Adelina Mayans y Antonio Ferrer. Un matrimonio típicamente balear entre una formenterense y un mallorquín
El otoño ya había despojado de las primeras hojas a los árboles pero aún un cálido aliento soplaba en la ciudad. El sol abrigaba las esperanzas de los uruguayos que transitaban las calles montevideanas de un sábado no muy diferente a los demás del mes de mayo.
La imponente mole de viviendas del Complejo Habitacional Euskalerría se destacaba desde lejos. Allí, en el block 70 del edificio 19, me esperaba la familia Ferrer –Mayans para conversar sobre historias de emociones y afectos, de dolores y alegrías, de ilusiones y proyectos.
El apartamento muy confortable tenía un comedor lleno de recuerdos baleares; en una repisa sobre la ventana un siurell domina la escena por encima de otras artesanías. Sobre el bargueño una antigüedad comprada en Palma, dos payeses muestran las costumbres mallorquinas cortando pan para hacer sopas en un olla a sus pies. Sobre la pared un mapa de Mallorca realizado a mano en tiempos remotos que motivó el comienzo del relato por Adelina, mientras Antonio preparaba un desayuno que compartimos gustosamente.
Sin embargo, desde la cocina, Antonio aventura un juicio: " trabajé mucho pero nunca me adapté a este país, siempre extrañé mi tierra. Es más, cuando volví después de muchos años, al ver la montaña, lloré".
Nosotros vinimos con mi madre, un sobrino y Antonio –[ comienza a decir Adelina]– pero en Montevideo ya estaban cinco hermanos de mi madre, Mariano, Carlos, Ramón, Luis y Bartolo que se habían venido antes de la guerra. Mi abuela falleció cuando mi madre tenía tres años y el hermano más chico tenía 15 días, luego del parto, porque se agarró tifus. Así mi abuelo se volvió a casar y tuvo 8 hijos. Por eso, Mariano y Carlos eran de apellido Riera Tur como mi madre, los otros tres eran Riera Ferrer.
Lo cierto es que me vine casi recién casada con 24 años en el año 1953, o sea que en este año cumpliré cincuenta años en este país. Debo decir que en España pasé muchas miserias y, no lo quiero, pero me va hacer llorar....
La respiración se hace profunda, un sollozo salta en la conversación, por debajo de los anteojos una lágrima cae en la servilleta, otra la ataja en la mano que aprieta el lagrimal y trata de aguantar tanta emoción contenida. Las palabras salen entrecortadas.
Me crié sin mi padre. Éste vino al Uruguay cuando yo era muy pequeña, tenía apenas un año y medio en el año 1923 o 1924. Era la época en que se venía toda la gente del lugar, junto a mis tíos, aún solteros, porque no había mucho futuro en las salineras de Formentera. Durante varios años cruzó el océano con algo de dinero, trabajaba la tierra e hizo la casa. Una vez, cuando sus viajes se espaciaron nos mandó una carta pidiendo que fuéramos a Montevideo pero mi hermano que no quería viajar en ese momento, explotó la ignorancia de mi madre diciéndole que nos íbamos a marear y que luego nos tirarían al agua. Convencida, mi madre le pidió a una amiga que le escribiera a mi padre diciéndole que no viajaría.
Así fracasó aquel primer viaje. Lo paradójico es que, tiempo después, con 15 años mi hermano se vino a América. Aún tengo aquella imagen dando vuelta la pared de mi casa y no verlo más. Yo era muy chica, tendría unos cinco años. Atraído por mi padre y los tíos, hermanos de mi mamá, inició un camino que luego de muchas vueltas nosotros también seguiríamos.
Pero, cuando explotó la guerra civil, todo se terminó. Se cortó la comunicación, las cartas, el dinero que no llegó más, quedando librados a nuestra suerte mi madre, mi hermano, mi hermana que ahora está en Madrid y yo. Durante los bombardeos, sentíamos que las bombas caían sobre Ibiza pero el temor que se desviaran hacía nuestra casa en Formentera, hacía que todas las mañanas nos fuéramos con una cestita, con lo que había, a un monte de pinos cercano. Hasta que un día no pudimos seguir viviendo en casa. Mi madre no podía trabajar sola la tierra más allá que teníamos una cabra, una oveja, un burro con el que íbamos a visitar al abuelo que se encontraba en la otra punta de la isla, en La Mola. También teníamos árboles de todo tipo como higueras, almendros, olivos para el autoabastecimiento. Lo peor fue que la isla quedo olvidada y aislada. Teníamos que abastecernos cruzando en una barquita con motor cuando las corrientes lo permitían. Pero llegó el momento en que no se podía más. Y yo también lo viví, la gente hacía lo que podía con su campito. A mi me costó muchas lágrimas. De noche ponía la cabeza arriba de una almohada entre las piernas [realiza el gesto nuevamente] y lloraba hasta que me dormía. Fue muy triste.
