Martín March Alberti. Un juglar de los campos de Pollensa
En la tarde cálida de otoño se hamacaba una suave brisa hacia el este sobre la calle Instrucciones donde las hojas amarillentas de los árboles hacían un corredor multicolor con los últimos verdes que aún quedaban. Sobre la acera oeste rodeado de una frondosa vegetación estaba ubicado el Hogar Español. Un lugar financiado por el gobierno español para adultos de la tercera edad que no tienen familia.
Allí nos esperaba Martin March, un aficionado poeta mallorquín de 92 años que, ansiosamente, miraba por encima de la verjas que protegían el lugar. Un gesto inequívoco de alegría de Martín nos introdujo repentinamente en su mundo personal cargado de anécdotas e historias que se apuraban a salir en aquella tarde otoñal.
Yo nací en el campo, cerca de Pollensa, unido a la tierra desde pequeño trillando y arando hasta que me fui cuando tenía cerca de 13 o 14 años a trabajar a una fábrica de tapices. Allí mi trabajo consistía en ayudar, alcanzar y guardar en un cajón las herramientas del mayordomo que era el que se ocupaba de componer una máquina telar cuando no funcionaba. De este momento de mi vida tengo unos recuerdos imborrables porque de alguna manera influyeron en mi vida futura. Resulta que después que yo salía de la fábrica me iba a un garaje cuyo dueño tenía cuatro coches, dos belierts, un F.E. y un Ford a Bigote. Mi dedicación por los autos me llevaba a inflar las gomas, a ponerle agua, a cuidarlos a tal punto que, con el tiempo y viendo mi devoción por los mismos, el dueño me enseñó a manejar. Diría todo un éxito porque desde ese momento me ocupé, además, de manejar el trayecto a Inca trasladando a unos señores a los prostíbulos de la ciudad dado que en Pollensa, al no haber cuartel, no existían esos lugares. De más está decir que yo, siendo muy joven, pude usufructuar de ciertos beneficios sin pagar.
Al poco tiempo me ofrecieron más dinero por otro trabajo muy novedoso para la época pues consistía en la colocación de unos techos de cemento armado totalmente nuevos para el momento con un maestro palmesano, uno de los constructores del Hotel Miramar y del Marisol.
Debo decir que en esta etapa de mi vida, mi madre tuvo una importancia fundamental porque ella fue la que me compró una bicicleta, que le costó 60 duros, para que me pudiera trasladar a buscar materiales, cubriendo los 6 kilómetros entre el puerto y Pollensa. Casi enseguida me ofrecieron ir con un carro y una mula a buscar cemento a una mina que quedaba bastante lejos para llevarla también al puerto. Esa etapa de mi vida fue muy dura. Casi no dormía y me dolía todo el cuerpo de tanto esfuerzo, por lo tanto ante tanta adversidad, me asaltó la idea de irme de Mallorca. Lo primero que pensé fue en Francia y cuando tenía todo arreglado mi madre no me dio permiso porque era menor.
Así que otra vez cambié de trabajo. Estando en el café de mi tía en el pueblo que estaba frente por frente de la Iglesia, me ofrecieron la posibilidad de ir a La Puebla que está a unos kilómetros de Pollensa para trabajar en un café de un tal Planas que estaba en la Banca y que además tenía un piso encima del café para cuando iba por el pueblo. No solo tomé el empleo sino que con el tiempo me ocupé de cuidar aquel piso y tenerlo pronto para sus visitas.
Pero mi inquietud no me permitía instalarme en un lugar fijo, por tanto un día le comenté al sobrino de los señores Ignacio y Juan Planas que se llamaba Miguelito: "Miquel, me'n vaig!"... Pero, perque, me respondió... ¡"No ho se, és quelcom que porto a dins mi"!
Pero al enterarse Don Ignacio, en el afán que no me fuera, me preguntó si sabía manejar y me ofreció la posibilidad de ser el chofer de la madre de Miguelín. Sin embargo había un pequeño detalle, no habían comprado el auto.
Miguelín todo entusiasmado ese mismo día se trasladó de La Puebla a Palma y se lo contó a su madre en un diálogo que me lo imagino así porque no estuve:
"Mamá, mamá ya tengo chofer...será Martín..." "Pero Miguelito, cómo vamos a tener chofer si no tenemos auto." "Si mamá pero yo quiero que Martín sea nuestro chofer...".
