Pons), con lo que me paga (cinco pesos) no podré salir adelante porque en Mallorca me daban más por mi trabajo". Me respondió: "el mes que viene te voy a pagar un poco más".
Y así fue. De cinco pesos pasé a doce, luego a 18 hasta llegar a 60 pesos que era una fortuna, de los mejores jornales.
El primer año de trabajo fue muy duro y si hubiera tenido el dinero para volverme a Mallorca lo hubiera hecho sin pensarlo. Pero los 100 pesos que costaba el pasaje no lo tenía ni lo podía conseguir. En ese momento el peso uruguayo valía más que el dólar.
Escribía a España todos los meses porque a mi madre le tenía que llegar una cartita con noticias nuestras. Al principio fue con mucha frecuencia sobre todo cuando me atacaba la nostalgia, luego más espaciado. El regreso a las islas se produjo recién 42 años después de haber pisado tierra uruguaya.
Debo recocer que en aquellos primeros tiempos pude apreciar una tranquilidad muy grande en el país. Salvo algunas zonas de la ciudad vieja como "El bajo", o el barrio Puerto Rico y uno que se llamaba significativamente "Tajo y Puñalada", el resto era de total confianza. Hasta podría decir que contrastaba con Barcelona, que pude conocer antes de venir, por su movimiento mucho más pausado.
Era como los inicios de un país que los propios argentinos llamaban "del vintén", una moneda de la época, como manera de clasificarlo por el valor de las cosas que valían ese precio. El dinero casi no se movía, siendo los riesgos mucho menores que en la actualidad. El que ganaba 40 o 50 pesos por mes tenía un muy buen sueldo.
Volviendo a la panadería donde trabajaba, mi labor era repartir el pan con un canasto al hombro – aún me acuerdo del "callo" que me salió de llevarlo– por la Ciudad Vieja. Sin embargo tenía el orgullo de repartir, al final del día, más pan que dos jardineras tiradas por caballos que hacían otros repartos.
Así golpe a golpe me fui haciendo.
Al tiempo pasé a trabajar en la panadería de un catalán llamada Los tres mosqueteros", en la calle Agraciada casi Asencio. El cambio suponía una mejora porque no solo te pagaba más sino que sobre la cantidad de pan que se repartía y vendía había una comisión que recibías a fin de año sobre el total de lo vendido. Lo que se recibía de extraordinario valía la pena. Después abrió con el nombre de panadería Al pan, pan, con servicio de camionetas pero al poco tiempo se fundieron por mala administración. Pero nunca, debo reconocer, rebajó la calidad del pan para vender más barato.
Poco tiempo después, me fui con un tal Antonio Vallespir también mallorquín, creo que de Soller, que tenía una panadería llamada Los tres hermanos en Brito del Pino y Viejo Pancho en el barrio de Pocitos. Con este hombre trabajé bastante bien un tiempo pero era de difícil carácter. Así que al tiempo me vino a buscar Jaime Más para trabajar en la panadería Boulevard en la calle Duminioso Terra y me fui con él varios años.
Trabajar en Montevideo no era fácil si no tenías a alguien conocido que te diera una mano. De mi pueblo, Capdellá, no había mucha gente. Incluso mi padre, como expresé anteriormente, trabajaba en un barco llamado Enrique Jorge Vidal de transporte mercante estando muy pocos días en tierra cada año. Luego estuvo de sereno pero no tenía un carácter muy emprendedor ni dinero como para manejar nada. En cuanto a mi hermano Bartolo tampoco tenía mucha ambición. Trabajó en la Aduana para finalmente terminar como buzo en el rescate de los múltiples barcos hundidos en el "Banco Inglés" en el Río de la Plata. A esos buzos los contrataban para sacar lo que podían de los buques encallados. Diría que no le pagaban mal pero al día siguiente del cobro no le quedaba nada porque tenía una especial habilidad para gastar todo en fiestas con sus amigos.
En lo que a mí respeta mi punto de apoyo fueron los mallorquines de Valldemossa que me ayudaron a pesar de los múltiples compromisos que tenían para con los de su pueblo. Entre ellos se ayudaron muchísimo. Pero en definitiva tuve que arreglármelas solo.
En base a un gran sacrifico logré guardar una plata y compré con un gallego como socio, de apellido Vázquez, una panadería llamada "La Vienesa", en Rivera y Pedro Campbell. Esta panadería tenía historia. Ya habían pasado por ella tres o cuatro firmas, todas ellas se habían fundido. Es que tenían el reparto de una zona denominada Parque Rodó donde hay juegos para niños y otros lugares de esparcimiento. Todos los negocios de esa zona hacían el pedido pero, si al día siguiente llovía, no se compraba el pan con la pérdida total de la mercadería. Al comprar, nosotros cambiamos el sistema; contra pedido no hay devolución, "llueve o truene" el pan tenía que salir. Al principio perdí muchos clientes que con el tiempo fui recuperando con las condiciones que habíamos planteado.