Y mi madre nos dijo: " bueno m’hijita ¡basta!, nos vamos a Ibiza...". Dejando de lado su orgullo, que lo tenía y mucho, como yo, porque nunca le gustó pedir limosna, nos fuimos a la casa de un tío que era médico en Ibiza,.donde estuvimos dos o tres años. A mí me puso de pastora a cuidar ovejas mientras que mi madre ayudaba en las tareas domésticas en su casa. Cuando cumplí once años, otra vez oí decir a mi madre: " ya me cansé de esta vida nos vamos para Mallorca"
Y nos fuimos para Mallorca, instalándonos en una casa cerca de la plaza "de las columnas".Así cambié el pastoreo de las ovejas por el cuidado de niños. Pero era un trabajo que obligó a mi mamá a cambiar continuamente cuando veía el abuso de los patrones en cuanto a las horas de trabajo. Pero un día, una compañera de trabajo le dijo a mi madre: "por qué no le enseñas a tu hija a hacer medias que yo te presto una máquina para hacerlas." Estas medias y zoquetes de hilo eran para las monjas de los conventos. Y así fue que entró aquella máquina a mi casa, con la condición que esta amiga había planteado: "si me la puedes pagar lo haces, sino, no importa, ya veremos." A partir de ese momento ya no salí de mi casa. Un señor me traía unos carretes de hilo y algodón con los que fabricaba aquellas medias e incluso algún saquito y buzo que vendía en la tienda debajo de donde vivíamos. En realidad, por aquel trabajo me pagaban "cuatro perras", pero con 12 o 13 años como tenía por aquellos días era una ayuda muy importante y me mantenía activa. Relacionado con lo mismo una amiga de Felanitx, poco tiempo después, me llevó a su taller de buzos de lana donde aprendí a tejer. Allí estuve trabajando como cuatro años. En relación a la actividad de mi madre, cocinaba siempre buscando una mejor oportunidad hasta que consiguió entrar en el Hospital Provincial de Palma. Aunque esto no le sirvió demasiado cuando fue a jubilarse dado que no encontraron aportes sociales. Uno se pregunta en estos casos cómo un organismo oficial no pudo pagar una "perra gorda" por los empleados. Finalmente, pudo cobrar una pensión alimenticia que no llegó a la segunda partida porque falleció antes.
Con 17 años cumplidos fue cuando conocí a Antonio que venía de hacer el servicio militar. El tenía 21. ¿qué dónde lo conocí?
Se siente la voz de Antonio que quiere intervenir ya hace un buen rato...
A éste lo conocí –[ lo señala con cariño]– en el baile de la calle de la Protectora N °3, en la entradita de Santa Cruz y la Riera.
Ya veremos esta historia más adelante –[responde Antonio]– pero ahora déjame que diga lo que viví.
Mi padre era republicano y al comienzo de la guerra trabajaba en una gran fábrica de vidrio de un señor llamado Ernesto Llofriu. Escuche bien, ninguno de sus empleados que éramos como cinco mil fuimos al frente ni estuvimos presos durante la guerra civil. Tenía una fábrica en Mallorca y otra en Barcelona y barcos que venían a Palma cargados de arena y se iban con botellas. En la guerra, a esta fábrica la obligaron a realizar un reciclaje para Franco haciendo municiones, aprovechando que tenía un taller con 8 o 9 tornos y una fundición para hacer los moldes, pues obligaban a todos los talleres que tenían herrería a trabajar para la Falange. Allí se hicieron piezas para ametralladora. En realidad era un cupo para el ejército que estaban obligados a cumplir más allá de las tareas propias, en este caso, el trabajo en vidrio.