Sería injusto no reconocer que en estos momentos estaba rodeado de un enorme cariño y simpatía. A tal punto que tenía un puesto de trabajo en Palma sin haberse efectuado la compra del auto. Así Miguel, a su vuelta a La Puebla, me comunicó que su madre quería que me trasladara a Palma para conocer la ciudad, a la que nunca había ido. Mientras tanto se realizaron efectivamente los trámites de compra y entrega del auto. Para cuando llegué de Pollensa con las valijas me estaban esperando todos, incluso el auto.
Así comencé una nueva etapa de trabajo con ellos pero no sólo como chofer sino también sirviendo la mesa y en otras tareas. Quizás entre las tareas más difíciles que me tocaron fue hacerle comer por aquellos días "los buñuelos de coliflor" a Miguel que los aborrecía; también su hermano Andrés era difícil para comer ciertas comidas pero allí estaba "Martín" para solucionar el tema. Con el tiempo tuvieron otro chofer, pero yo me transformé en el preferido porque cumplía, como expresé, otros roles viviendo casi como un integrante más de la familia, despertando a los muchachos o siendo confidente o simplemente de mucha confianza.
Un día de noche después de trabajar, caminando con otro chofer por la calle Sindicato en Palma, nos encontramos un billete de lotería viejo ya jugado. Este encuentro fortuito nos despertó las ganas de jugar en una agencia que estaba en la misma cuadra. Entramos y le pedimos al vendedor un número del último millar de los que era difícil vender. Compramos a dos pesetas el equivalente a dos participaciones, más allá que el vendedor nos quería vender toda la tira. Pero vea Ud. qué interesante y curioso resultó todo porque luego de comprar el billete nos fuimos de parranda y las participaciones las dejé dentro del saco que estaba habitualmente colgado en el garaje. Ya ni me acordaba que las tenía cuando mi patrón Don Alejandro Jaume Roselló me comentó que la grande había caído en Palma. En ese momento comenzó un drama porque no me acordaba dónde habían quedado aquellas participaciones. Finalmente metí la mano en el saco y las encontré para mi alegría y tranquilidad. El resultado final fue que saqué 6.000 pesetas. Una cifra muy interesante que así como la recibí, luego de realizar una enorme cola para cobrar, (incluso creyendo que no la cobraría) se la di a mi patrón para que me la guardara, ante su sugerencia de depositarla en La Puebla en el Banco de sus cuñados, los señores Planas.
Tenía 21 años, era mayor de edad, y la idea de irme de Mallorca una vez más vino a mi mente comunicándolo a Don Alejandro. Ante la incertidumbre, pues no tenía un lugar preciso, aunque Francia todavía me tiraba, Don Alejandro intervino aconsejándome que ir a territorio francés no mejoraría mucho respecto a mi vida en Mallorca. En ese momento se me ocurrió ir a Londres. Pero una vez más intervino el Sr. Roselló expresando como si lo estuviera escuchando hoy: "Martín, Ud. aquí es un niño mimado, todo el mundo lo quiere y lo consiente pero qué hará en Londres con los ingleses que son muy individualistas y además hablan otro idioma..."
Finalmente sus consejos hicieron efecto. En medio de la zozobra de la toma de una decisión, lo que sí tenía claro era que a Buenos Aires donde estaban viviendo un tío y un primo, no iría porque no quería ser un estorbo o que comentaran que había ido detrás de ellos.
Mientras tanto, Don Alejandro me ofreció un aumento de sueldo, ante tanta duda, pensando que el viaje era una excusa para conseguir una mejora salarial como motivo de mi partida, mi respuesta fue tajante: "no es por un aumento de mi salario que me quiero ir, es que estoy resuelto a conocer otro mundo..."
Ante tal aseveración, Don Alejandro Roselló, que era cónsul honorario de Uruguay, me recomendó ese país como un lugar de tranquilidad, similar a nuestra tierra y por sobre todo con la posibilidad de mejorar. Por su relación diplomática me solucionó todos los papeles y pronto me embarqué para Uruguay llegando a estas costas el 23 de noviembre de 1929 en el barco Reina Victoria Eugenia.