Al haber sido empleado sabía de adentro como conducir el negocio. Pero además me fui haciendo en la marcha. Siempre trabajé en la parte de la administración y la venta; en la producción tenía gente especializada que controlaba directamente.
De aquí en adelante ya no podía volver atrás, la etapa de empleado había quedado en el pasado. Pero había que cuidar lo que había conseguido hasta ese momento.
Algunos panaderos que yo conocía trabajaban adentro en la cuadra y en el mostrador dejaban empleados, por ese lado se descuidaba una parte esencial del negocio con el riesgo sobre el éxito del mismo.
Cuando compré la panadería La Vienesa tenía cuatro repartos de caballos, una camioneta Ford también para repartir y nueve caballos que se guardaban en una barraca en la calle Juan Paullier y Palmar. Vea Ud. cómo se manejaban las cosas en ese momento. Un día compro para la alimentación de los animales nueve bolsas de maíz que duraban más o menos unos nueve o diez días a razón de una bolsa por día; cuando a los dos días reviso el stock me encuentro que no quedaba maíz para alimentar a los caballos. El que estaba al cuidado era un tal Lagos, cuñado de Lema, antiguo dueño de la panadería, a quién le pregunto por el maíz. Sus respuestas fueron evasivas y poco concretas lo que confirmaba mi teoría que este señor había sido el factor por el cual el otro dueño se había fundido.
También tenía en el mostrador una empleada que vendía pan que era muy bonita, incluso los hermanos la habían presentado a un concurso de belleza. Un día la vi que se tocaba el borde de los zapatos y entré a sospechar. A partir de ese momento comencé a vigilarla. Detrás del mostrador había unos espejos para dar mejor vista a la mercadería pero a su vez también servía para ver lo que pasaba detrás del mismo. Así fue que agarré a esta muchacha que cada vez que cobraba se guardaba parte de lo cobrado en el zapato y la otra parte la ponía en la caja. La senté sobre el mostrador le exigí que diera vuelta los zapatos y cayeron un montón de monedas rodando por todo el local. Sin decirle nada se retiró y al día siguiente ya no vino más.
Otra anécdota que confirma que al antiguo dueño lo estaban estafando todos los días está relacionada con los repartidores. Cada día, antes de salir, los cuatro repartos se armaban en la panadería con unos canastos que tenían el pan. Estos canastos se pesaban en una balanza que estaba en la punta de la mesa y el mismo repartidor cantaba la cantidad de pan que se llevaba. El dueño anotaba pero sin mirar cuánto pesaba el pan en la balanza.
Cuando me tocó a mí el control me ubiqué al lado de la balanza para saber cuánto marcaba. El primer día nadie dijo nada pero al segundo día nadie quiso cargar para realizar el reparto. Imagínese Ud. las cantidades que cantarían que no querían trabajar con este sistema. Al final transamos que si me dejaban pesar el pan, en lugar de 40 pesos, les pagaría 60 pesos a cada uno. Al principio todos contentos pero luego tampoco les servía porque no eran las ganancias que tenían previstas, dos empleados renunciaron y otros dos se quedaron.
En ese momento comenzó a mejorar el negocio; incluso realicé otras modificaciones como sacar las jardineras con los caballos que gastaban mucho y poner carritos de a pie tirados a mano y, aunque al principio se repartió menos, significó un gran ahorro. Este puedo decir que fue un invento mío porque nadie hacía el recorrido de casas y negocios a pie. Así poco a poco me fui haciendo.
Después de la panadería me metí en la construcción de un hotel de rotatividad, de 24 habitaciones, en el Paso Molino. Primero compramos el terreno y luego levantamos el edificio. Era un buen negocio, en los papeles mucho más que la panadería. Pero en los hechos resultó un fracaso.
El hotel fue terminado pero nos faltaba la habilitación del gobierno que en ese momento tenía un sistema muy complejo; le llamaban "colegiado" que complicó todo y no pudimos obtenerla de inmediato. Al cabo de un año y medio sin tener novedades se habilitó como hotel común alquilando las habitaciones por mes para la gente que trabajaba en el Frigorífico Nacional .Con esa modalidad nos fuimos aguantando pero no daba lo suficiente en relación a la inversión que habíamos realizado incluso para cubrir un préstamo que solicitamos al Banco Hipotecario de 60.000 pesos, una cifra desorbitante para la época. Ese préstamo lo habíamos logrado gracias a la intervención de mi socio Guillermo Gamundi, mallorquín de Soller, por ser amigo de un integrante del directorio del Banco llamado Torres García al que le gustaba mucho las enseímadas mallorquinas y que mi socio hacía con mucho éxito.