Resulta que el primer día que estalló la guerra alguien fue a decirle a la gente de la Falange que mi padre era rojo. Casi de inmediato, los falangistas cayeron en mi casa. Pero mi padre estaba preparado porque un compañero, que luego fusilaron a media cuadra de casa, se lo había advertido "ojo que tú estás en la lista como yo". En la cocina de mi casa había un aljibe de donde sacábamos el agua. Para que tuviera mayor capacidad y fuerza el agua, mi padre había hecho un túnel paralelo de unos tres metros de profundidad por un metro de altura que cuando subía el agua se llenaba. Allí se había preparado mi padre dentro del aljibe, unas frazadas en el hueco por si fuera necesario utilizarlo, para meterse adentro. Y así fue. A los pocos días fueron a buscarlo y él se escondió. Al principio hacían guardia afuera pero al poco tiempo entraron y se acomodaron en el living de mi casa que por suerte era grande y la cocina estaba en el fondo, con mi padre en el aljibe. Mi madre le alcanzaba en el balde la comida y subía las necesidades que éste hacía. Un día el corazón de todos nosotros se detuvo por un instante. A uno de la Falange se le ocurrió ir a la cocina donde mi madre estaba cocinando con la intención de pedir un vaso de agua. Pero tuvo la idea de servírselo él mismo del pozo. Un silencio sepulcral se hizo durante todo el tiempo que duró la operación. Incluso con mi padre que no sabía bien qué estaba sucediendo arriba. Por un instante este hombre estuvo a punto de descubrir nuestro más preciado secreto guardado durante meses.
Efectivamente a los tres meses viene un obrero de la fábrica, de la cual mi padre era capataz, mandado por el patrón, Don Ernesto, para averiguar qué se sabía de mi padre que no había ido más a la fábrica. Y mi madre que tenía mucha confianza en quién había ido a preguntar le contó sin ahorrar palabras todo lo que estaba pasando y como era la situación en ese momento. No habían pasado tres o cuatro minutos cuando llegó a casa con su pierna ortopédica a cuestas y su bastón el Sr. Llofriu y a bastonazos enfrentó y sacó a los hombres de la Falange, que tenían fusiles, de mi casa. De inmediato, fue hasta el aljibe y le gritó a mi padre que saliera. Mi padre cuando salió de aquel pozo no se aguantaba en pie, estaba blanco como un papel y de una debilidad y flacura impresionantes. En forma tajante le dijo: "¡Vente conmigo!" Mi madre siempre nos decía que pensó, ahora sí lo liquidan y no lo veo más. Pasaron ocho días durante los cuales el chofer de Don Antonio nos informaba del estado de mi padre y venía a buscar calcetines, pantalones y camisas. A la pregunta ¿dónde está?, venía la respuesta, siempre igual, "no se preocupe, está bien"
Al cabo de ese tiempo le dieron un salvoconducto y comenzó a trabajar en la fábrica nuevamente. Mientras tanto, yo tenía trece años y si bien antes de la guerra había empezado a ir a la escuela de curas y luego de la misma por espacio de varios meses, el dinero no alcanzaba y me decidí a trabajar.
Un día fui hablar con un capataz de la fábrica de otra sección a la que trabajaba mi padre. La pregunta inmediata no se hizo esperar "¿y tu padre?". "Es que no sabe nada pero yo quiero trabajar.." le contesté. A lo que respondió nuevamente "yo hablaré con él y si no hay problemas a la dos de la tarde vienes a repartir agua."
Cuando fui a contarle a mi padre éste ya sabía: "¿qué fuiste a hacer a la fábrica?" "Fui a pedir trabajo, papá", le contesté. "No, tú tienes que estudiar", cariñosamente me recordó. Pero, como insistía sobre el tema argumentando que estaba en edad de trabajar, mi padre cedió y a la hora pactada con el capataz comencé a trabajar en la fábrica hasta que me vine a Montevideo. De esta tarea me jubilé con un extra porque consideraban que era insalubre por el vidrio.
Durante la guerra, con un compañero cuyo padre era peluquero y estuvo preso por rojo como tres años, íbamos en bicicleta hasta La Puebla o Muro a buscar papas, alubias, mongeta, garbanzos, lentejas o pan. Muchos de estos productos lo vendíamos de trapella y con esto vivimos, por suerte, sin pasar hambre.