El viaje duró veintitrés días por mar. Cuando había mar picado la sopa se hamacaba en el plato, pero nada igual a la tormenta que sufrí junto a una amiga circunstancial donde las olas que pasaban por encima del barco nos mantuvieron horas acurrucados, quietos y con un susto que no me olvidaré jamás. Otra tragedia que viví en alta mar fue cuando falleció una muchacha que viajaba con su esposo, de Pollensa los dos, cuando a ella se le enganchó el taco del zapato en la plancha de bronce que tienen los escalones del barco y al perder el equilibrio se dio vuelta hacia atrás y se desnucó. Por intervención de un Sr. Solivellas de Pollensa que tenía una panadería en Rosario, conocido del capitán, esta historia se simplificó al ser "enterrada" esta pobre mujer en el mar.
Cuando llegué a Montevideo me estaban esperando unos paisanos del mismo pueblo Martín Vila y su señora Elvira Rianio, Sebastián Bibiloni y su señora Yolanda Rianio (hermana de la anterior) y una tercera hermana soltera de nombre Mercedes Rianio que con el tiempo terminó siendo mi señora. Como pueden apreciar, tres mallorquines de Pollensa casados con tres hermanas en el Uruguay.
El primer trabajo que tuve en Montevideo fue lavar botellas –luego de pasar algunos meses sin trabajo– en la fábrica de licores El pobre marino que fabricaba el guindado, la grapamiel y el licor de huevo "Pipí". En ese tiempo se repartían las bebidas en damajuanas y el lavado consistía en agitar perdigones de escopeta con jabón dentro de las botellas para sacarle todos los residuos.
Hace un gesto con su manos como agitando en un tiempo pasado pero aún presente.
Por recomendación a la firma Jaume Hnos. que tenían el jabón Bao con un depósito que estaba en la calle Yaguarón entre San José y 18 de Julio, logré un puesto de chofer dado que al titular le habían suspendido la licencia de conducir por año. Como sabía manejar no tuve ningún problema con el manejo del Ford A bigote que estaba dispuesto para cobranza y reparto. Pero al año le dieron la libreta otra vez al titular cambiándome el camión por un carro con dos caballos.
Por esos días, vivía en la calle San Fructuoso 1568 con una familia con la que estuve por espacio de 24 años hasta que me casé.
Pasé por varios trabajos como empleado pero finalmente me instalé en la calle San Martín con Martín Vila como socio con un almacén llamado Provisión Reducto. Pero para los negocios uno tiene que ser duro y a veces inflexible y yo no era así. Me compraban por valor de un peso pero me pagaban por 0,80 al no alcanzarles para la compra. Con el "verso": "se lo traigo después Martín", pero ese después era nunca. En otra oportunidad me pedían un sifón prestado que valía un peso y el líquido 0,5 centésimos. Aquel sifón nunca volvía. Pero yo no había nacido para presionar a la gente para que me pagara lo que me debía, por tanto aquel negocio estaba condenado a terminar mal. En el año 1933 lo cerré definitivamente cuando me atrasé en el pago de dos cuotas por la compra de una cortadora de fiambre y me pasaron a la Liga de Comercio como moroso. Con la liquidación cubrí todas las deudas.
Un día, después de haber cerrado el almacén, vino a casa el corredor de la firma Pesquera, Brunet y Carrau con la noticia que necesitaban un chofer.
Me citaron a las seis de la mañana en la calle Rondeau y Valparaíso lugar donde se encontraba el negocio. Se me presentó el mayordomo de la firma de nombre Bautista y también al dueño Don Abel. Pero resulta que el trabajo no era para su firma sino para el manejo como chofer de su madre. Subimos a un Ford modelo ‘30, dimos unas vueltas que calibraron mi pericia y casi sin darme cuenta el empleo era mío. El destino final era por supuesto la casa de su madre a la que ya me presentó como su nuevo chofer.
El auto que debía manejar era uno de los dos Renault recién importados de Francia que había en Montevideo, con 6 cilindros, pesaba 2520 kilos, llevaba 18 litros de aceite, 75 litros de nafta más 15 de reserva, también agua en un radiador atrás del motor El chofer iba adelante solamente cubierto de un toldo. Mi función consistía en ir todos los días al negocio y ponerme a las órdenes; si la señora llamaba debía atenderla.
Pero la vueltas de la vida uno no puede determinarlas sino solamente estar atento a ellas.