Pero el pago de los intereses hacía casi impagable la deuda lo que nos generaba innumerables dolores de cabeza hasta que en forma casi milagrosa apareció un empresario argentino de origen francés, llamado Mauri Dufour, que aceptó nuestra oferta de venta que era baja para poder desprendernos de la propiedad lo antes posible. Esto nos alivió la preocupación que durante más de dos años tuvimos.
Aunque no todo terminó allí pues este hombre me debía pagar cerca de treinta mil pesos dentro de los siguientes dos meses y no aparecía por ningún lado. Hasta que un día se presentó cuando estaba al borde de la desesperación dado que había pedido un préstamo para poner otro negocio en el Banco de San José, en aquella época frente al Municipio. Así nos encontramos en el bar Lusitano donde tomando un café y donde le increpé su desaparición. El resultado fue que me pagó no solo la deuda sino también los intereses del préstamo que había pedido.
Totalmente sorprendido por su proceder logré el objetivo de poner, con ese dinero, otro negocio.
El nuevo negocio que puse fue una fábrica de pastas, aproximadamente en el año 1967.
El origen del por qué una fábrica de pastas fue muy curioso. Surgió prácticamente de la nada, la única afinidad con el negocio anterior –de la panadería– es que ambos tienen harina en sus productos. La idea original era invertir nuevamente en un hotel pero un día de lluvia intensa caminando por el centro de la ciudad nos refugiamos bajo el alero de una fábrica de pastas. Con mi futuro socio discutíamos sobre el destino de nuestros dineros. Primero vino la idea de un café, luego de un hotel y finalmente de una fábrica de pastas. Lugar donde habíamos buscado refugio circunstancial.
Le pusimos el nombre de Marzotto porque un negocio de esta naturaleza no podía tener un nombre que no fuera italiano. Muchos clientes llegaron a pensar que mi nombre era Marzotto y que era de origen italiano, nunca pensaron que era mallorquín.
Con este negocio me fue muy bien, gané más dinero en trece años que lo que trabajé en todos los años anteriores que estuve en Uruguay. Para todos aquellos que son supersticiosos diré que lo abrimos un martes 13 ante la más aguda protesta de mi familia, pero no puedo quejarme dado que me dio suerte.
Cuando llegó la hora de jubilarme, en el año 1979, arrendé el local y vendí la llave a unos asturianos que eran cuatro socios. Hoy solamente quedan dos porque ya no es el mismo rendimiento.
Mis paisanos conocidos, como expresé en algún momento eran todos valldemossines y paraban–junto con otros baleares –en el café Sportman– en la calle 18 de Julio al lado del Club Español. Allí había una sala de billares y en el entrepiso había una peluquería con 5 o 6 peluqueros que trabajaban toda la noche. En un salón estaban los billares y en otro las mesas donde, con un café que salía 5 centésimos, uno se podía pasar horas. De mi pueblo Capdella habíamos pocos, mi padre, mi tío, mi hermano, Catalina Grau y un tal Miguel.
Hace un tiempo volví a Mallorca para visitar mi tierra. Sabía, porque me lo habían comentado, que ya no era la misma que cuando la había dejado; pero en el avión pensaba que no todo podía cambiar por ejemplo las montañas. Cual habrá sido mi sorpresa al ver que sí me habían cambiado las montañas. Una de ellas había desaparecido al sacar la piedra para la construcción. Evidentemente todo se había transformado.
Un profundo silencio había dado por terminada la entrevista. La cinta había corrido lentamente como los recuerdos que Bernardo había deslizado en un orden irregular según se los dictaba su memoria. Su cara iluminada varias veces por los acontecimientos que fueron apareciendo marcaba los momentos felices. Un movimiento incómodo en el sillón determinaba un malestar sobre los sucesos que iban apareciendo. Su sordera no impidió el diálogo y las dos largas horas de charla fueron rápidamente absorbidas por el reloj.
El click del grabador llegando al final de la cinta nos hizo recuperar la realidad y el momento actual. El rojizo atardecer de primavera se recortaba en la ventana de un sexto piso como invitando a dejar esta entrevista en el tiempo.
Bernardo se quedó con su señora y sus hijas y nosotros nos llevamos un preciado tesoro del pasado, sus recuerdos.