Los peligros de los transgénicos para la salud y el medio ambiente

JORGE RIECHMANN.
FUNDACIÓN 1º DE MAYO. MADRID
SOBRE LA INGENIERÍA GENÉTICA, LA PRECAUCIÓN Y EL TIEMPO

Jorge Riechmann

¿Son los seres vivos equiparables a artefactos mecánicos que sea lícito manipular sin límite? ¿Deben un puñado de transnacionales químicas, reconvertidas a empresas de "ciencias de la vida", controlar en su propio beneficio la satisfacción de necesidades humanas tan básicas como la salud y la alimentación? ¿Es el hambre en el mundo un problema técnico al que quepa hacer frente mediante cosechas transgénicas más productivas? ¿Resulta lícito conceder derechos exclusivos de propiedad industrial –patentes—sobre la vida, los seres vivos y los procesos vitales? Son estas cuestiones de fondo las que nos asaltan cuando reflexionamos sobre las nuevas biotecnologías, y en especial la ingeniería genética.

En Montreal acaba de aprobarse un Protocolo de Bioseguridad sobre el comercio con transgénicos que, aunque en aspectos importantes deja que desear, supone un importante paso adelante para quienes deseamos subordinar los intercambios económicos a una racionalidad ecológico-social más amplia. Se ha reconocido, en principio, la primacía del principio de precaución en situaciones de riesgo ambiental e incertidumbre. Pero la precaución tiene que ver con el tiempo: tiempo para pensar en lo que hacemos y evaluar las posibles consecuencias de nuestros actos. Tiempo para debatir a partir de información contrastada y de conocimientos sólidos. Tiempo para evaluar los riesgos. Un ritmo más pausado. Un grupo de científicos, en una carta publicada en la revista Nature, señalaban que "la claridad en las ideas es más importante que la eficacia, y la dirección de la investigación más importante que la velocidad que se le imprime." (J. Arsac y otros: "Towards a better control over science", Nature, vol. 333, p. 390). Por desgracia, parece que tales ideas son muy minoritarias, en un contexto hipercompetitivo en el que --cada vez más-- la ciencia y la tecnología se ponen al servicio de los imperativos de valorización del capital.

La rapidísima introducción de grandes avances tecnocientíficos a lo largo del siglo XX muestra pautas preocupantes. En efecto: cuando las nuevas herramientas tecnológicas parecen prometer recompensas sociales y --sobre todo-- beneficios privados instantáneos, se pasa de inmediato a la fase de aplicación masiva, sin atender al hecho de que la ciencia, en el contexto sociopolítico actual, puede tener poco que decir sobre los efectos a medio y largo plazo de estas aplicaciones sobre la misma sociedad y sobre los ecosistemas. A la euforia inicial sucede luego un largo y a veces amargo despertar inducido por efectos secundarios, indirectos, de largo alcance... No hay más que pensar en los efectos a largo plazo de la fisión nuclear o los plaguicidas agrícolas para darnos cuenta de cómo los efectos totales --para bien y para mal-- de estas aplicaciones de la tecnociencia van muchísimo más allá de los usos inmediatos para los que fueron concebidas, transformando y configurando la sociedad y la biosfera de manera muchas veces sorprendente y no siempre positiva. La lógica de la prudencia no casa bien con la lógica del lucro inmediato.

El desfase entre los avances tecnocientíficos y la evolución de la sociedad se agranda. Ciertos analistas señalan que, a partir de la ruptura tecnológica de los años sesenta, el desarrollo de la biología molecular y la explosión de la informática ha hecho saltar en pedazos la estabilidad general del sistema ciencia-técnica, tornando cada vez más difícil su control por parte de poderes públicos democráticos. Se ha sugerido que la crisis ecológica es sobre todo un asunto de velocidad y de globalización. Un sistema se vuelve insostenible si (a) se acelera demasiado y no tiene tiempo de seleccionar las adaptaciones más viables; y (b) se globaliza demasiado, es decir, se vuelve incapaz de fracasar en algunas de sus partes sobreviviendo en otras, y se lo juega todo a una sola carta, por así decirlo. Necesitamos tiempo para reaccionar ante nuestros propios actos: el principio de precaución, sin esta dimensión temporal, es sólo una expresión huera.

Una tecnociencia fetichizada, en rapidísimo desarrollo, pasa a percibirse como el auténtico sujeto de la historia, mientras que los seres humanos rebajados a objetos impotentes sufren el impacto de procesos que no controlan. Sin una ralentización del desarrollo tecnológico parece imposible que comunidades democráticas y reflexivas se reapropien de la tecnociencia –hoy, crecientemente, sierva del gran capital-- para reinsertarla dentro de un orden social propiamente humano.

¿Está la humanidad como tal, con su nivel de desarrollo moral y sus mecanismos de toma de decisiones, con su estructura político-económica –el capitalismo de las transnacionales—y sus procedimientos institucionales para la reparación de errores, con sus cotas de desigualdad social y con el tipo de relación que mantiene con la naturaleza, preparada para la aplicación industrial masiva del conjunto de tecnologías más potentes que se hayan desarrollado nunca, susceptibles de cambiar casi cada aspecto de nuestras sociedades y nuestras vidas, de alterar la misma constitución de los seres vivos y el curso de la evolución biológica? Decir que sí sería, en mi opinión, de un optimismo ciego –voluntariamente ciego--. Por eso debemos propugnar, en el ámbito de las aplicaciones agropecuarias de la ingeniería genética, una política de moratoria.