Así fue pues que un día trabé amistad con un pandillero –así se llaman a los que hacen la descarga del puerto a los negocios– tío de Baldomir que con sus flota de carros traía la mercadería de la aduana al almacén. Este hombre, además, cuidaba la casa como casero de una señora que era hermana del Dr. Crispo Acosta, que vivía en un barrio llamado Pocitos durante 6 meses y los otros 6 meses los vivía en la ciudad de Buenos Aires.
Mientras tanto, la señora de Pesquera, como el Renault gastaba mucho, se trasladaba a Punta del Este en ferrocarril y definitivamente con el tiempo terminó radicándose en aquel lugar. Al peligrar mi fuente de trabajo el Sr. Baldomir me ofreció la posibilidad de trabajar como chofer de la familia Crispo Cook, de Pocitos, que, si bien la señora era muy exigente (era capaz de cambiar de chofer tres o cuatro veces al año), por otra parte era la lo único seguro que se me presentaba.
Decidido a jugármela me fui a su casa en la calle Tomás Diago y Cololó (hoy Dr. Scosería) para conocer a lo que me jugaba sería mi nueva patrona. Con corto y contundente "lo voy a probar", me tomó.
Tenía un Albur que había pocos en Montevideo. Lo primero que hizo fue preguntarme: "¿Es Ud francés?", "No", le respondí, "soy de Mallorca". Ironías de la vida, me atribuyó la nacionalidad de un país al que siempre de pequeño había querido ir y terminé afirmando la pertenencia a un lugar del que me había querido en mi juventud siempre escapar.
La primera noche que comencé a su servicio fue un 24 de diciembre llevándola a misa de gallo en la Iglesia de Tierra Santa en la calle 8 de Octubre. De allí en adelante con mucho cuidado, puesto que conocía de sobra su fama de "matadora" de choferes con sus múltiples despidos.
El problema estaba a punto de explotar. Es que esta señora como antes mencioné, estaba solamente en Uruguay los veranos por lo tanto mi trabajo era por espacio de seis meses. Debo confesar que, más allá de la posible inestabilidad que esta situación me podría generar, la familia Pesquera se portó conmigo muy bien abriéndome las puertas de su casa nuevamente sobre todo por la gran confianza que el Sr. Abel me tenía proponiéndome incluso que fuera a buscar a los niños a la escuela. No sin antes haber confirmado con su mayordomo que no era anarquista, movimiento político muy de moda en aquella época. Todo esto ocurrió aproximadamente sobre el año 1935.
Es decir que nada explotó. Todo lo contrario.
Por aquel entonces, no había perdido el contacto con Mallorca; me escribía con regularidad con mi familia sobre todo mi hermana y con mi patrón recordándolos mucho. En lo único que me sentía un poco desengañado era con América. Yo creía que "el trigo estaba en el granero", pero no siempre; me decían, "al trigo hay que plantarlo Martín". Un día le comenté a un paisano: "esto es América, yo estaba mejor allá en Mallorca que aquí en el paraíso", y la respuesta fue "ya te acostumbrarás".
Lo cierto es que cuando vino el momento de la partida para Buenos Aires, con todo embalado, mi patrona le comentó a la cocinera Flora que me extrañaría .La respuesta no se hizo esperar y la cocinera le expresó por qué no me llevaba a Buenos Aires. También fue Flora la que me comunicó el deseo que fuera con ellos, en medio de una increíble demostración de afecto. Mi primera reacción fue de sorpresa, no conocía nada de Argentina y el temor a lo desconocido me paralizó en primera instancia.
Pero ante la insistencia y el firme planteo de la patrona y el cariño demostrado fui cediendo, aunque había que resolver un problema que estaba en puerta, no podía salir del país por las condiciones en las que había entrado como residente. Pero todo tenía solución. En menos de 17 días todos los papeles estaban en regla, gracias a la señora que se encargó de todo, fijando residencia en Buenos Aires con permiso para salir. En esa mismo día recibo un telegrama que decía "diga cuando viene, retorno pago". Yo le contesté "mañana embarco".
Así de sencilla comenzó mi aventura en Argentina.
Me fueron a esperar al puerto que en ese momento tenía gran alboroto pues mi llegada coincidió con la presencia en Buenos Aires de Getulio Vargas que concitó gran fervor popular incluso con bailes callejeros.