La taza de café con leche se iba consumiendo lentamente junto al relato de Antonio que entraba en una etapa fundamental de su vida, el servicio militar.
Cumplí el servicio militar durante dos años justos en la Marina. Con cierta nostalgia debo decir que soy uno de los dos sobrevivientes del submarino de la Armada Española C2 que se hundió en la bahía de Soller. Aunque, soy sobreviviente porque no estaba a bordo, en ese momento. Cuando llegué al submarino estaba partiendo para realizar unas maniobras; fue así que el oficial de puente al verme correr por el muelle y luego por la parte de atrás del submarino agarrado de las cuerdas me gritó que me quedara en tierra que en media hora volverían a puerto. Así salvé mi vida. El otro que se salvó fue el encargado de comprar la fruta y la verdura que también corrió cuando vio que el submarino se movilizaba pero con el carrito no lo alcanzó. No se encontró ni rastro, solamente el puente que se lo vio flotando y la popa del submarino fuera de la bahía. Entre los hombres de aquel submarino había muchos murcianos, gallegos y vascos pero mallorquín sólo yo. Se decía que el accidente había sido por un error de cálculo, nunca se supo bien.
Lo peor fue que el Ministerio mandó a mi casa una nota informando del hecho y que no se habían encontrado sobrevivientes dando por desaparecidos todos los tripulantes. Mi padre, en la mayor desesperación, enseguida tomó el tren para Soller desde Palma para confirmar en el sitio la tragedia que negaba aceptar. Iba a buscar a un hijo muerto. A su vez en la estación de Soller yo estaba esperando el tren para ir a Palma, dado que el Comando me había dado el asueto para encontrarme con mi familia. Cabizbajo mi padre bajó del tren y se encaminó al andén para tomar un trencito abierto que iba al puerto sin mirar para los costados. Al pasar al lado mío le pregunté "¿A dónde vas?". Por respuesta solo recibí un gesto despectivo con los hombros. Pero al metro o metro y medio de haber caminado de golpe se dio vuelta, levantó la cabeza y al verme no se cayó al suelo porque lo sostuve con todas mis fuerzas. El apretón era la sorpresa, la alegría, la emoción de un encuentro inesperado y por sobre todo encontrar nuevamente a un hijo dado por muerto.
Así juntos volvimos a Palma donde tuve oportunidad de contarle las coincidencias y situaciones fortuitas que determinaron mi salvación. Pero aún quedaba mi familia que había llorado sobre la noticia casi un día antes. Tanto mi madre como mi tía –abuela esperaban la confirmación de una noticia infausta. Mi padre entró primero para advertirles sobre la realidad y con este detalle nuevamente volvimos a estar juntos.
A los dos días me presenté a la Comandancia en Palma para un nuevo destino que fue el destructor Almirante Miranda donde pasé 18 meses de los mejores de mi vida. Mi función en el barco era la misma que tenía en el submarino, era el cartero, por lo tanto nunca hice una guardia. En realidad, por un castigo, realicé una guardia de dos horas por llegar tarde a bordo.
Me permitió viajar por toda España; también estuve en lugares tan distantes como Guinea Ecuatorial, Buenos Aires o Río de Janeiro. Por mi función era el primero que bajaba a llevar la solicitud de autorización para desembarcar y el último que subía a bordo con el permiso de salida de la Comandancia. Luego traía correspondencia, telegramas y diarios para la oficialidad. Una vez realizadas estas tareas quedaba libre para disfrutar como lo hice de los lugares donde fui. Lo único que era durante la Segunda Guerra mundial, entre 1943 y 1945, lo que supuso varias veces riesgos en los mares y océanos. Pero por suerte nunca pasó nada grave. Solo una vez tuvimos que ir al norte de Italia con un convoy de seis mercantes y dos destructores El Uchoa y El Miranda para llevar a las fuerzas italianas municiones, morteros, minas submarinas y proyectiles de cañón. El viaje era por 24 horas, llevar, descargar y volver. Pero cuando nos disponíamos a regresar, Inglaterra bloqueó el camino y quedamos estancados en el puerto. No nos atacaron porque España era neutral pero no podíamos salir. Cuando las raciones de alimento se terminaron, también con ellas la paciencia del Almirante que dio la orden de levantar anclas salir de noche en silencio y sin humo. Para sorpresa nuestra no nos esperaba nadie, el bloqueo se había levantado. Se levantó la bandera española y nos encaminamos al destino fijado que era el puerto de Pollensa.