Jorge Riechmann es profesor titular de filosofía moral en la Universidad de Barcelona, responsable de biotecnologías en el Departamento Confederal de Medio Ambiente de CC.OO., y autor del libro Cultivos y alimentos transgénicos: una guía crítica (Los Libros de la Catarata, Madrid 2000; prólogo de Ramón Folch.)

¿PODREMOS TENER BIOTECNOLOGÍAS CON SABIDURÍA?

La ingeniería genética es una tecnología potentísima y muy versátil, potencialmente capaz de (casi) todo lo bueno y (casi) todo lo malo. Podemos utilizarla para detectar mínimas trazas de contaminantes orgánicos en los alimentos, y también para diseñar armas infecciosas letales contra grupos étnicos específicos. Para combatir el cáncer, y también para aumentar las ventas de los agrotóxicos industriales. ¿Cabe pensar que se dan hoy las condiciones adecuadas para hacer un uso justo y sensato de estas nuevas tecnologías? Por desgracia, hay que contestar que no. Telegráficamente, las razones son las siguientes:

En el plano socioeconómico, la economía capitalista –y sobre todo este tipo de capitalismo de las transnacionales llamado "neoliberal"-- es estructuralmente contraria al principio de precaución. Para que la acumulación de capital no se detenga y la empresa propia tenga éxito en un entorno competitivo, hay que lanzar nuevos productos y servicios al mercado lo más rápida y ampliamente posible. Tanto las pruebas de seguridad como las demoras en la comercialización son costes que esa trunca y miope racionalidad económica aconseja evitar. Por eso, existe una constricción estructural a seguir lanzando imprudentemente a la biosfera procesos y productos peligrosos, como hemos venido haciendo a lo largo de la era industrial.

En el plano sociocultural, al menos dos tendencias de fondo son muy inquietantes: por una parte la dinámica "fáustica" de nuestra civilización, que pugna por no respetar límite alguno y a veces se extrema hasta un terrible "imperativo tecnológico" (todo lo que puede técnicamente hacerse ha de hacerse). Por otra parte, la ideología de la "genetización" (el "mito del gen todopoderoso" que han explorado convincentemente Hubbard y Wald: véanse al final las sugerencias de lectura) que nos hace sobrevalorar el papel de los factores genéticos.

En el plano de la psicología de los investigadores, la seducción de lo "technically sweet" (como diría Oppenheimer de la fabricación de bombas atómicas) parece muchas veces irresistible. Cada ingeniero genético tiene su juguete. Y está entusiasmado con él porque es su juguete: el más ingenioso y maravilloso del mundo, precisamente porque es él/ ella quien ha ensamblado las piezas. ¿Cómo aceptar entonces restricciones sobre su uso o bien –horror de horrores—moratorias, prohibiciones?

Añadamos que, aunque no todos, la mayoría de estos juguetes incorporan cierta cantidad de explosivo en sus intrincados mecanismos –y algunos de ellos muchísima cantidad de explosivo: plantas resistentes a herbicidas, vegetales que exudan toxina Bt, genes de resistencia a antibióticos como marcadores, promotores virales muy potentes, hormonas de crecimiento de una especie insertadas en otras...--. A pesar de la propaganda de las empresas y de los gobiernos, es un hecho que hasta ahora, los riesgos ecológicos de los organismos transgénicos no se han tenido apenas en cuenta a la hora de tomar decisiones sobre su difusión y comercialización. El único caso de evaluación medioambiental de cosechas transgénicas del que tiene noticia un científico especialista en esto, Fernando González Candelas, ecólogo de la Universidad de Valencia y miembro de la Comisión Nacional de Bioseguridad, se inició en 1999 en Gran Bretaña (y sólo para un rasgo problemático: la tolerancia a herbicidas). En 1999, es decir ¡años después de la comercialización masiva de cultivos tolerantes a herbicidas, como la soja resistente a glifosato de Monsanto!

Encabeza el boletín Perspectivas 5 de ASEBIO (la Asociación Española de Bioempresas), en mayo del 2000, la siguiente cita de Hermann Oberth: "No hay nada imposible en el mundo: sólo hay que descubrir los medios para conseguirlo". Este impulso a romper todas las barreras –que es consustancial a la civilización capitalista--, la característica de acumular capital –que es consustancial a la economía capitalista--, y la tendencia del ser humano a enamorarse de sus propias creaciones, son las que –combinadas—auguran muchos y muy graves problemas en el "siglo de la biotecnología".

¿Podremos tener biotecnologías con sabiduría?

Podríamos. Pero –a menos que muchas cosas cambien mucho-- no las tendremos.

Jorge Riechmann (responsable de biotecnologías y agroalimentación en el Departamento Confederal de Medio Ambiente de CC.OO.; profesor titular de filosofía moral en la Universidad de Barcelona)

Para seguir leyendo:

Ruth Hubbard y Elijah Wald, El mito del gen, Alianza, Madrid 1999.
Jorge Riechmann, Cultivos y alimentos transgénicos: una guía crítica, Los Libros de la Catarata, Madrid 2000.
Julio Pedauyé/ Antonio Ferro/ Virginia Pedauyé: Alimentos transgénicos. Serie McGraw-Hill de Divulgación Científica, Madrid 2000
Jeremy Rifkin, El siglo de la biotecnología, Crítica, Madrid 1999.