La primera pensión que viví en Buenos Aires fue en la calle Santa Fe y Ayacucho arriba de la peluquería La Facultad, viviendo siempre en la misma pensión más allá de las mudanzas. El auto lo guardaba en la calle Junín entre Santa Fe y Charcas donde los patrones tenían su casa. Como ya expresé antes, el hermano de la señora era el Dr. Osvaldo Crispo Acosta que en Montevideo era profesor de Literatura y vivía en la calle Andes 1419.
Recuerdo que en esa época, en la pensión moraba un músico joven que debía tener 18 años. Un luchador muy humilde que estaba pieza por medio y que un húngaro que también vivía con nosotros me decía sobre su música, "mira Martín todo eso es una "purquería" (porquería). Este músico era el famoso Astor Piazzola que en esa época hacía sus primeras presentaciones junto a otro renombrado músico de tangos el inolvidable Anibal Troilo.
En Buenos Aires no tuve oportunidad de conectarme con ningún mallorquín más allá que estuve cerca de 10 años recorriendo el trayecto Montevideo – Buenos Aires – Montevideo.
En Uruguay tampoco me relacioné demasiado con los paisanos. En algún momento participé del Círculo Democrático Balear pero al poco tiempo cuando pasó a la callé Colonia perdí todo contacto. No todo fueron rosas en ese momento.
Otro recuerdo apenas llegado a Buenos Aires está relacionado con mi actividad de chofer. En los primeros tiempos la patrona me indicaba por donde tenía que ir en aquella ciudad tan grande. Una vez fuimos al teatro Colón en pleno centro y la patrona me indicó que me pusiera en la fila donde estaban los autos que esperaban la finalización de la función para esperarla. Es entonces cuando me quedé dormido pensando que una vez finalizada la función me avisarían para recoger a la señora. Cuando desperté no había nadie en el entorno del teatro; alarmado, pongo en marcha el auto dando una vuelta completa al teatro que se encontraba en la más absoluta soledad. Le pregunto a un señor que se encontraba por allí si todo había terminado y la respuesta fue "están todos durmiendo" . Mi cuestionamiento, más allá del papelón ante la patrona, era "cómo volver en una ciudad que no conocía en absoluto". De pronto desde un taxi me tocan bocina en forma insistente; era la patrona y su hija que me estaban buscando ya hacia un buen rato sabiendo de mis limitaciones de orientación en ese momento. Todo terminó en una gran carcajada compartida que distendió mis nervios hechos pedazos hasta ese momento. Ese fue mi estreno como chofer en Buenos Aires.
A los 10 años de llevar esta vida, volví a Montevideo a trabajar en el Chanteclaire que era un cabaret que tenía como figura principal a la descollante vedette Marta Gularte. Allí trabajé de mozo por espacio de 8 años hasta que Javier Kugart me llevó a la cantina del teatro Solís cuyos dueños eran sus amigo, un señor Crovara y otro señor Arrillaga.
Pero mi destino estaba relacionado con los autos. Estando en la punta del mostrador con la bandeja en la mano contemplando una pelea por una mujer entre el señor Arrillaga, el jefe del cabaret y el cajero se me acercó un señor Juan Carlos Duclós, que era empleado del Frigorífico Nacional y que llevaba las reses a la carnicería, invitándome a trabajar en un taxímetro de su propiedad con otros dos socios Eladio Suárez y Ramón Sarmiento en una sociedad que hasta ese momento daba pérdida. En ese momento habían echado al empleado por mal manejo. Así comencé a trabajar en el taxímetro que a partir de ese momento comenzó a dar ganancias.
Poco tiempo después se dio un sorteo de chapas de taxis y Ramón Sarmiento se presentó aunque no podía por ser solo para peones que no fueran dueños. Casualmente sacó la chapa pero no podía usarla por lo expresado anteriormente. Por lo tanto tuvo que vender la parte. En la parada de taxis todos comenzaron a pedirle que me la vendiera pero yo no tenía el dinero para pagarla. En aquel momento decía "con conversación no se puede comprar nada", pero pese a todos estos problemas el señor Sarmiento me la quiso vender igual, a pagar como pudiera. Lo primero que hice fue buscar a un socio, el taxi se tasó en 12.000 pesos, entregamos 1.000 pesos cada uno, quedamos debiendo 4.000 y se arregló una entrega de 155 pesos por mes con el 33% del beneficio.