Antonio hace una pausa toma un sorbo de café con leche, su mirada se pierde en el cuadro que tiene el mapa de Mallorca.
El que sí era un mallorquín de primera era el comandante del barco José Robert un hombre derecho por donde se lo mirara. Una vez el patrón de un barquito de pesca, Juan Marí, de Ibiza, que abastecía de pescado a la tripulación, eligió dos langostas grandes y se las llevó al apartamento que había alquilado con su familia en Alcudia. Ese gesto que pretendía ser un presente al comandante fue interpretado como un favoritismo que no fue aceptado en absoluto. Porque, según su interpretación, con ese criterio el segundo se llevaría tres, el tercero cuatro, los oficiales otro tanto y la tripulación no vería ninguna con los perjuicios para todos ellos.
El comandante tenía conmigo una forma especial de relación cuando estábamos solos. Me hablaba en mallorquín, cuando había gente me hablaba en castellano. Una vez, en vísperas del domingo de Ramos nos dieron asueto y bajamos de Pollensa a Palma.
Con una amiga nos fuimos al parque de diversiones –no fue conmigo– [aclara Adelina], con tan mala fortuna que en el mismo lugar y tiempo se encontraba el comandante quién me individualizó sin uniforme ya que me lo había sacado para tal ocasión. Aunque confieso que no lo vi.
El lunes me tomé el ómnibus de las 5.30 que iba a Pollensa; al llegar subí a bordo y me reporté como siempre de inmediato en la comandancia del barco. Cuando golpeé la puerta y solicité verlo me respondió en castellano: "¡sí, pase!". El código de costumbre indicaba que estaba con gente pero no fue así, estaba solo. Le pregunté en mallorquín que necesitaba de Palma. Con un seco, "habla en castellano", me hizo repetir la pregunta. Sin mediar explicaciones extras me indicó lo que necesitaba. Preocupado por tal trato marché a realizar mis obligaciones en Palma indicando como siempre lo hacía que regresaría a dormir por la noche. Cuando vuelvo con las cartas, comunicados y todos los papeles oficiales me reporto en el despacho como se me había indicado. Un vez más el trato era en castellano. Me retiré a comer pensando que saldría en el ómnibus de las 14 horas. Al terminar volví a la oficina del comandante que me recibió con un cortante: "¿Qué pasa?" Allí me di cuenta que algo grave iba a pasar. "Es que me voy a Palma con su autorización...", la respuesta cayó como un ave de rapiña sobre su presa: "¿quién le digo que iría a Palma? Ud. sabe una cosa Sr. Ferrer que el comandante es tal a bordo, en tierra, en la ciudad y feria de diversiones. Pero conozco un marinero que en la ciudad no conoce al comandante y para que lo recuerde se quedará ocho días sin salir más que para las cosas oficiales. Se puede retirar."
Estuve ocho días cumpliendo mis obligaciones de Alcudia a Pollensa y Palma sin poder ir a casa. El sábado siguiente a las cinco de la tarde me mandó llamar por el cabo de guardia. Como siempre solicité permiso para entrar, detrás de la puerta sentí un " pasa, pasa" en mallorquín que me indicaba que todo había vuelto a la normalidad y agregó " a les sis agafa l’autobus del vespre i torna ell dilluns".
Adelina se impacienta, ella quiere también intervenir. Advertido, Antonio cambia el rumbo de la conversación integrando a su esposa a la misma.
Adelina vivía pegada al cine de la Protectora, yo vivía un poco más lejos en Son Españolet pero iba a bailar a menudo por allí con un amigo que había hecho el servicio militar en el crucero "Cervera" en la escuadrilla de El Ferrol. Al principio, no bailé con ella porque no sabía bailar. Llevarla era un poco fatigoso dado que yo bailaba bien porque mi hermana tenía una academia de baile de rumba, vals, tango y boleros y practicábamos los fines de semana.
Adelina toma decididamente la palabra.
