Presentación

Inmediatamente a la caída del muro de Berlín (1989) y del colapso soviético (1991), Estados Unidos de Norteamérica en la persona de George Bush (padre), anunciaba la creación de un “nuevo orden mundial”. Aparentemente se intentaba ver la reacción internacional que producía esa figura, situación que provocó resquemor en Europa, donde se avanzaba en convertir a la Comunidad Económica a Unión Europea, fuerte desde el punto de vista económico y político y la instauración de la moneda única, el euro.

Bajo este contexto, en 1992 se ratifica el Tratado de Maastricht o Tratado de la Unión Europea (TUE) en él que se definen tres pilares constitutivos del bloque: el pilar central comunitario sobre integración económica creando dentro del mercado una nueva zona fuerte capaz de competir con los Estados Unidos de Norteamérica, el segundo pilar de Política Exterior y de Seguridad Común, y el tercer pilar de justicia y asuntos internos.

Esta reacción obligó a cambiar la estrategia triunfalista, y lanzar la idea de la globalización, que resultaba más neutra y menos alarmante. Pero en realidad se trata de un nuevo orden mundial, y donde hay un orden existe un ordenador. Es también una ideología y como toda ideología se refiere a la política.

Así, en la década de los noventa del siglo XX entró en crisis el sistema de Estados que emergió en Westfalia en el siglo XVII, y se inicia un proceso de transición que se caracteriza por la puesta en cuestión del principio de soberanía y el ascenso de la convicción de la necesidad de intervención de la comunidad internacional en el ámbito interno de los Estados.

La transición a un mundo global ha sido terminada solamente en un sentido restringido. Con el colapso del bloque soviético, ya no hubo un centro de autoridad y poder mundial alternativo, potencialmente igual. En otros sentidos, la transición es, empero, profundamente incompleta: tiene un carácter marcadamente inacabado, contradictorio e inestable. Las relaciones globales de autoridad están centradas formalmente en un conjunto de instituciones fundamentalmente débil, en el sistema de las Naciones Unidas, con una muy limitada legitimidad en la sociedad mundial, limitada autoridad sobre los centros nacionales de poder estatal, y recursos y capacidades limitados para formular normas y políticas globales (por no hablar de poder de coacción para su aplicación). La autoridad global depende excesivamente del Estado Occidental, y más particularmente de los Estados Unidos de Norteamérica y está mediada decisivamente por las políticas interestatales e intraestatales del Occidente. Muchos Estados fuera de éste se encuentran integrados de manera relativamente débil en las instituciones estatales globales y occidentales (y algunos en la sociedad mundial). Las relaciones estatales globales a finales del siglo XX representaron manifiestamente, un marco relativamente débil, inestable y variable para la sociedad global.

Desde la caída de la Unión Soviética, el mosaico de Estados con mayor o menor incidencia en los asuntos internacionales fue opacado por el abrumador poderío militar y económico de Estados Unidos de Norteamérica. Considerado por muchos analistas como el regreso a la unipolaridad, este momento marcó también el inicio de una era caracterizada por la aparición de nuevas amenazas a la paz y la seguridad mundial: terrorismo, narcotráfico, crimen organizado, proliferación de armas masivas de destrucción, etc. Desaparecido el enemigo comunista, el discurso sobre la seguridad nacional norteamericana tuvo como eje a los “rogue states”[1]: Irak, Irán, Libia y Corea del Norte, entre otros pasaron a conformar lo que Bush definió como el eje del mal.

En base a lo planteado se deduce que, el comienzo del siglo XXI estuvo lejos de ser la de paz que pareció anunciar el fin de la Guerra Fría. Vieron por el contrario tan rápida expansión y transformación de los conflictos que hizo que se hablara de “nuevas guerras”.

El ensayo trata de aproximar una interpretación en la aplicación del unilateralismo sobre Afganistán e Irak con sus respectivas invasiones.



[1] Llamados así cuando el sistema de gobierno es dictatorial y se caracterizan por tender más hacia el totalitarismo que hacia el autoritarismo; su retórica y política exterior son fervientemente antiestadounidenses; a diferencia de otras dictaduras, están obsesionados con la política internacional.

Los rogue states estarían definidos en base a tres criterios de comportamiento externo: 1) el empleo de armas de destrucción masiva, 2) el uso del terrorismo internacional como un instrumento de política estatal y 3) una orientación de política exterior que amenaza a los aliados de Estados Unidos o a importantes intereses americanos en regiones claves. Véase Litwak, Robert, “Rogue States and U.S. Foreign Policy. Containment after the Cold War”, The Woodrow Wilson Center Press, Washington, 2000, pag. 49.