Así comencé a trabajar con un taxi que era mío. Pero el pago de las cuotas se hacía difícil.
Un día, ante mi sorpresa, viene mi antigua patrona a visitarme para saber como andaba.
"¿sabe a que vengo? Ni se lo imagina. ¿Cómo le va con el taxi?"
"Bien pero penando, le respondí". "Tengo la cuota muy alta y me falta mucho para saldar."
"¿Cuánto debe?, me preguntó. "Como dos mil pesos", respondí.
Entonces me solicitó un pedido extraño. Que al día siguiente le sacara su auto, lo lavara como solía hacerlo antes y luego fuera a visitar a su hermano el doctor Crispo Acosta que vivía en la calle Andes al lado de la confitería La Mallorquina. Al día siguiente fui a ver al hermano como lo había pactado. Todo estaba preparado. Este señor tenía hecho un papelito que expresaba: "le doy dos mil pesos al Sr. Martín March que me pagará a razón de 6 pesos por mes durante 10 años". Un regalo que nunca me esperé en esos momentos. Era como sacar la lotería una vez más. No había terminado de pagarle cuando falleció y esa deuda se la pagué a su hija soltera. En ese momento me constituí en dueño de medio taxi.
Luego con el tiempo lo cambiamos por otro modelo más nuevo un Mercedes Benz. También en ese momento hubo que endeudarse para poder mejorar, pero ya no era como antes. En la parada de taxis del Paso Carrasco, en el departamento de Canelones, pasé los últimos tramos de mi actividad laboral hasta jubilarme. Allí me llamaban "el tío" cariñosamente. No me puedo quejar del trato que siempre tuve con mis compañeros de trabajo con quienes compartí momento inolvidables.
Las horas de la tardecita en el jardín nos invitaban a buscar refugio dentro de la casa, una brisa fresca nos empujaba hacia adentro.
Recorrimos a pie un largo trayecto dentro del Hogar para llegar a su cuarto que se abre para nosotros en forma hospitalaria, no hay mucho espacio pero todo esta en su orden. Ese orden que Martín le ha dado, compartiendo con otro compañero ese lugar de descanso y reflexión.
Del ropero sale una caja con fotos que saltan por los aires en las vivencias compartidas. También poemas que Martín ha compuesto para diversas ocasiones y eventos desde la venida del Rey, pasando por el presidente de España o el presidente de las Islas Baleares. Aún recuerda que aquel poema que había compuesto para la venida del Sr. Matas se le había quedado trancado en su memoria en el momento de expresarlo. Su fama de poeta trasciende el Hogar Español. Allí nos muestra algunas composiciones las más recientes para los compañeros del mismo hogar.
Venga del aire o del sol
De Galicia o Mallorca
El amor es lo que importa
Dentro del HOGAR ESPAÑOL
Ni guitarra ni laúd
Ni arpa ni fabiol
Que "haiga" bajo el sol
Cosita más verdadera
Que los médicos y enfermeras
Que cuidan nuestra salud,
Dentro de Hogar Español
No es ninguna fortuna
Ni tampoco una cabaña
Es solamente una aceituna
Del olivo que plantó, cuando vino el REY DE ESPAÑA
También composiciones de gran contenido afectivo y de agradecimiento al Hogar Español su lugar de residencia:
Que viva la sombra y el sol/y el alma salerosa/igual que la mariposa/ que vuela de rosa en rosa/y también sobre una flor. Gracias Hogar Español/que nos recibes a todos/ Con respeto, buenos modos/y esmerada atención. Gracias Hogar Español/por tenerme como amigo/que brindas al abrigo/cuando me falta el calor. Gracias Hogar Español/que me tienes en familia/sea de noche o de día/bajo tu protección/ ya sea con el doctor/mucama o enfermera/empleada, cocinera/o de la manutención,/ Cada uno en su rincón/tiene el mismo valor./porque esta la mano obrera/no hay ninguna escalera/sin su primer escalón/también la donación/que nos viene de afuera,/ para cada dulcinea/se dé un beso de amor/con su Sancho en primavera, Y yo como polizón en esta/ barca velera solo/ quiero ser "Cantor"/ dentro del hogar español/ hasta el día que muera.