Este señor, al principio no me gustaba mucho, en ese momento yo era muy joven con 17 años y tenía muchos pretendientes. Pero el destino quiso que, a pesar que él sabía bailar muy bien y yo nada, en poco tiempo solo quería bailar conmigo. No me dejaba sola ni un momento. Recuerdo con mucho cariño el baile del 31 de diciembre de 1945 que Antonio consiguió dos entradas para el baile y además festejamos juntos con champagne y las doce uvas. Poco a poco fuimos formalizando una relación, íbamos al cine Rialto, paseábamos y mi madre lo hacía subir porque no le gustaba que habláramos en el zaguán. A los seis meses nos pusimos de novios casándonos en 1949.
Al poco tiempo decidimos venir al Uruguay. Mi hermano le había escrito a mi madre varias veces que teníamos que venir al Uruguay.
Por ese entonces–[ acota Antonio]– había rumores, hablamos de los años 1950–51 que España entraría en una confrontación con Inglaterra por el Peñón de Gibraltar. En ese momento yo estaba en la reserva del ejército y tenía que pedir autorización para salir de España. Así que fui a hablar con el comandante Robert que ese momento era Admirante, quién me tenía que firmar el permiso. En realidad ese permiso era por tres meses pero me dijo: " yo te hago este permiso después que cruzas el estrecho (de Gibraltar) lo tiras por la borda y te olvidas de volver". No lo tiré pero nunca volví para instalarme de nuevo en Mallorca.
Lo cierto es que nos fuimos de Mallorca– [expresa Adelina]– detrás de mi padre y hermano que en la actualidad están enterrados en la ciudad de Florida y en Punta del Este respectivamente. A mi padre en Uruguay solo lo vi una vez, es curioso pero cuando llegamos a Montevideo en el barco Provence remolcados con un barco cuyo práctico era el hermano mayor de mi madre Mariano, dicen que mi padre estaba entre la gente que esperaba en el puerto pero no se dio a conocer ni nos recibió. Creo que formó otra familia y no se animó a enfrentar la realidad. En medio de la añoranza en una tierra que no es la suya a uno le lleva a pensar y perdonar lo posibles errores cometidos. Aunque hay cosas que son difíciles de olvidar y situaciones que no cierran en la perspectiva del pasado. Mi padre fue un hombre que hasta la guerra civil había ido a España, nos mandaba dinero, plantado árboles, hasta había construido nuestra casa en Formentera en sus cortos viajes. Luego desapareció.
El primer alojamiento fue en la casa de mi hermano pero al poco tiempo nos mudamos con Antonio a la Ciudad Vieja, en la calle Treinta y Tres y Piedras, dejando a mi madre y mi sobrino. Más tarde alquilamos un piso en la calle Espinillo entre Bulevar y Millán y nos volvimos a reunir todos. Hoy mi sobrino formó una familia y se encuentra en Canadá.
Al mes conseguí trabajo de zurcidora y Antonio entró en una empresa de fabricación de textiles y medias como electricista en la que trabajó por 18 años hasta que cerró.
Hace un buen rato que Antonio escucha cómo Adelina ha revivido su pasado. Al tocar el tema sobre su primer trabajo la interrumpe para continuar la historia.
A los tres días de barrer, porque aquello de entrar como electricista era una ilusión en ese momento, el jefe de personal me ubicó en el taller de mantenimiento de todas las cañerías de la empresa que eran muchas, para ayudar a Francisco el encargado. En ese momento había llegado una máquina de Alemania para planchar la ropa. Todo eran cañerías de una pulgada o pulgada y media. Me acuerdo haber hecho roscas por espacio de tres meses. Al tiempo, me llamó el jefe de personal para nombrarme oficial del taller por encima de aquel que había sido mi jefe. La primera reacción fue de sorpresa, agradecimiento y responsabilidad frente al nuevo cargo. Francisco era muy buen oficial pero muy desprolijo con sus trabajos, tanto le daba que el caño tuviera 1,20 como1,25, al final lo ajustaba con alambres y otros implementos. Por ello la primera tarea que se me encomendó fue poner en orden nivelando y engrampando todos los caños. Mi estrategia para no crear enemistades fue consultarlo y luego de terminar el trabajo a realizar.