Aunque a veces Martín, frente algunos hechos, jocosamente reprende a sus compañeros en este poema "dejado" en el ascensor ante la manifiesta impaciencia para esperar:
Vengo de nuestro SEÑOR/ con un ramo de ternura/ para cada "genio y figura"/ que golpea este ascensor./ sea con pie o bastón/ o con la mano aplanada/ para que cause temblor./ Es poca educación/ y la poca mal empleada,/ te lo dice un amigo/ y el que se sienta ofendido/ que saque el dedo de la llaga.
También habrá un poema para un programa radial que toma noticias de España y que casi religiosamente Martín escucha:
En Mallorca hay un torrente/ que baja de la montaña/ y en el Uruguay un oyente/ que escucha "Glorias de España"/ comiendo una castaña/ a la sombra de un castaño./ A los 42 años que salió "Glorias de España"/ es como si fuera un tren / que tiene fuerza en la rueda/ según el Sr. Poveda y también/ Pepe Guillem y para que siga/ el tren conduce el Sr. Varela.
La lectura de los poemas en boca de Martín adquieren vida. Cada uno es la evocación de un momento, de un instante de la vida misma.
Del Círculo Democrático Balear Martín habla poco, recuerda algunos encuentros y también y por sobre todo desencuentros. Sin embargo su participación en la calle 18 de julio 1318 fue activa, ya no tanto en la sede de la calle Colonia a la cual no asistía. Una crónica del Sr. Dante Iocco, un animador infatigable de las veladas baleares cuenta que "el 9 de setiembre de 1945, día en se bailaron boleros y parados mallorquines por las señoras Margarita y Catalina Barceló y los señores Jorge Antich y Martín March, el señor Miguel Mestre era el glosador de Felanix con festivas y payesas interpretaciones. También se bailó un Jota por las señoras de Salvá, Novo de Nelis, Jorge Antich, Mestre y Martín March". Como se constata en el relato, Martín fue un protagonista de primera línea en esta velada.
En el año 1968 volví a España con mi señora, para pasearme junto con mis sobrinos y primos por toda Mallorca; aún vivía mi hermana Margarita. Volvía después de 37 años de ausencia y sentía una combinación extraña de sentimientos. Por un lado un reencuentro largamente postergado en el tiempo y por otro todos los problemas familiares que afloraron apenas se puso sobre la mesa las herencias sobre las propiedades de mis padres. Paradójicamente todo se desató sobre la tumba de mi madre. De esa visita recuerdo Valldemossa y la ida a La Cartuja, el monasterio de Lluch donde vi otra vez los olivos, el tren que va a Soller y sus trece vueltas antes de llegar.
Hoy en día aún recuerdo la Iglesia del Calvario en Pollensa, que tiene 365 escalones, muy visitada en Semana Santa con la procesión del Jueves Santo, que recorre siete Iglesias con la bandera de San Sebastián llevada en su peso, por lo general, por aquellos que hacen promesas y hay otros que van por las calles vestidos con los vestidos más lindos con un águila atada a la cintura, tocando castañuelas. No puedo dejar de expresar un pensamiento para el día de San Juan donde muchos van con el corderito debajo del brazo y por donde pasan le ponen un mirto.
Un profundo silencio acompañaba las primeras sombras de la noche que iban cayendo sobre Montevideo. Martín pensaba seguramente en su Pollensa y su emoción llegaba hasta las lágrimas que a nosotros también nos conmovió.
Seguramente todo lo que dejé no estará, sino solo el recuerdo. De aquel café frente a la Iglesia donde servía las mesas y ganaba una peseta, el café frente a la Fuente del Gallo que era de un matrimonio que uno era de Esporlas y el otro de Alcudia, el café de la Plaza. Las bolas de nieve que traíamos de la montaña envueltas en arpillera para poner en la heladera. Aunque algunas cosas no pueden cambiar como la calle donde estaba el médico Sureda y en donde mis tíos tuvieron un almacén. Los almendros en flor en invierno y los olivos cargados de aceitunas.
Al salir de aquel lugar una sensación de plenitud nos embargaba, la trasparencia y generosidad de Martín había logrado hacernos partícipes de todas sus vivencias de un emigrante en tierra extraña.