A los dos años, el calderista se jubiló. Martínez, el jefe de personal me propone ocupar el cargo pero antes tenía que hacer un curso de foguista para pasar a las calderas de fulloil que hacían caminar a las máquinas. Luego de estudiar, fui al Ministerio de Industria y Energía a dar el examen teórico. Uno de los que examinaban era un vasco medio sordo que todo el tiempo me pedía que repitiera las respuestas con un lejano: "¿cómo dijo?". Hasta que descubrí su defecto fue un sufrimiento pensando que me quería hacer perder. El examen práctico también tuvo sus problemas dado que también tuve que hacerlo en una dependencia del Estado, en Ancap. Allí hacía unos días se había dado una huelga y el que me tenía que indicar la caldera donde tenía que experimentar pensaba que lo iban a echar y que yo era su sustituto. Hasta que frente a su indiferencia y obstrucción le expliqué el motivo por el cual me encontraba en ese lugar. Al sentirse nuevamente seguro en su cargo me ayudó con el quemador, el depósito de combustible, la válvula de escape y todo lo relacionado con el examen que salvé con soltura. Hasta me invitó con whisky hecho en esa empresa, que tenía guardado en la ropería.
Al cerrar esa empresa llamada Slowak, entré a trabajar en una pequeña fábrica de suelas y tacos de goma para zapatos en el barrio Capurro. Ya había estado vinculado a los dueños Obrador y Mascaró, que eran mallorquines, venidos en el año 1953 y que me habían ofrecido entrar como socio pero nunca me arriesgué a tal empresa. Cuando me quedé sin trabajo, entré como empleado pero para hacer los moldes y en mantenimiento de electricidad. Con el tiempo, se fueron yendo nuevamente a Mallorca hasta que finalmente la empresa se vendió a unos gallegos. Fue el principio del fin, dado que si bien tomaron a todos los empleados, al final, a los 15 días, nos fueron despidiendo uno a uno, no reconociendo la antigüedad, dado que el argumento fue que la empresa era nueva. Yo fui el último en salir.
Adelina se seca otra lágrima que se le escapa por debajo de los lentes. La vida de emigrantes no nos fue fácil, acota.
A Palma siempre pensamos volver pero nunca se dio la oportunidad. Salvo en el año 1974, que me ofrecieron un trabajo en un hotel del Arenal como capataz –gobernante pero la vida dijo no. Mi suegra, que no tenía buenos recuerdos de Baleares, y mi hija mayor no querían irse. No podíamos dejar parte de la familia en Montevideo, fracturándola y, una vez más, tomamos la decisión de seguir aquí. Mallorca nunca se borró de nuestros pensamientos ni en los buenos ni en los malos momentos.
Por supuesto que volvimos a visitar a nuestra familia en Mallorca. Recuerdo que la primera vez que volví después de 20 años de ausencia al ver la montaña me puse a llorar y no paré hasta que el avión pisó la pista. Por supuesto que me perdí por las calles donde había nacido y crecido. Lleno de construcciones nuevas, edificios.....
....a mí me pasó lo mismo pero después de 40 años sin volver [– acota Adelina–] a tal punto que lo único que decía cuando unos amigos nos llevaron a recorrer, era: "¡cuánto hormigón! ¡cuánto hormigón!" Todo me daba vueltas, estaba impresionada, desde el aeropuerto hasta el último rincón de Mallorca que nos hicieron conocer estos amigos. Pues al salir de la isla casi no la conocía, solo Palma y los alrededores. Algo curioso me pasó además. Me llevaron al barrio donde había una panadería, Forn Fondo, a comprar enseimadas. Mi amigo entró con el auto por la calle Rialto, parando en la placita que antes tenía una canilla de agua. En ese lugar me dijo: "¿no sabes donde estamos?" "No", respondí. "No te acuerdas". "A la beneite, ¿no ves que es el Forn Fondo?" Me golpeé la cabeza en señal de reconocimiento de aquel lugar que ahora lo notaba un tanto abandonado.
Entre Antonio y Adelina se establece una conversación que tiene tintes de preguntas, recuerdos, apreciaciones, reminiscencias, confirmaciones, aseveraciones, certezas y dudas. En ese momento estaban en alguna esquina de Palma de los años ‘40 tratando de ubicar un lugar en el recuerdo, allí dónde pasaban las carretas o dónde estaba la hermana de Antonio con su academia de baile, o Sa Loquería o dónde era el hipódromo y la punta dónde estaba la guardia civil, quizás un poco más abajo, dónde se hacían las carreras de perros... la calle de la Protectora....Son Españolet....las islas, su vida, su historia.